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HISTORIA DE UN MILAGRO -parte segunda-

Tuvieron que pedirle ayuda a mi esposa para que me convenciera y ahí si desistí de mi terquedad. Fueron muchos los amigos y conocidos que se acercaron al lugar para conocer de cerca mi estado de salud. Recuerdo a Darío Valero, a nuestra vecina Nilda, a Carlos José Ojeda, quien es el cronista oficial de Acarigua, y a Paulino Ferrer, padre, ex atleta olímpico. Ojeda, desenvuelto como es y dada la confianza que nos tenemos, me dijo para levantarme el ánimo: -"Yo sé que tú te vas a levantar de ahí y pronto estaremos echándonos una". Paulino agregó: -"Vos vais a pararte, yo que te lo digo". Allí permanecí unas 48 horas, al cabo de las cuales el médico determinó que mi enfermedad no podía ser curada allí. El doctor González no diagnosticó infarto del miocardio, pero si habló de la relación de mi mal con el corazón y la aorta, la arteria principal del organismo. Bueno, nada más y nada menos que la aorta, donde también se involucraban los pulmones. Después comprobaríamos la certeza del diagnóstico del médico González, así como también quedó grabado en nosotros su honestidad y ética profesional. El mismo nos recomendó el viaje inmediato a Barquisimeto y nos sugirió algunos nombres de personas de la medicina que conocían bien los problemas de la aorta. Dijo: -"El está muy delicado, tiene un ANEURISMA EN LA AORTA". Aneurisma es una dilatación anormal de un sector del sistema vascular, que en mi caso, como ya quedó dicho, estaba localizado en la vena principal del organismo. El jueves 10 de abril partimos a la ciudad crespular. Eran las 11:00 de la mañana. Zenaida estaba a la espera de una ambulancia que venía desde Guanare, ya que había hablado con el teniente Godoy, jefe del cuerpo de bomberos de la capital, que disponía de una que estaba equipada con UCI, tal como era requerida. El teniente Godoy había estado de acuerdo con la alcaldesa para el envío. Más, lamentablemente, no cumplió su palabra, y al final nos llegó una de la alcaldía de Turen, que aunque fue muy útil, la verdad era que no tenía las condiciones mínimas para trasladar a un enfermo en las condiciones en que yo estaba. Ni bombona de oxigeno tenía el destartalado carro, que fue necesario habilitarlo con una vasija en el Hospital Privado de Occidente, donde estaba recluido. Sin embargo, en ese vehículo nos fuimos, y de nuevo se nos mezclaba la esperanza con la oscuridad. Pero las dudas y nubarrones las disipábamos con la firmeza en las decisiones y con la fe puesta en Dios. Recuerdo que cuando salíamos de Acarigua hacia Lara, fue cuando tomé conciencia de mi propia realidad y de la gravedad del problema.

