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Dios salvó mi vida 4




          -"No se hable más, marchémonos a la policlínica Barquisimeto que el tiempo es oro".

      Al oír esto debemos imaginarnos la satisfacción interna de Simón, quien  veía ahora un camino más despejado y en el cual este hombre podía hacer mucho más sin los obstáculos con que habíamos tropezado, y al instante se puso en contacto con unos doctores con los que había trabajado y que conocían bien lo relacionado con los problemas de la aorta. Y allí adquiría importancia la determinación de la alcaldesa para dirigirnos en esa dirección. Otra vez a mudarnos. Ni cortos ni perezosos el equipo se puso de inmediato en movimiento. Como se dice en el llano "recoja pa´ que nos vamos". Ahora requeríamos una ambulancia al no haber disponible en mi lugar de reclusión –cosa rara en un hospital público, ¿verdad?-. José, Mario y Gladis partieron a buscar una y se dirigieron directamente a la clínica Ascardio a alquilarla.

      Allí se vieron con una médica de la institución, quien recibió la explicación y la urgencia del caso, y aún así, de modo increíble, se negó rotundamente al alquiler. José insistió, pero de nuevo la respuesta fue negativa:

          -"No se puede". Fernández le dijo entonces:

          -"Esta bien, doctora, de todos modos muchas gracias. Esto era una emergencia y un acto de humanidad al cual usted se ha negado".

      Que puede decirse sobre esto. Así andamos y así se comporta  alguna gente en este país. Pero una luz los alumbró y la ambulancia provino de la alcaldía de Iribarren, a través de una solicitud que le hiciera José Fernández a un amigo común de nombre José Luis González, quien laboraba  allí en el campo del periodismo. A José Luis lo conocí en radio Cristal, en Barquisimeto, donde laboramos juntos en los noticiarios y los musicales de esa emisora. Hicimos buena amistad y nos veíamos eventualmente, ya idos de esa radio. Por eso, conocida su bondad no tardó en responderle a José:

         

           -"Como no, enseguida enviamos esa ambulancia para mi amigo Correa".

   
     En minutos llegó al hospital y con la urgencia del caso la abordamos. Buena parte de mi familia y un número importante de mis amigos rodearon el vehículo colaborando con lo necesario. Segundos antes de partir los miré a casi todos, en silencio. Me volví a medias cuando alguien me gritaba, ya con el carro en movimiento:

          -"Tranquilo Eduardo, que aquí estamos todos". Era mi amiga  Gladis Bastidas, esposa de Mario Mora y madre de María Antonieta y María Virginia, dos muchachitas que aprecio en demasía. Adentro, en la ambulancia, me acompañaban Mirian y Simón. Este dijo, ante la observación que alguien hizo respecto de que yo no podía ir sin acompañamiento médico: -"No hay problema, aquí estoy yo". Y acto seguido subió.

     Era el día 11 de abril de 2008. De una vez me admitieron en la policlínica de Barquisimeto y en segundos ya estaba en la UCI. Ya Simón había hecho contacto con uno de los médicos, e incluso tuvo que ponerse su bata y dirigirse a un quirófano en virtud de que el galeno solicitado estaba practicando una operación. Allí hablaron y se pusieron de acuerdo. María del Mar y María del Valle fueron a comprarme ropa propia de esas cosas y al rato llegaron con unos monos, franelas y pantalones cortos. Por cierto, uno de esos monos tuvo que ser roto por una doctora para evitar que yo me moviera. Al saberlo María del Mar, dijo:

          -"Cónchale, rompieron el mono nuevo". Volvieron los exámenes y más exámenes. Los médicos que me recibieron estuvieron siempre atentos y movilizados en mi caso. Allí estaban los doctores Laura Riera, Iván Bonillo y José Miguel Martínez, expertos en cardiología y además Bonillo era Especialista en Aorta. Aquí es preciso decir que  habíamos salido de la triste experiencia  que tuvimos en el Antonio María Pineda, respecto de algunos médicos que se caracterizaron por su mercantilismo y escaso profesionalismo, y entrábamos a otra que prometía mucho, según se desprendía de la positiva acogida que nos dieron en el nuevo lugar, en especial de los doctores Riera, Bonillo y Martínez, que posteriormente se evidenciaría con creces en los vitales días que nos tocó compartir con ellos.  

