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Dios salvó mi vida 2




      Tuvieron que pedirle ayuda a mi esposa para que me convenciera y ahí si desistí de mi terquedad. Fueron muchos los amigos y conocidos que se acercaron al lugar para conocer de cerca mi estado de salud. Recuerdo a Darío Valero, a nuestra vecina Nilda, a Carlos José Ojeda, quien es el cronista oficial de Acarigua, y a Paulino Ferrer, padre, ex atleta olímpico. Ojeda, desenvuelto como es y dada la confianza que nos tenemos, me dijo para levantarme el ánimo:

     -"Yo sé que tú te vas a levantar de ahí y pronto estaremos echándonos una". Paulino agregó: -"Vos vais a pararte, yo que te lo digo".

     Allí permanecí unas 48 horas, al cabo de las cuales el médico determinó que mi enfermedad tampoco  podía ser curada allí. El doctor González no diagnosticó infarto del miocardio, tal como se había dicho en la clínica San José, sino que más bien lo descartó sin establecer ninguna  relación de mi mal con el corazón y la aorta, la arteria principal del organismo. Bueno, nada más y nada menos que la aorta, donde también se involucraban los pulmones. Después comprobaríamos la certeza del diagnóstico del médico González, así como también quedó grabado en nosotros su honestidad y ética profesional. El mismo nos recomendó el viaje inmediato a Barquisimeto o a Caracas, donde podríamos obtener  algunos nombres de personas de la medicina que conocieran bien los problemas de la aorta y la solución del complicadísimo asunto. Dijo:

      -"El está muy delicado. Tiene un ANEURISMA EN LA AORTA y debe ser intervenido quirúrgicamente con urgencia. Aquí en Acarigua no hay posibilidades ni recursos médicos para realizar una  operación con esas características”.

     Aneurisma es una dilatación anormal de un sector del sistema vascular, que en mi caso, como ya quedó dicho, estaba localizado en la vena principal del organismo. Un médico conocedor, diría:

     “Tanto en aorta abdominal como en aorta torácica, la rotura de un aneurisma produce un cuadro agudo de shock, con peligro de muerte. La rotura puede sobrevenir mediante un proceso que se llama disección, por el cual la pared de la arteria se rasga a lo largo como  una tela –aneurisma  desecante de aorta-. Este cuadro, cuando se sucede en la aorta torácica, se precede de un intenso dolor torácico similar al de un ataque al corazón, y de una extrema ansiedad o sensación de muerte inminente”. 

      Y agregaría: “los factores de riesgo pueden estar, entre otros: “Tabaquismo, hipertensión arterial, colesterol alto, sexo masculino, enfisema, factores genéticos, obesidad”.

      Es de anotar que cuando mi esposa Miriam salió del consultorio,  después de haberme hecho los análisis, fue abordada por mis familiares y amigos, quienes la aguardaban tensas en las afueras del recinto. Entre otros, estaban Zenaida, Carmen, María del Mar.  Cabizbaja y preocupada en extremo, Miriam les comunicó:

      “El doctor dice que Eduardo tiene un aneurisma”.

      Hubo un silencio por algunos segundos. Carmen, sobresaltada, preguntó:

      ¿Cómo? ¿Un Aneurisma? Y después agregaría dirigiéndose al grupo:

      “Debe ser otra cosa lo que tiene, porque si es así como dice Miriam, estamos en presencia de un problema muy grave”.

      El jueves 10 de abril partimos a la ciudad crepuscular, capital del estado Lara.   Eran las 11:00 de la mañana. Zenaida estaba a la espera de una ambulancia que venía desde Guanare, ya que había hablado con el teniente Godoy, jefe del cuerpo de bomberos de la capital, que disponía de una que estaba equipada con UCI, tal como era requerida. El teniente Godoy había estado de acuerdo con la alcaldesa para el envío. Más, lamentablemente, no cumplió su palabra, y al final nos llegó una de la alcaldía de Turen, que aunque fue muy útil, la verdad era que no tenía las condiciones mínimas para
trasladar a un enfermo en las condiciones en que yo estaba. Ni bombona de oxigeno tenía el destartalado carro, que fue necesario habilitarlo con una vasija en el Hospital Privado de Occidente, donde estaba recluido.
     Sin embargo, en ese vehículo nos fuimos, y de nuevo se nos mezclaba la esperanza con la oscuridad. Pero las dudas y nubarrones las disipábamos con la firmeza en las decisiones y con la fe puesta en Dios. Recuerdo que cuando salíamos de Acarigua hacia Lara, fue cuando tomé conciencia de mi propia realidad y de la gravedad del problema. Ahí mismo le exterioricé a César:

     -"Compadre, la cosa se complicó".

     El no respondió ni asintió, pero su rostro lucía muy preocupado. También me acuerdo que antes de abordar la ambulancia eché una mirada a mi alrededor y vi a mis hijas María del Mar, a María del Valle, a mis yernos Jormy Rodríguez y a Mounir, rodeados de sus pequeños. Ahí estaban Patricia –también conocida como María del Río-, Ángel Eduardo y Jormy Alejandro, quienes me decían adiós con la ingenuidad propia de su edad. Incluso, Ángel Eduardo salió corriendo con intenciones de montarse en la ambulancia. Mis ojos "quisieron llover" al ver aquellos rostros infantiles que tanto quiero, mientras las caras de mis hijas lucían desencajadas y tristes, con el alma y los sueños a punto de quebrarse. Me dije para mis adentros:

      -"¿Los volveré a ver en este mundo?"  Jormy le comentó a María del Mar, a modo de consuelo: -"No te preocupes, él se va a poner bien. Todavía nos quedan muchas arrecheras que pasar con el señor Eduardo".

     Miriam abordó conmigo la unidad. Un grupo de amigos y compañeros de labores estaban ahí también. Vi  a César, a Carmen, a Paulino Jr. y a María Teresa León, entre otros. María Teresa tenía su cara compungida, y de vuelta a su casa se aferró a la imagen sagrada del doctor José Gregorio Hernández. Después me diría:

      -"Cuando te vi partir en aquellas condiciones, me dije que era difícil que volvieras. Por eso no me quedó más remedio que ponerme rezar".

      También logré mirar al Tenor de Acarigua, Pablo Baresco. El también pudo verme y dijo mirándome a la distancia con  ánimo preocupado: -"Cará, se nos enfermó Eduardo".

     Mirian, la profesora compañera de trabajo de mi mujer, estaba igualmente ahí con sus dos hijas. Por otro lado, se embarcaban Zenaida y otros amigos con rumbo a Barquisimeto. El panorama se ensombreció mucho porque se comentó allí en el HPO el altísimo porcentaje de mortalidad que caracterizaba a la enfermedad que fuera diagnosticada por el médico González. La alcaldesa, mujer de corazón sensible, llevaba sus oraciones a flor de labios. Y por si fuera poco, en Acarigua, en la urbanización La Guajira, quedaba la señora Blanca Quintero, a quien le decimos familiarmente "mamá Blanca", con sus peticiones divinas que cruzaban el espacio y llegaban al infinito. "Mamá Blanca" es una mujer de oración y siempre dispuesta a servirle a su prójimo. Muchas cosas me unen a ella: sus hijos Diógenes e Iván, y sus hijas Iris, Mireya, Zoraida y Marbellís. Los conocí a penas llegué a estas tierras maravillosas.

     Cuando mi esposa Miriam Caridad decidió lo del viaje, rápidamente se había comunicado con su hermano Simón -así le decimos familiarmente, pero su nombre propio es Rafael Enrique Guarán-, quien ejerce la medicina en los predios larenses, en el Hospital Central, a donde nos dirigíamos precisamente. Este le dijo resuelto: -"Véngase, hermana. Aquí los espero".