Ahí mismo le exterioricé a César: -"Compadre, la cosa se complicó". El no respondió ni asintió, pero su rostro lucía muy preocupado. También me acuerdo que antes de abordar la ambulancia eché una mirada a mi alrededor y vi a mis hijas María del Mar, a María del Valle, a mis yernos Jormy Rodríguez y a Mounir, rodeados de sus pequeños. Ahí estaban María del Río, Angel Eduardo y Jormy Alejandro, quienes me decían adiós con la ingenuidad propias de su edad. Incluso, Angel Eduardo quería montarse en la ambulancia. Mis ojos "quisieron llover" al ver aquellos rostros infantiles que tanto quiero, mientras las caras de mis hijas lucían desencajadas y tristes, con el alma y los sueños a punto de quebrarse. Me dije para mis adentros: -"Los volveré a ver?". Jormy le comentó a María del Mar, a modo de consuelo: -"No te preocupes, él se va a poner bien. Todavía nos quedan muchas arrecheras que pasar con el señor Eduardo". Mirian abordó conmigo la unidad. Un grupo de amigos y compañeros de labores estaban ahí también. Divisé a César, a Carmen, a Paulino jr. y a María Teresa León, entre otros. María Teresa tenía su cara compungida, y de vuelta a su casa se aferró a la imagen sagrada del doctor José Gregorio Hernández. Después me diría: -"Cuando te vi partir en aquellas condiciones, me dije que era difícil que volvieras. Por eso no me quedó más remedio que rezar". También logré mirar al Tenor de Acarigua, Pablo Baresco. El también pudo verme y dijo mirándome a la distancia: -"Cará, se nos enfermó Eduardo". Mirian, la profesora compañera de trabajo de mi mujer, estaba igualmente ahí con sus dos hijas. Por otro lado, se embarcaban Zenaida y otros amigos con rumbo a Barquisimeto. El panorama se ensombreció mucho porque se comentó allí en el HPO el alto porcentaje de mortalidad que caracterizaba a la enfermedad que fuera diagnósticada por el médico González. La alcaldesa, mujer de corazón sensible, llevaba sus oraciones a flor de labios. Y por si fuera poco, en Acarigua, en la urbanización La Guajira, quedaba la señora Blanca Quintero, a quien le decimos familiarmente "mamá Blanca", con sus peticiones divinas que cruzaban el espacio y llegaban al infinito. "Mamá Blanca" es una mujer de oración y siempre dispuesta a servirle a su prójimo. Muchas cosas me unen a ella: sus hijos Diógenes e Ivan, y sus hijas Iris, Mirella, Soraida y Marbelis. Los conocí a penas llegué a estas tierras maravillosas.

Cuando Mirian fue avisada del viaje, rápidamente se comunicó con su hermano Simón -así le decimos familiarmente, pero su nombre propio es Rafael Guarán- quien ejerce la medicina en los predios larenses, en el Hospital Central, a donde nos dirigíamos precisamente. Este le dijo resuelto: -"Véngase, hermana. Aqui los espero". Es justo reconocer que aquello nos dio esperanza, porque no es fácil llegar a un lugar hospitalario público, que casi siempre están desbordados por los problemas y no se dan abasto en atender a una población de bajos recursos y que no tienen otra alternativa. Sin embargo, Simón constituía una puerta abierta de singular importancia, dada la cercanía afectiva con nosotros y su disposición personal y profesional puesta de manifiesto. Llegamos al hospital y ahí estaba esperándonos. Entramos por emergencia, se dispuso de lo necesario y poco después nos asignaron una cama en el segundo piso. Abajo aguardaban Zenaida y un grupo de amigos atentos y prestos para cualquier encargo que requiriera premura. Ya se habían unido al grupo mis amigos José Fernández -quien fue alertado con una llamada que le hiciera la alcaldesa- y Mario Mora, quienes residen en Lara. Estos muchachos, profesionales de la comunicación social, son dos fraternos amigos, que a través del tiempo han demostrado un afecto muy especial hacia mi persona, y yo he tratado siempre de corresponderles de igual modo. A Mario lo conocí hace varios años y desde siempre nos hemos mantenido unidos. A José lo vi en Barinas y desde ese momento nos sentimos plenamnete identificados. De ellos he recibido lealtad y consideración. Del Guárico, en específico de Valle de la Pascua, llegaron Beatriz Coromoto y Silvio Salomón Paraco, quienes puestos en aviso por Mirian no dudaron en venirse. Se quedaban preocupados mis compadres Alfonso Y Dulcinea, así como en Las Mercedes del Llano, el "negro" y su familia. Asimismo, Rafael Paraco, padre, quien de inmediato se puso a orar. En el interior del hospital comenzaron las carreras, siempre con la atención de Simón. Este se percató de la gravedad de mi caso y con gran responsabilidad siguió con sus movimientos médicos. Informó a sus colegas y se mantuvo siempre pendiente de aquella situación de emergencia. Mi cama permanentemente estuvo flanqueada, por un lado, Mirian, y por el otro, Beatriz. A la distancia estaba Silvio Salomón, listo para cualquier cosa que se presentara. Zenaida y algunos de mis copartidarios entraban a cada momento para saber de mi estado de salud y transmitían la información al resto. Fue ordenado un test médico y fui conducido en camilla por José y Mario. Cuando me devolvían a mi lugar, rompí el silencio y les comenté apuntando hacia arriba: -"Bueno, a partir de este momento no nos queda sino la esperanza de Dios". Ellos asintieron moviendo sus cabezas. Mi dolor se intensificaba a cada rato y me retorcía en mi lecho, y mis cuidadoras -Mirian y Beatriz- corrían detrás de los médicos y enfermeras a suplicarles que me dieran calmantes. La recomendación de los médicos del hospital era tajante: -"El no debe moverse, cada vez que haga cualquier tipo de movimiento corre peligro".