      Luego de una revisión exhaustiva, milimétrica y docta, se establecieron los caminos a seguir. Los pronósticos seguía siendo muy delicados, porque se argumentaba que mi enfermedad no era común y si muy complicada y demasiado peligrosa. Al extremo de hablarse de porcentajes muy bajos de supervivencia para este tipo de males. A esta altura de la situación ya estaba descartada -por parte de los nuevos médicos tratantes- la intervención u operación de tórax abierto que se había planteado en el hospital de Barquisimeto y que de hecho hubiese aumentado de modo considerable los riesgos operatorios. Por cierto, cuando explicaron esto a Mirian, María del Mar, Beatriz Coromoto, Zenaida y Silvio Salomón, entre otros, quedaron impresionados y asustados ante los detalles.

      Miriam me diría después:

          -"Cuando escuché aquello que te harían no pude contener mis lágrimas y estuve casi al borde del desmayo. Fue algo muy crudo escuchar eso de abrir tu pecho, cortarte varias venas, de las cuales saldría mucha sangre que no podría controlarse fácilmente. Allí reinó entre nosotros un silencio  sepulcral al oírlo. Yo estaba muy asustada. Y pensar que en ese hospital apenas duramos 24 horas que a mí me parecieron un siglo".

       Pero  además de lo anotado, esa intervención invasiva podía generar daños colaterales peligrosísimos y que en caso de salir airosos o con éxito  -que ya de por sí sería algo extraordinario-, podía quedar afectado de insuficiencia renal, severas secuelas pulmonares y parálisis de algunos miembros, como piernas o brazos. Imaginemos, entonces, las dimensiones devastadoras de este delicado asunto. Ya dijimos que en la policlínica fue desechado este modus operandi.

       Aquel viernes 11 y sábado 12  de abril, fueron de esperanzas ciertas. Sin embargo, las tensiones siempre se mantuvieron intactas dada la gravedad de la enfermedad. Desde ese día comenzaron a llenar, buena parte de mis familiares, amigos y conocidos, una placita que estaba en los alrededores de la policlínica de Barquisimeto. Desde Acarigua vino mucha gente, a la que se unieron mis fraternos de Lara. Los Rivas, encabezados por la señora María, Jesús, Mary, Consuelo y Dilcia, marcaron pauta en la preocupación y en los ruegos de que todo saliera positivo. De Duaca, el que no podía venir mandaba sus palabras de aliento. Claro, como ya hemos anotado, hubo un equipo permanente con una dirección colectiva, que prácticamente se mudaron para la clínica y apenas iban a dormir a sus casas. He aquí algunos nombres: Zenaida, María del Mar, María del Valle, Miriam, Beatriz Coromoto, Salomón, Consuelo, Dilcia, mi comadre Reina Salas, Carmen Linárez, César, Mario, José, Paulino, Duran y Mirian Vargas, Nelson, Desiré y su esposo Luis con su pequeño Luis Ángel a cuestas, entre otros. Estos se alternaban con María Carla, Yurmary Calderón, Maribel, Celis Falcón, José Armando Mora.

       Es de hacer notar que la familia Linárez Acosta  mantuvo  su  atención ante mi problema. Rafael y José Gregorio, amigos y compañeros de siempre,  estuvieron  pendientes, así como la señora Ana. Mi compadre José Gregorio -yo le bauticé al pequeño y vivaz José Leonardo, me comentaría después que había alertado a su querida hija, Iriana Alexandra, quien cumpliría años en esos días y preparaba una reunión para el festejo, en los siguientes términos paternales:
        -"Hija, me dicen que mi compadre Eduardo está muy grave. Ya usted sabe, si mi compadre se llega a morir aquí no habrá ninguna fiesta".
   Mi comadre Nioska también escuchaba atenta y preocupada por mi situación. Desde Acarigua nunca faltaron las oraciones de la señora Quintero, de Iris y las de Beida Silva. Para ese momento mi familia de Valle de la Pascua ya estaba en cuenta de la situación, así como los de San Juan de los Morros, los de Cagua, y los de San Félix y Puerto Ordaz. De valencia, mi hermano Evaristo Antonio hizo viaje y se trajo a dos acompañantes especiales: a mis sobrinos Evaristo Simón -quien también es mi ahijado- y a José Luis, a quien le decimos "pepe". Seguro venían por el camino con la venia cristiana de mi comadre y cuñada María Mercedes Vásquez. Queda tácito que los teléfonos celulares nunca dejaron de recibir mensajes y llamadas de todas partes. Me refiero a los del equipo permanente.

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