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Dios salvó mi vida -Nueva edición

Dios salvó mi vida




Por Eduardo Correa



Y dijo Jesús: “Lázaro: ¡Levántate y anda!


Vi una luz en el cielo

Vi una luz en el cielo
brillante y muy hermosa
y a pesar de su misterio
era tierna y candorosa,
aquella claridad Divina
formó un recinto de amor
y con acción cristalina
¡de pronto apareció DIOS!

Esa figura Grandiosa
me hizo sentir rubor
también esa luz hermosa
me llegó al corazón,
me sentí maravillado
y más creció mi inquietud
al ver al PADRE alabado
en compañía de JESÚS.

Mi alma sintió gratitud
y fue mayor mi alegría
porque con Dios y Jesús
estaba la VÍRGEN MARÍA,
la luz se iba extinguiendo
y el cielo se oscureció,
las imágenes se fueron
y mi alegría se terminó.

Las figuras al marcharse
dijeron en coro Bendito:
-“con Amor inquebrantable
habrá un mundo distinto”.


                                                                                Por  Eduardo Correa.









Prefacio


Primero, permítannos una reflexión. ¿Envió Dios, Nuestro Señor, a sus queridos Ángeles a ponerle remedio a una situación de peligro extremo al que estaba sometido un simple mortal en la tierra? ¿Esos especialísimos espíritus celestes cumplían nuevamente una Misión del Supremo y Todopoderoso? ¿Su Poder infinito e inconmensurable se hacía presente, una vez más, como prueba irrefutable de Su Bondad y Existencia Gloriosa en un mundo de pecadores? En la breve historia que vamos a contarles, creemos firmemente que Dios estuvo allí y lo decimos con mucha humildad, responsabilidad y con el agradecimiento eterno de haber sentido y experimentado muy de cerca esa Divina Presencia, y llenos de fe en la Gloria del Señor.

¿Cuál es la intención de este libro? Simplemente decimos, con el debido respeto que tenemos por lo sagrado y henchidos de emoción, como dijo San Rafael Arcángel, uno de los siete que están delante del Señor y que, justo después de guiar y socorrer a Tobías, padre e hijo, ante la pregunta de cómo agradecer aquello bueno que les había traído, les respondió: “Bendecid a Dios del Cielo y dadle gracias ante todo, porque ha usado  con vosotros de su misericordia. Bendecidle y cantad sus alabanzas”.





Este es el relato:



Contenido
Primer capitulo
“El inenarrable dolor era como si proviniera de una espada, la del tipo samurái, y era como si me hubiese cortado en dos”.
Segundo capitulo  
"Cuando te vi partir en aquellas condiciones, me dije que era difícil que volvieras. Por eso no me quedó más remedio que ponerme rezar".
Tercer capítulo 
"¿Acaso era para ti difícil conseguir un tensiómetro y verificar tu presión arterial?". "Dígame eso y en una alcaldía no pudiste hacerlo. Te digo que  te estás muriendo, ¿acaso no lo sabes?
Cuarto capítulo 
Y los médicos dijeron: “No podemos hacer nada, lo lamentamos”.
Quinto capítulo  
"Cuando escuché aquello que te harían no pude contener mis lágrimas y estuve casi al borde del desmayo. Fue algo muy crudo escuchar eso de abrir tu pecho, cortarte varias venas, de las cuales saldría mucha sangre que no podría controlarse fácilmente. Allí reinó entre nosotros un silencio  sepulcral al oírlo. Yo estaba muy asustada. Y pensar que en ese hospital apenas duramos 24 horas que a mí me parecieron un siglo".
Sexto capítulo 
"Podemos anunciarles que el implante fue colocado y la operación ha sido exitosa. El paciente se encuentra bien".
Séptimo capítulo
 "No olvides nunca que en tu caso estuvo involucrado el Ser Supremo".




