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HISTORIA DE UN MILAGRO -parte primera-

Los hechos que van a conocer de seguidas son rigurosamente reales y los personajes que cobran vida son, igualmente -como suele decirse- de carne y hueso. Y sobre todo, estamos seguros que experimentarán la Presencia Sagrada del Ser Supremo, Creador del Universo y de la Vida, y que no es otro que Dios, El Todopoderoso.
A modo de reflexión. ¿Acaso envió Dios, Nuestro Señor, a sus queridos Angeles a ponerle remedio a una situación de peligro extremo al que estaba sometido un simple mortal en la tierra? ¿Esos especialisímos espíritus celestes cumplían nuevamente una Mision del Supremo y Todopoderoso? ¿Su Poder infinito e inconmensurable se hacía presente, una vez más, como prueba irrefutable de Su Existencia Gloriosa en un mundo de pecadores? En la breve historia que vamos a contarles, creemos firmemente que Dios estuvo allí y lo decimos con mucha humildad y responsabilidad y con el agradecimiento eterno de haber sentido y experimentado muy de cerca ese Divino halo, y llenos de fe en la Gloria del Señor.
Aqui está el modesto relato y que cada uno de nosotros tenga su propia visión.
Soy Eduardo Correa, hijo de doña María y don Simón. Era un día martes, 8 de abril de 2008, y me encontraba en una calle céntrica de la ciudad de Acarigua, donde vivo y trabajo. Eran las 8:00 de la noche y esperaba -como solía hacerlo- a mi amigo y compadre César León. Después de la faena diaria acostumbrábamos a reunirnos para comentar algunos hechos o simplemente para distraernos con alguna bebida. Ese día César se retrasó. Pocos minutos después lo divisé a lo lejos cuando se acercaba. Y fue justo en aquel momento cuando fui presa de un fuerte y terrible dolor en la espalda. Casi me quebré, trastabillé y logré sujetarme a la camioneta que hacía una hora había aparcado cerca del negocio de "Doña Chela". Dominado por el dolor se apareció mi compadre, y logré articularle algunas palabras donde le pedía que abordáramos el vehículo con urgencia. El se percató de mi dolor y me preguntó: -"¿A donde le doy?".
-"!Al hospital, compadre!". Le contesté con voz entrecortada. Retorciéndome de dolor me acosté en el asiento de atrás, rumbo al nosocomio local. Al llegar a las adyacencias notamos que había muchas personas en la emergencia y decidimos seguir hasta mi residencia. El dolor iba en aumento. Estando en la casa, de inmediato llegó mi esposa Mirian a quien le habíamos avisado de la situación. Al principio creíamos que el dolor era muscular y de allí que llamáramos a la vecina Betsaí, experta en masajes, para que nos diera uno. Así ocurrió, pero el sufrimiento no cedía. Entonces intervino Mirian, y en tono firme dijo: -"Mejor nos vamos a la clínica, porque esto ya me está preocupando muchísimo". Después de vencer mi resistencia -siempre he sido reacio a los médicos y hospitales- llamamos a Mirna -otra vecina y amiga- y nos llevó en su carro a la clínica San José. Por el camino me retorcía de sufrimiento, casi al punto del desmayo. Eran claros los sollosos de Mirian y Betsaí. Cuando llegamos al sitio "me sacaron en brazos de amigos". Acostado en una camilla, me aplicaron morfina y al cabo de unos minutos aminoró mi padecimiento. En las primeras de cambio los médicos de allí diagnosticaron un infarto del miocardio y reconocieron carecer de los recursos para atender semejante enfermedad. Alguien de la clínica agregó: -"El no puede permanecer en esa camilla, porque la necesitamos por si algún paciente llega". Es decir, casi que me echan de allí, ¿Sería porqué ya no les era productivo?. En medio de todo aquello, de pronto se apareció mi amiga y compañera de trabajo Zenaida Linárez Acosta, alcaldesa del municipio Páez. Todos se preguntaban: ¿Cómo llegó Zenaida tan rápido? ¿Quién la llamaría? ¿Cómo sabría de esto?. Después nos enteraríamos que un amigo anónimo, a quien no vimos al momento de llegar a la clínica por las razones mismas del terrible momento que vivíamos, le comunicó a la primera autoridad de Acarigua, conociendo nuestra muy cercana relación, el problema suscitado. El personaje desconocido no era otro que mi amigo Naudy Suárez, a quien desde hace tiempo al calor de la lucha social y con quien había trabado una buena amistad. Naudy le dijo a la alcaldesa: -"Zenaida, acaban de traer a Correa a la clínica San José, y por la forma como lo bajaron creo que llegó infartado". Bueno, lo cierto del caso es que a partir de aquel momento en la clínica San José, Zenaida se convirtió en adalid de las siguientes acciones, que estarían caracterizadas por el dolor, las angustias, las lágrimas y la desesperación. Zenaida se convirtió en algo así como "mi Ada protectora". En algunas mentes debe haber cruzado la idea o el decir del llano cuando alguien se aparece justo en un momento de necesidad: -"A ella nos la mandó Dios". Claro está, junto a la alcaldesa compartían las acciones mi esposa Mirian, mis hijas María del Mar y María del Valle, esta última había llegado de inmediato de Barquisimeto. Además fueron juntándose un grupo de amigos y compañeros de trabajo que de modo desprendido y admirable coadyubaban a llevar "las cargas". Recuerdo que antes de presentárseme el dolor, unas horas antes sostuve una larga conversación con mi dilecta amiga Carmen Linárez, quien es hermana de Zenaida y laboramos juntos en el Insituto Autónomo de Cultura del Municipio Páez. Hablamos de cosas cotidianas y en especial acerca de las últimas lecturas, ya que a ella nunca le falta un libro de cabecera. Después supe de su gran sorpresa la enterarse de lo que me sucedía y me agreagarían que de inmediato se incorporó al equipo de socorro.
A todas estas, en la clínica San José no podíamos seguir por lo que dijimos antes. Zenaida dijo: -"Vayamos de inmediato a la clínica HPO, acabo de hablar con cardiólogo amigo y nos está esperando". Y marchamos hacia allá en la ambulancia de la alcaldía de Páez. Entre angustias y esperanzas. Entre dolores y miedos. Ahí no más estaba esperándonos el médico que no era otro que el conocido Néstor González. De inmediato se me hicieron las observaciones y los exámenes de rigor. Me metieron en unos grandes aparatos médicos modernos. El dolor era intermitente, pero en la UCI me lo calmaban. Al ingresar a ese recinto me acompañaba también mi comadre Aída Durán, quien es enfermera y conocía a la que me estaba atendiendo. Comenzaron a despojarme de la vestimenta y trataron de romper la camisa que cargaba. Al momento les grité: -"No me la rompan que esa es la dominguera". Ellas se asombraron al escuchar aquello. Al llegar a mi ropa interior me negué rotundamente a que me la quitaran. La enfermera dijo: -"Hay que hablar con alguien porque este hombre no se deja desnudar". Continuará.

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