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Carta a JJ. Briceño, postmorten




Carta a JJ. Briceño, postmorten


Por  Eduardo Correa

      

       Amigo, lo primero que a uno le llega a la mente,  es que no podrás  leer esta carta, pero, en verdad,  ¿quién podría asegurarlo, sabiendo que para Dios, en el que creemos fervientemente, no hay imposibles? Fueron muy pocas las veces  que tú y yo conversamos,  pero fueron  muchas las veces  que nos veíamos en reuniones sociales o políticas o de cualquier índole, y no cruzábamos mas que el obligado saludo. Tal vez, las palabras que intercambiábamos en esas pocas ocasiones que compartimos pudieron  llenar  todo ese tiempo en que no ocurría intercambio verbal alguno. Claro, mucha diferencia había entre nosotros respecto de tu andar social, político y económico, pero de algún modo nuestros caminos se juntaban por una u otra particularidad. La primera vez que estuvimos cerca  fue casual –o causal, podría decirse mejor- y aunque el motivo que produjo ese encuentro, rápido por lo demás, fue por un reclamo mío, que debo advertir que no iba dirigido a ti, sino a una persona que te acompañaba y que era tu amigo, y que ese afecto tuyo  había proferido unas palabras de mal gusto,  sin  sustento y fuera de contexto, que debía aclararse,  y aunque es probable que aquella situación fuese intrascendente,   tu estabas allí cual testigo del tiempo y asentías dejando  aquella   razón circunstancial de mi lado. Pero lo más importante de todo ello, sin desestimar  que aprobaras mi argumento y rechazaras el de tu amigo de toda la vida –el que te acompañaba en ese instante-,   es que quedó grabado para siempre en mi memoria esa  actitud tuya conciliadora y de apoyar lo justo y lo razonable, sin que dieras de baja la gentileza y el sano humor que era indiviso en tu personalidad,  conductas estas,  que con el correr de los años, formó parte de tus lemas de vida y que yo bien pude apreciar y confirmar  después,  en un trato y una comunicación que se tornó menos  eventual. Y de estos asuntos no puedo ser yo un testigo de excepción, porque toda la gente que te conoció y trató –y mire que fueron incontables-, bien pueden atestiguarlo.     



        Ahora te marchas dejando todas tus almas familiares y amigas muy tristes, pero al mismo tiempo esas almas buscan  llenar ese gran vacío que dejas con el positivo saldo de vida que nos legas, así como a la sociedad toda. Fueron muchos tus logros personales que sin egoísmo extendiste hacia tus semejantes, bien como médico, bien como actor social, bien como empresario, bien como padre y amigo. Tuviste una clara noción de patria terrenal y a ella te dedicaste de mil maneras en un incansable accionar político y social, pero, sabías, estoy seguro,  que estabas “abonando el terreno” para marcharte a la patria definitiva que está en el Cielo, donde no hay sinsabores ni dolor ni desesperanza, y  el deseo más intimo propio, es que en ese lar sagrado seas recompensado por el mismísimo Hacedor, quien por la fe y por las obras nos da la victoria eterna.  Ya no veremos más “al viejo JJ.”, como muchos te llamaban, pero te ganaste el corazón de los que tuvimos el honor de conocerte  y  que quedamos todavía aquí en la tierra, y ahí vivirás, hermano, en esos corazones, hasta que nos toque a cada uno de nosotros emprender ese viaje sublime, y sin discusión alguna, cuando Dios lo disponga, y que ojalá no subamos con “las manos vacías”. Tu no moriste, simplemente cambiaste de morada, como bien apuntaba el trovador insigne que fue Facundo Cabral y con el que te verás allá arriba en clara contemplación de algo tan grande, tan hermoso y tan tranquilo, que no hay palabra humana que  pueda describirlo con toda certeza y con toda la majestuosidad y la maravilla que es.



       Puedes ir tranquilo, amigo. Le cumpliste a los tuyos y a tus semejantes, y eso es mucho decir en un mundo terreno donde abunda el individualismo y se enseñorea la maldad y las malas costumbres. No fuiste el hijo pródigo de la  Sagrada Escritura, ni el cuervo que se devora la simiente plantada por el Sembrador y  estuviste  años luz de ser un Caín o un judas Iscariote. Fuiste lo que quisiste ser, y es de presumir que tu camino no estuvo exento de las zarzas y de los espinos que son comunes al emprendedor, pero que la fe puede sortear y permitir  llegar a buen puerto. Fuiste un buen bolivariano y diste prueba cabal de lo que dijo el caraqueño ejemplar referido a la amistad: “La amistad tiene en mi corazón un templo y un tribunal, a los cuales consagro mis deberes, mis sentimientos y mis afectos”.  Y aquí terminamos con una expresión del cantor  Alberto Cortez, cuando dice: “Cuando un amigo se va, queda un tizón encendido,  que no lo puede apagar ni las aguas de un rio”.

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