 Dios salvó mi vida

Capitulo uno


Esa noche la avenida 31, una de las principales vías públicas de la ciudad de Acarigua, lucía un tanto tranquila sin el frenético transitar de vehículos y personas como suele suceder en horas más tempranas. Eran las 8:00 de la noche del día martes, 8 de abril de 2008. El cielo estaba completamente despejado. Allá arriba, a lo lejos, podía mirarse una diminuta estrella que al fijar la vista por segundos  tendía a ocultarse. Me encontraba en esa ancha vía, lugar céntrico por lo demás, esperando, como solía hacerlo, a mi amigo y compadre César León. Después de la faena diaria acostumbrábamos a reunirnos para comentar algunos hechos o simplemente para distraernos con alguna bebida. Ese día César se retrasó. Pocos minutos después lo divisé cuando se acercaba. Y fue justo en aquel momento cuando fui presa de un fuerte y terrible dolor en la espalda. Casi me quebré, trastabillé y logré sujetarme a la camioneta que hacía una hora había aparcado cerca del negocio de "Doña Chela". El inenarrable dolor era como si proviniera de una espada, la del tipo samurái, y era como si me hubiese cortado en dos. Así de terrible lo sentí.

Dominado por el padecimiento se apareció mi compadre, y logré articularle algunas palabras donde le pedía que abordáramos el vehículo con urgencia. El se percató de mi dolor y me preguntó: “¿A dónde le doy, hermano?". Y le contesté con voz entrecortada: "¡Al hospital, compadre, rápido!". Retorciéndome de dolor me acosté en el asiento de atrás rumbo al nosocomio local. Al llegar a las adyacencias notamos que había muchas personas en la emergencia y decidimos seguir hasta mi residencia. El dolor iba en aumento. Estando en la casa de inmediato llegó mi esposa Miriam Caridad a quien le habíamos avisado de la situación. Al principio creíamos que el dolor era muscular y de allí que llamáramos a la vecina Betsaí, experta en masajes, para que nos diera uno. Así ocurrió, pero el sufrimiento no cedía. Entonces intervino Miriam y en tono firme dijo: "Eduardo, mejor nos vamos a la clínica porque esto ya me está preocupando mucho".

Después de vencer mi resistencia -siempre he sido reacio a los médicos y hospitales- llamamos a Mirna, otra vecina y amiga, y nos llevó en su carro a la clínica San José. Por el camino me retorcía de sufrimiento casi al punto del desmayo. Eran claros los sollozos de Miriam y Betsaí. Cuando llegamos al sitio "me sacaron en brazos de amigos". Acostado en una camilla me aplicaron morfina y al cabo de un tiempo aminoró mi padecimiento. En las primeras de cambio los médicos de allí diagnosticaron un infarto del miocardio y reconocieron carecer de los recursos para atender semejante enfermedad. De inmediato alguien de la clínica agregó: "Él no puede permanecer en esa camilla. Deben retirarlo de ahí porque la necesitamos por si algún paciente llega". Muchos creyeron escuchar la expresión “por si algún cliente llega”. Es decir, casi que me echan de allí, ¿Sería porqué ya no les era productivo?

En medio de todo aquello de pronto se apareció mi amiga y compañera de trabajo Zenaida Linárez Acosta, alcaldesa del municipio Páez, en Acarigua. Todos se preguntaban: ¿Cómo llegó Zenaida tan rápido? ¿Quién la llamaría? ¿Cómo sabría de esto? Después nos enteraríamos que un amigo anónimo a quien no vimos al momento de llegar a la clínica por las razones mismas del terrible momento que vivíamos le comunicó a la primera autoridad del municipio, conociendo nuestra muy cercana relación, el problema suscitado. El personaje desconocido no era otro que mi amigo Naudy Suárez, a quien conocía desde hace tiempo al calor de la lucha social y con quien había trabado una buena amistad. Naudy le dijo a la alcaldesa: “Zenaida, acaban de traer a Correa a la clínica San José y por la forma como lo bajaron creo que llegó infartado". Bueno, lo cierto del caso es que a partir de aquel momento en la clínica San José, Zenaida se convirtió en adalid de las siguientes acciones que estarían caracterizadas por el dolor, la angustia, las lágrimas y la desesperación. Zenaida se convirtió en algo así como "Mi Ángel Protector". En algunas mentes debe haber cruzado la idea o el decir del llano cuando alguien se aparece justo en un momento de necesidad: "A ella nos la mandó Dios".