     Es justo reconocer que aquello nos dio esperanza, porque no es fácil llegar a un lugar hospitalario público, que casi siempre están desbordados por los problemas y no se dan abasto en atender a una población de bajos recursos y que no tienen otra alternativa. Sin embargo, Simón constituía una puerta abierta de singular importancia, dada la cercanía afectiva con nosotros y su disposición personal y profesional puesta de manifiesto. Ya él conocía, de modo general, lo referente a mi diagnóstico al ser advertido desde el HPO de Acarigua por una médica que laboraba allí y que lo conocía como facultativo por haber interactuado en  el pasado en cursos de postgrado en la UCLA, conocida universidad de la tierra del tamunangue. Iba a volver en esas condiciones precarias a la tierra de la Divina Pastora y un recuerdo me invadió y fue cuando hace unos años me habían despedido de Radio Cristal, donde ejercía como locutor y me había negado entonces a grabar un comercial donde se involucraba a la Excelsa Señora. Dije con firmeza:

     “Me disculpan, pero mis valores religiosos me impiden hacer un comercial donde esté implícita esa imagen sagrada. Con eso no se comercializa”. Dicho aquello,  ipsofacto me respondieron que esa negativa daba al traste con mi empleo. Y así fue.

     Simón llamó a su padre, Rafael David Paraco, y lo puso al tanto del asunto, en los siguientes términos:

       “Papá, la enfermedad que tiene Eduardo es muy grave y en verdad va a ser  muy difícil que pueda superarse, no obstante haremos todo lo posible.  Aquí los estoy aguardando porque mi hermana Miriam lo trae desde Acarigua para este centro médico”.

      Durante el trayecto a Barquisimeto mi mente estaba llena de cosas tumultuosas en su mayoría y en medio de mi sufrimiento por momentos viajaba rápida y mentalmente a muchos lugares y de pronto se me aparecieron unas imágenes y un sitio que me era conocido. Las figuras eran las de mi padre y mi madre que al sentir mi presencia se dieron media vuelta y pudimos mirarnos de frente. Mi madre, ubicada en primera instancia, fijó su vista en mí y sus ojitos me parecieron muy tristes y preocupados y tendía sus manos en un intento por tomar las mías, pero no lográbamos asirnos. Mi padre estaba un poco más allá y nos veía a los dos con su rostro circunspecto y presto a cualquier movimiento. Entre nosotros soplaba una suave brisa invernal con olor a frutas recién picadas por los pájaros. De pronto me volví niño y salí corriendo con ganas de atrapar un pajarito azul que acababa de posarse en un arbusto, pero mi madre se apresuró y me buscó y ahí sí pudo tomarme, me alzó hasta su pecho y me abrazó. Aquellas imágenes, esas sensaciones y aquel lugar hermoso  desaparecieron como por arte de magia y en instantes volví en mí, justo cuando Miriam puso suavemente sus dedos sobre mis mejillas.

      Llegamos al hospital y ahí estaba esperándonos Simón. Entramos por emergencia, se dispuso de lo necesario y poco después nos asignaron una cama en el segundo piso.  Abajo aguardaban Zenaida y un grupo de amigos atentos ante cualquier encargo que requiriera premura. Ya se habían unido al grupo mis amigos José Fernández -quien fue alertado con una llamada que le hiciera la alcaldesa- y Mario Mora, quienes residen en Lara. Estos dilectos amigos, profesionales de la comunicación social, son dos fraternos compañeros, que a través del tiempo han demostrado un afecto muy especial hacia mi persona, y yo he tratado siempre de corresponderles de igual modo. A Mario lo conocí desde hace  años y había  venido del estado Lara recién graduado de locutor y  laboramos juntos en Radio Acarigua, emisora popular  de Portuguesa.    A  partir de ahí  nos hemos mantenido unidos. A José lo vi en Barinas en un evento musical folclórico y desde ese momento nos sentimos plenamente identificados. De ellos he recibido lealtad y consideración.

      Del Guárico, en específico de Valle de la Pascua, llegaron Beatriz Coromoto y Silvio Salomón Paraco, quienes puestos en aviso por Miriam no dudaron en venirse. Se quedaban preocupados mis compadres Alfonso Y Dulcinea, así como en Las Mercedes del Llano, el "negro" y su familia. Asimismo, Rafael Paraco, padre.

