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¿Por qué dimos de baja la concordia?


¿Por qué dimos de baja la concordia?

Por  Eduardo Correa

       Mis padres, en el barrio Guamachal de Valle de la Pascua, hace mucho tiempo atrás, usaban seguido el término “concordia”. Ante cualquier dificultad, por pequeña que esta fuese, dentro o fuera del hogar, llamaban siempre a la concordia, a la unión, a ponerse de acuerdo unos con otros con miras a vivir bien, según aseguraban. Esa era su divisa. “Muchachos, vivan en concordia, dejen la peleadera que eso no conduce a nada bueno, a no ser problemas y conflictos”. Y así como ellos, la mayoría de los padres del barrio. Y yo no recuerdo que algún problema entre vecinos, que alguna vez ocurrían, hubiese desatado un altercado mayor y que dejase un mal resultado que lamentar. No, ante cualquier esporádico “atajaperros” de inmediato llamaban a la concordia y nunca “la sangre llegaba al río”. Y la clave no era otra cosa que la convivencia pacífica. El común acuerdo y el consentimiento entre los adultos, era lo que prevalecía ante todo.
      
Y es por eso que el título de este escrito tiene un dejo de nostalgia.  Porque entonces, en la barriada, se vivía  bajo la égida de la concordia.  Era algo en lo que se creía. Pero, la concordia fue dada de baja y ya no existe en el barrio más humilde ni en el círculo social más alto, sea este cual fuere. Y sin concordia, respeto, paz y  justicia no hay barrio que progrese. Ni ciudad. Ni país tampoco. Y en mi barrio de ayer no había eso que se llama “solidaridad automática”. No señor. Por ejemplo, si un muchacho llegaba a casa llorando o con cualquier golpe menor o una dificultad ligera, que era la norma por la época, el papá o la mamá no desenfundaba un “chopo” o buscaba la macana, el mandador o el machete para ir en busca del agresor sin mediar palabra alguna. Bajo ninguna excusa sucedía eso. Y no escuchaban solo el argumento del hijo lloroso o en problemas, sino que optaban por averiguar la realidad del asunto y zanjaban de mutuo acuerdo y con el debido respeto. Y la comunidad seguía su curso con toda normalidad. Era como si dijesen: “Ya tenemos problemas de envergadura que resolver, que tienen que ver con los afanes del diario vivir, para ponernos a pelear por tonterías de muchachos”. Y si era el caso en que el zagaletón llegase a casa con un objeto por poco que costase, debía demostrar con creces como lo había obtenido y ante cualquier duda tenía que vérselas con el jefe del hogar. Lo mismo era si se trataba de dinero. Cero alcahuetería, fuese lo que fuese y el monto o la cantidad de la cosa.
      
Y es claro que algunos dirán que ahora las cosas no son como antes, y tienen sobradas razones, obviamente. Las cosas no son como antes porque lo social, lo económico y lo político impusieron sus reglas desde hace mucho y a la concordia la dieron de baja. El modernismo, la moda, el dinero, el bonche y el poder a ultranza son “el pan nuestro de cada día”, como se dice en el argot popular y además exacerbadas por los modernísimos e incontenibles medios de comunicación que lo absorben todo. Y cualquier historia o remembranza como la que acabo de hacer suena hueca, de poca importancia o fofa ante los oídos de muchos. La vida rauda aniquiló la paz ciudadana y su lugar lo ocupó la ambición desmedida en todos sus estamentos y una especie de locura colectiva parece apoderarse de todo y de todos. Los padres de ahora trabajan a tiempo completo y los hijos recién nacidos van a los albergues apenas de meses y los progenitores azorados y cansados por el diario trajinar disponen de poco tiempo para atenderlos. Es la vida moderna en su más absoluta expresión y eso no hay quien lo cambie. Y lo arrastró todo. Y la concordia se marchó sin decir a donde iba. 

       

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