Y Claro está que junto a la alcaldesa compartían las acciones mi esposa Miriam, mis hijas María del Mar y María del Valle, esta última había llegado de inmediato de Barquisimeto y cuando le contó María del Mar, hubo de aparcar el vehículo que conducía a un lado de la vía y superar momentáneamente la especie de shock que le sobrevino de inmediato al saber la noticia. Además fueron juntándose un grupo de amigos y compañeros de trabajo que de modo desprendido  coadyuvaban a llevar "las cargas". Recuerdo que antes de presentárseme el dolor, unas horas antes, sostuve una larga conversación con mi dilecta amiga Carmen Linárez, quien es hermana de Zenaida y laboramos juntos en el Instituto Autónomo de Cultura del Municipio Páez. Hablamos de cosas cotidianas y en especial acerca de las últimas lecturas ya que a ella nunca le falta un libro de cabecera. Después supe de su gran sorpresa al enterarse de lo que me sucedía y me agregarían que de inmediato se incorporó al grupo asistencial.

A todas estas en la clínica San José no podíamos seguir por lo que dijimos antes. Zenaida dijo: "Vayamos de inmediato a la clínica HPO, acabo de hablar con un cardiólogo amigo y nos está esperando". Y marchamos hacia allá en la ambulancia de la alcaldía de Páez. Entre angustias y esperanzas, entre dolores y miedos. Ahí no más estaba esperándonos el médico que no era otro que el conocido Néstor González. De inmediato se me hicieron las observaciones y los exámenes de rigor. Me metieron en unos grandes aparatos médicos modernos. El dolor era insistente, pero en la UCI me lo calmaban. Al ingresar a ese recinto me acompañaba también mi comadre Aída Durán, quien es enfermera y conocía a la que me estaba atendiendo. Comenzaron a despojarme de la vestimenta y trataron de romper la camisa que cargaba. Al momento les grité: "No me la rompan que esa camisa es la dominguera". Ellas se asombraron al escuchar aquello y debía ser porque provenía de una persona que estando en un estado crítico sacaba fuerzas para decir aquello. Al llegar a mi ropa interior me negué rotundamente a que me la quitaran. La enfermera dijo: "Hay que hablar con alguien porque este hombre no se deja desvestir".

Capitulo dos



Tuvieron que pedirle ayuda a mi esposa para que me convenciera y ahí si desistí de mi terquedad. Fueron muchos los amigos y conocidos que se acercaron al lugar para conocer de cerca mi estado de salud. Recuerdo a Darío Valero, a nuestra vecina Nilda, a Carlos José Ojeda, quien es el cronista oficial de Acarigua, y a Paulino Ferrer, padre, ex atleta olímpico. Ojeda, desenvuelto como es y dada la confianza que nos tenemos, me dijo para levantarme el ánimo: "Yo sé que tú te vas a levantar de ahí y pronto estaremos echándonos una". Paulino agregó: -"Vos vais a pararte, yo que te lo digo". Allí permanecí unas 48 horas, al cabo de las cuales el médico determinó que mi enfermedad tampoco  podía ser curada allí.

El doctor González no diagnosticó infarto del miocardio, tal como se había dicho en la clínica San José, sino que más bien lo descartó  y estableció la relación de mi mal con la aorta, la arteria principal del organismo. Bueno, nada más y nada menos que la aorta, donde también se involucraban los pulmones. Después comprobaríamos la certeza del diagnóstico del médico González, así como también quedó grabado en nosotros su honestidad y ética profesional. El mismo nos recomendó el viaje inmediato a Barquisimeto o a Caracas, donde podríamos obtener  algunos nombres de personas de la medicina que conocieran bien los problemas de la aorta y la solución del complicadísimo asunto. Dijo: "El está muy delicado. Tiene un ANEURISMA EN LA AORTA y debe ser intervenido quirúrgicamente con urgencia. Aquí en Acarigua no hay posibilidades ni recursos médicos para realizar una  operación con esas características”.