     En el interior del hospital comenzaron las carreras, siempre con la atención de Simón. Este se percató de la gravedad de mi caso y con gran responsabilidad siguió con sus movimientos médicos. Informó a sus colegas y se mantuvo siempre pendiente de aquella situación de emergencia. Mi cama permanentemente estuvo flanqueada, por un lado, Mirian, y por el otro, Beatriz.  A la distancia estaba Silvio Salomón, listo para cualquier cosa que se presentara. Zenaida y algunos de mis copartidarios entraban a cada momento para saber de mi estado de salud y transmitían la información al resto. Fue ordenado un test médico y fui conducido en camilla por José y Mario. Cuando me devolvían a mi lugar, rompí el silencio y les comenté apuntando hacia arriba:

          -"Bueno, a partir de este momento no nos queda sino la esperanza en Dios".

      Ellos asintieron moviendo sus cabezas. Mi dolor se intensificaba a cada rato y me retorcía en mi lecho, y mis cuidadoras -Mirian y Beatriz- corrían detrás de los médicos y enfermeras a suplicarles que me dieran calmantes. Recuerdo con nitidez sus miradas compasivas cada vez que me quejaba. La recomendación de los médicos del hospital era tajante:

          -"El no debe moverse, cada vez que haga cualquier tipo de movimiento corre peligro".

      Aquel médico estaba consciente de que mi aorta podía estar peligrosamente rasgada  y a punto de una abertura que sería fatal. Por eso la recomendación era firme y de allí también  la precariedad de mi estado, acosado por el inmenso dolor que sin cesar aquejaba a mi organismo. Y por qué no exteriorizarlo. En el momento del sufrimiento es muy común añorar con intensidad a la alegría o el bienestar, sin importar cuán cercas estén el uno del otro, como sostiene Khalil Gibrán, en su excelente libro, El Profeta:

     “El dolor y la alegría son inseparables. Vienen juntos y, cuando uno de ellos se sienta con vosotros a vuestra mesa, recordad que el otro está durmiendo en vuestro lecho”.

     Pero, asimismo, pensamos ¿La naturaleza humana no busca o tiene  tendencia a escapar del dolor y el sufrimiento? ¿Y qué  puede decirse de la capacidad instintiva?  ¿Trata de huir de lo que no le es grato?  

      Pasaban los minutos y todos estaban a la expectativa. En las afueras del hospital "Antonio María Pineda", José Fernández, César y Paulino Jr., en medio de sus preocupaciones no cesaban en llamar a todas partes en busca de alguna solución alterna. Habían establecido una especie de "oficina" en un cyber que existe allí. César se comunicó con su primo Juan Carlos Salcedo en Caracas y a través de él se puso en contacto con el doctor Víctor Rodríguez -este había operado recientemente del corazón a su mamá María Teresa- y luego de oírlo le abrió una posibilidad en el Hospital Universitario de Caracas, donde se desempeñaba como jefe de cardiología.

      Era otra ventana de luz que se abría, gracias a Dios. Mientras tanto todas mis posibilidades estaban puestas en Simón. Ya iba a caer la tarde y en los hospitales -es la sensación que me daba- esas horas parecen ser las más tristes. Claro, es un ambiente donde reinan siempre las tensiones, las tristezas y los corazones a cada momento se arrugan. Fue entonces cuando Simón se me acercó y me dijo en tono recriminador:

          -"¿Acaso era para ti difícil conseguir un tensiómetro y verificar tu presión arterial?". -"Dígame eso, y en una alcaldía no pudiste hacerlo. Te digo que  te estás muriendo, ¿acaso no lo sabes? Te queda poco tiempo”.
     Y se separó de la cama con signos de contrariedad. ¿Era de suponer la profunda presión a la que estaba sometido este hombre debido a que las posibilidades desesperadas  de los míos estaban puestas en él? ¿El peso de tamaña responsabilidad y consciente como estaba de mi difícil situación dieron rienda suelta a las emociones? Yo lo miré sin perturbarme y me acomodé en mi lecho. Debo dejar sentado que cuando escuché esas palabras, que supongo eran la cara de la ciencia médica,  dados los resultados de mi evaluación, “algo maravilloso” debió operar en mí debido a que esas terribles referencias que pronosticaban  el final de mi vida, no me asustaron ni me pusieron nervioso y estaban muy lejos de ponerme triste o lloroso, dado el impacto sicológico que esto suele causar en los seres humanos ante la cruda realidad de dejar este mundo “con todo lo que ello significaba”.
      Por  un resquicio de mi mente cruzaron unas interrogantes fugaces que entristecieron mi ser: ¿Qué era lo que había hecho con mi vida? ¿Era esa la forma en que debía vivirla? ¿Y ahora debía rendirla en estas tristes circunstancias? No había duda de que aquello me sucedía a modo de sutil reproche porque muy dentro de mí sabía que había hecho cosas en contraposición con lo que Dios manda. Varias de Sus Leyes no las había cumplido cabalmente. ¿Pensamientos tardíos, quizás? Sépase que somos pecadores y debe comprenderse que como simples mortales nos aferramos a una “especie de vida” con unos “valores” que en vez de acercarnos al Creador, muy por el contrario, nos alejamos de Él. Y como dicen Las Santas Escrituras: “El que esté libre de culpas que lance la primera piedra”.
       Y “Ese Algo Maravilloso” al que me refiero dejaba constancia expresa de que había allí conmigo “Una Presencia muy Especial”.
           ¿El Espíritu Santo, tal vez?    ¡Alabado Sea Dios!
     Y  quede constancia de que esto lo decimos sobrecogidos de una intensa humildad,  asombro  y desprendimiento  y persuadidos de que era muy difícil de explicar por todo lo grandioso y profundo que ello significaba.
      En instantes, Simón me dijo con resolución y como si algo superior le hubiese llegado de repente a la mente y dejando constancia que su espíritu no había cerrado la puerta a la esperanza:
                "! Eduardo, vamos a rezar. Es la opción que tenemos!"
      E improvisó una oración en voz baja que yo repetía. ¿Qué tipo de oración era aquella? Fue un rezo en donde le pedía al Supremo que perdonara mis pecados en aquella hora difícil en que mi vida en la tierra pendía de un hilo y  en donde todo indicaba que debía rendirla y emprender “aquel viaje sublime”; le decía, además, que reconocía su Sagrada Existencia y que si iba a morir debía aceptar su voluntad, en la íntima persuasión de que Él lo podía todo y sus decisiones debían aceptarse sumisamente.
      Era una especie de:
          -"Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra".
     No sabría decirlo, pero en aquel momento cumbre de mi vida, aquel ruego a Dios Todopoderoso produjo en mí una sensación y un estado de confianza que me "elevó" a una situación que podríamos definir como de "nirvana" -es un estado que viven algunas personas donde el dolor está ausente- y todo aquello me "acercó" mentalmente a un lugar hermoso, diáfano y tranquilo, donde ya no temía nada.
       En verdad fue algo extraordinario que me "sacó" por instantes de mi dura realidad. Aquella oración fue un alivio profundo para mi cuerpo y mi alma. Sólo fueron unos segundos, pero quedé gratamente impresionado. ¿Era una señal Divina que llegaba a mi corazón atribulado? ¿Dios había escuchado mis súplicas pronunciadas desde lo más profundo de mi alma en un momento extremo de mi vida terrenal?
       Al imaginarme que aquellas súplicas tuvieran el eco de tan Especial y Alto interlocutor, me estremecí interiormente. Miré hacia el techo del hospital con deseos de que mi mirada lo traspasara y llegara hasta las alturas. Hasta el infinito. Hasta el Cielo mismo.

Comentarios

  1. que momentos auellos tan dificil todavia los recuerdo y no puedo contener mis lagrimas pero gracias a nuestro Dios estas con nosotros Eduardo Correa

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  2. que momentos auellos tan dificil todavia los recuerdo y no puedo contener mis lagrimas pero gracias a nuestro Dios estas con nosotros Eduardo Correa

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