De allí la precariedad de mi estado, acosado por el inmenso dolor que sin cesar aquejaba a mi organismo. Pasaban los minutos y todos estaban a la expectativa. En las afueras del hospita "Antonio María Pineda", José Fernández, César y Paulino Jr, en medio de sus preocupaciones no cesaban en llamar a todas partes en busca de alguna solución alterna. Habían establecido una especie de "oficina" en un cyber que existe allí. César se comunicó con su primo Juan Carlos Salcedo en Caracas y a través de él se puso en contacto con el doctor Victor Rodríguez -este había operado recientemente del corazón a su mamá María Teresa- y luego de oírlo le abrió una posobilidad en el Hospital Universitario de Caracas, donde se desempeña como jefe de cardiología. Era una ventana de luz que se abría, gracias a Dios. Mientras tanto todas mis posibilidades estaban puestas en Simón. Ya iba a caer la tarde y en los hospitales -es la sensación que me daba- esas horas parecen ser las más tristes. Claro, es un ambiente donde reinan siempre las tensiones y los corazones a cada momento se arrugan. Fue entonces cuando Simón se me acercó y me dijo en tono de recriminación: -"¿Acaso era para ti difícil conseguir un tensiómetro y verificar tu presión arterial?". -"Dígame eso, y en una alcaldía no pudiste hacerlo", y se separó de la cama contrariado. Yo lo miré sin perturbarme y me acomodé en la cama. En instantes me dijo con resolución y como si algo le hubiese llegado de repente a la mente: -"!Vamos a rezar!". E improvisó una oración en voz baja que yo repetía. ¿Qué tipo de oración era aquella? Fue un rezo en donde le pedía al Supremo que perdonara mis pecados en aquella hora difícil en que mi vida en la tierra pendía de un hilo; le decía, además, que reconocía su Sagrada Existencia y que si iba a morir debía aceptar su voluntad, en la íntima persuasión de que El lo podía todo. Era una especie de: -"Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo". No sabría decirlo, pero en aquel momento cumbre de mi vida, aquel ruego al Dios Todopoderoso produjo en mí una sensación y un estado de confianza que me "elevó" a una situación que podríamos definir como de "nirvana" -es un estado que viven algunas personas donde el dolor está ausente- y todo aquello me "acercó" mentalmente a un lugar hermoso, diáfano y tranquilo, donde ya no temía nada. En verdad fue algo extraordinario que me "sacó" por instantes de mi dura realidad. Aquella oración fue un alivio profundo para mi cuerpo y mi alma. Sólo fueron unos segundos, pero quedé gratamente impresionado. ¿Era una señal Divina que llegaba a mi corazón atribulado? ¿Dios había escuchado mis súplicas pronunciadas desde lo más profundo de mi alma en un momento extremo?. Al imaginarme que aquellas súplicas tuvieran el eco de tan Especial y Alto interlocutor, me estremecí interiormente. Miré hacia el techo del hospital con deseos de que mi mirada lo traspasara y llegara hasta las alturas. Hasta el infinito. Hasta el Cielo mismo. Continuará.

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