 Aneurisma es una dilatación anormal de un sector del sistema vascular, que en mi caso, como ya quedó dicho, estaba localizado en la vena principal del organismo. Un médico conocedor, diría: “Tanto en aorta abdominal como en aorta torácica, la rotura de un aneurisma produce un cuadro agudo de shock, con peligro de muerte. La rotura puede sobrevenir mediante un proceso que se llama disección, por el cual la pared de la arteria se rasga a lo largo como  una tela –aneurisma  desecante de aorta-. Este cuadro, cuando se sucede en la aorta torácica, se precede de un intenso dolor torácico similar al de un ataque al corazón, y de una extrema ansiedad o sensación de muerte inminente”. Y agregaría: “Los factores de riesgo pueden estar, entre otros: “Tabaquismo, hipertensión arterial, colesterol alto, sexo masculino, enfisema, factores genéticos, obesidad”.

Es de anotar que cuando mi esposa Miriam salió del consultorio,  después de haberme hecho los análisis, fue abordada por mis familiares y amigos, quienes la aguardaban tensas en las afueras del recinto. Entre otros, estaban Zenaida, Carmen, María del Mar. Cabizbaja y preocupada en extremo, Miriam les comunicó: “El doctor dice que Eduardo tiene un aneurisma”. Hubo un silencio por algunos segundos. Carmen, sobresaltada, preguntó: ¿Cómo? ¿Un Aneurisma? Y después agregaría dirigiéndose al grupo: “Debe ser otra cosa lo que tiene porque si es así como dice Miriam estamos en presencia de un problema muy grave”.

El jueves 10 de abril partimos a la ciudad crepuscular, capital del estado Lara. Eran las 11:00 de la mañana. Zenaida estaba a la espera de una ambulancia que venía desde Guanare ya que había hablado con el teniente Godoy, jefe del cuerpo de bomberos de la capital, que disponía de una que estaba equipada con UCI, tal como era requerida. El teniente Godoy había estado de acuerdo con la alcaldesa para el envío. Más, lamentablemente, no cumplió su palabra, y al final nos llegó una de la alcaldía de Turen, que aunque fue muy útil, la verdad era que no tenía las condiciones mínimas para trasladar a un enfermo en las condiciones en que yo estaba. Ni bombona de oxígeno tenía el destartalado carro, que fue necesario habilitarlo con una vasija en el Hospital Privado de Occidente, donde estaba recluido. Sin embargo, en ese vehículo nos fuimos y de nuevo se nos mezclaba la esperanza con la oscuridad. Pero las dudas y nubarrones las disipábamos con la firmeza en las decisiones y con la fe puesta en Dios. Recuerdo que cuando salíamos de Acarigua hacia Lara fue cuando tomé conciencia de mi propia realidad y de la gravedad del problema. Ahí mismo le exterioricé a César: "Compadre, la cosa se complicó". El no respondió ni asintió, pero su rostro lucía muy preocupado.

También me acuerdo que antes de abordar la ambulancia eché una mirada a mi alrededor y vi a mis hijas María del Mar, a María del Valle, a mis yernos Jormy Rodríguez y a Mounir, rodeados de sus pequeños. Ahí estaban Patricia –también conocida como María del Río-, Ángel Eduardo y Jormy Alejandro, quienes me decían adiós con la ingenuidad propia de su edad. Incluso, Ángel Eduardo salió corriendo con intenciones de montarse en la ambulancia. Mis ojos "quisieron llover" al ver aquellos rostros infantiles que tanto quiero mientras las caras de mis hijas lucían desencajadas y tristes con el alma y los sueños a punto de quebrarse. Me dije para mis adentros: "¿Los volveré a ver en este mundo?"  Jormy José le comentó a María del Mar, a modo de consuelo: -"No te preocupes, él se va a poner bien. Todavía nos quedan muchas arrecheras que pasar con el señor Eduardo". ¿Por qué diría mi yerno esa última palabra subida de tono en un momento como ese? Aun me lo sigo preguntando.

Miriam abordó conmigo la unidad. Un grupo de amigos y compañeros de labores también estaban alrededor del vehículo expectantes. Vi  a César, a Carmen, a Paulino, hijo y a María Teresa León, entre otros. María Teresa tenía su cara compungida, y de vuelta a su casa se aferró a la imagen sagrada del doctor José Gregorio Hernández. Después me diría: "Cuando te vi partir en aquellas condiciones, me dije que era difícil que volvieras. Por eso no me quedó más remedio que ponerme rezar". También logré mirar al Tenor de Acarigua, Pablo Baresco. El también pudo verme y dijo mirándome a la distancia con  ánimo preocupado: -"Cará, se nos enfermó Eduardo". Mirian, la profesora compañera de trabajo de mi mujer, estaba igualmente ahí con sus dos hijas. Por otro lado, se embarcaban Zenaida y otros amigos con rumbo a Barquisimeto.

El panorama se ensombreció mucho porque se comentó allí en el HPO el altísimo porcentaje de mortalidad que caracterizaba a la enfermedad que fuera diagnosticada por el médico González. La alcaldesa, mujer de corazón sensible, llevaba sus oraciones a flor de labios. Y por si fuera poco, en Acarigua, en la urbanización La Guajira, quedaba la señora Blanca Quintero, a quien le decimos familiarmente "mamá Blanca", con sus peticiones divinas que cruzaban el espacio y llegaban al infinito. "Mamá Blanca" es una mujer de oración y siempre dispuesta a servirle a su prójimo. Muchas cosas me unen a ella: sus hijos Diógenes e Iván, y sus hijas Iris, Mireya, Zoraida y Marbellís. Los conocí apenas llegué a estas tierras maravillosas.

Cuando mi esposa Miriam Caridad decidió lo del viaje, rápidamente se había comunicado con su hermano Simón -así le decimos familiarmente, pero su nombre propio es Rafael Enrique Guarán-, quien ejerce la medicina en los predios larenses, en el Hospital Central, a donde nos dirigíamos precisamente. Este le dijo resuelto: -"¡Véngase, hermana. Aquí los espero!". Es justo reconocer que aquello nos dio esperanza, porque no es fácil llegar a un lugar hospitalario público, que casi siempre están desbordados por los problemas y no se dan abasto en atender a una población de bajos recursos y que no tienen otra alternativa. Sin embargo, Simón constituía una puerta abierta de singular importancia, dada la cercanía afectiva con nosotros y su disposición personal y profesional puesta de manifiesto.

Ya él conocía, de modo general, lo referente a mi diagnóstico al ser advertido desde el HPO de Acarigua por una médica que laboraba allí y que lo conocía como facultativo por haber interactuado en el pasado en cursos de postgrado en la UCLA, conocida universidad de la tierra del tamunangue. Iba a volver en esas condiciones precarias a la tierra de la Divina Pastora y un recuerdo me invadió y fue cuando hace unos años me habían despedido de Radio Cristal en donde ejercía como locutor y me había negado entonces a grabar un comercial donde se involucraba a la Excelsa Señora. Dije con firmeza:

“Me disculpan, pero mis valores religiosos y mi fe me impiden hacer un comercial donde esté implícita esa imagen sagrada. Con eso no se comercializa”. Dicho aquello,  ipsofacto me respondieron que esa negativa daba al traste con mi empleo. Y así fue. Sin más me despidieron. “Y como peón de fábrica”, como dicen en mi pueblo cuando despiden a alguien “sin protesto y sin arreglo”.


 Capitulo tres



Simón llamó a su padre, Rafael David Paraco, y lo puso al tanto del asunto, en los siguientes términos: “Papá, la enfermedad que tiene Eduardo es muy grave y en verdad va a ser  muy difícil que pueda superarse, no obstante haremos todo lo posible. Aquí los estoy aguardando porque mi hermana Miriam lo trae desde Acarigua para este centro médico”. Durante el trayecto a Barquisimeto mi mente estaba llena de cosas tumultuosas en su mayoría y en medio de mi sufrimiento por momentos viajaba rápida y mentalmente a muchos lugares y de pronto se me aparecieron unas imágenes y un sitio que me era conocido. Las figuras eran las de mi padre y mi madre que al sentir mi presencia se dieron media vuelta y pudimos mirarnos de frente. Mi madre, ubicada en primera instancia, fijó su vista en mí y sus ojitos me parecieron muy tristes y preocupados y tendía sus manos en un intento por tomar las mías, pero no lográbamos asirnos. Mi padre estaba un poco más allá y nos veía a los dos con su rostro circunspecto y presto a cualquier movimiento. Entre nosotros soplaba una suave brisa invernal con olor a frutas recién picadas por los pájaros. De pronto me volví niño y salí corriendo con ganas de atrapar un pajarito azul que acababa de posarse en un arbusto, pero mi madre se apresuró y me buscó y ahí sí pudo tomarme, me alzó hasta su pecho y me abrazó. Aquellas imágenes, esas sensaciones y aquel lugar hermoso desaparecieron como por arte de magia y en instantes volví en mí justo cuando Miriam puso suavemente sus dedos sobre mis mejillas.

Llegamos al hospital y ahí estaba esperándonos Simón. Entramos por emergencia, se dispuso de lo necesario y poco después nos asignaron una cama en el segundo piso.  Abajo aguardaban Zenaida y un grupo de amigos atentos ante cualquier encargo que requiriera premura. Ya se habían unido al grupo mis amigos José Fernández -quien fue alertado con una llamada que le hiciera la alcaldesa- y Mario Mora, quienes residen en Lara. Estos dilectos amigos, profesionales de la comunicación social, son dos fraternos compañeros, que a través del tiempo han demostrado un afecto muy especial hacia mi persona, y yo he tratado siempre de corresponderles de igual modo. A Mario lo conocí desde hace años y había venido del estado Lara recién graduado de locutor y  laboramos juntos en Radio Acarigua, emisora popular  de Portuguesa. A  partir de ahí  nos hemos mantenido unidos. A José lo vi en Barinas en un evento musical folclórico y desde ese momento nos sentimos plenamente identificados. De ellos he recibido lealtad y consideración.

Del Guárico, en específico de Valle de la Pascua, llegaron Beatriz Coromoto y Silvio Salomón Paraco, quienes puestos en aviso por Miriam no dudaron en venirse. Se quedaban preocupados mis compadres Alfonso Y Dulcinea, así como en Las Mercedes del Llano, el "negro" y su familia. Asimismo, Rafael Paraco, padre. En el interior del hospital comenzaron las carreras, siempre con la atención de Simón. Este se percató de la gravedad de mi caso y con gran responsabilidad siguió con sus movimientos médicos. Informó a sus colegas y se mantuvo siempre pendiente de aquella situación de emergencia. Mi cama permanentemente estuvo flanqueada, por un lado, Mirian, y por el otro, Beatriz.  A la distancia estaba Silvio Salomón, listo para cualquier cosa que se presentara. Zenaida y algunos de mis copartidarios entraban a cada momento para saber de mi estado de salud y transmitían la información al resto. Fue ordenado un test médico y fui conducido en camilla por José y Mario.

Cuando me devolvían a mi lugar, rompí el silencio y les comenté apuntando hacia arriba: "Bueno, a partir de este momento no nos queda sino la esperanza en Dios". Ellos asintieron moviendo sus cabezas. Mi dolor se intensificaba a cada rato y me retorcía en mi lecho, y mis cuidadoras -Mirian y Beatriz- corrían detrás de los médicos y enfermeras a suplicarles que me dieran calmantes. Recuerdo con nitidez sus miradas compasivas cada vez que me quejaba. La recomendación de los médicos del hospital era tajante: "El no debe moverse, cada vez que haga cualquier tipo de movimiento corre peligro".

Aquel médico estaba consciente de que mi aorta podía estar peligrosamente rasgada  y a punto de una abertura que sería fatal. Por eso la recomendación era firme y de allí también  la precariedad de mi estado, acosado por el inmenso dolor que sin cesar aquejaba a mi organismo. Y por qué no exteriorizarlo. En el momento del sufrimiento es muy común añorar con intensidad a la alegría o el bienestar, sin importar cuán cercas estén el uno del otro, como sostiene Khalil Gibrán, en su excelente libro, El Profeta: “El dolor y la alegría son inseparables. Vienen juntos y, cuando uno de ellos se sienta con vosotros a vuestra mesa, recordad que el otro está durmiendo en vuestro lecho”.

Pero, asimismo, pensamos ¿La naturaleza humana no busca o tiene  tendencia a escapar del dolor y el sufrimiento? ¿Y qué  puede decirse de la capacidad instintiva?  ¿Trata de huir de lo que no le es grato?  Pasaban los minutos y todos estaban a la expectativa. En las afueras del hospital "Antonio María Pineda", José Fernández, César y Paulino Jr., en medio de sus preocupaciones no cesaban en llamar a todas partes en busca de alguna solución alterna. Habían establecido una especie de "oficina" en un cyber que existe allí. César se comunicó con su primo Juan Carlos Salcedo en Caracas y a través de él se puso en contacto con el doctor Víctor Rodríguez -este había operado recientemente del corazón a su mamá María Teresa- y luego de oírlo le abrió una posibilidad en el Hospital Universitario de Caracas, donde se desempeñaba como jefe de cardiología. Era otra ventana de luz que se abría, gracias a Dios.

Mientras tanto todas mis posibilidades estaban puestas en Simón. Ya iba a caer la tarde y en los hospitales -es la sensación que me daba- esas horas parecen ser las más tristes. Claro, es un ambiente donde reinan siempre las tensiones, las tristezas y los corazones a cada momento se arrugan. Fue entonces cuando Simón se me acercó y me dijo en tono recriminador: "¿Acaso era para ti difícil conseguir un tensiómetro y verificar tu presión arterial?". -"Dígame eso, y en una alcaldía no pudiste hacerlo. Te digo que  te estás muriendo, ¿acaso no lo sabes? Te queda poco tiempo”. Y se separó de la cama con signos de contrariedad. ¿Era de suponer la profunda presión a la que estaba sometido este hombre debido a que las posibilidades desesperadas de los míos estaban puestas en él? ¿El peso de tamaña responsabilidad y consciente como estaba de mi difícil situación dieron rienda suelta a las emociones?

Yo lo miré sin perturbarme y me acomodé en mi lecho. Debo dejar sentado que cuando escuché esas palabras, que supongo eran la cara de la ciencia médica, dados los resultados de mi evaluación, “algo maravilloso” debió operar en mí debido a que esas terribles referencias que pronosticaban el final de mi vida, no me asustaron ni me pusieron nervioso y estaban muy lejos de ponerme triste o lloroso, dado el impacto sicológico que esto suele causar en los seres humanos ante la cruda realidad de dejar este mundo “con todo lo que ello significaba”.

Por  un resquicio de mi mente cruzaron unas interrogantes fugaces que entristecieron mi ser: ¿Qué era lo que había hecho con mi vida? ¿Era esa la forma en que debía vivirla? ¿Y ahora debía rendirla en estas tristes circunstancias? No había duda de que aquello me sucedía a modo de sutil reproche porque muy dentro de mí sabía que había hecho cosas en contraposición con lo que Dios manda. Varias de Sus Leyes no las había cumplido cabalmente. ¿Pensamientos tardíos, quizás?

Sépase que somos pecadores y debe comprenderse que como simples mortales nos aferramos a una “especie de vida” con unos “valores” que en vez de acercarnos al Creador muy por el contrario nos alejamos de Él. Y como dicen Las Santas Escrituras: “El que esté libre de culpas que lance la primera piedra”. Y “Ese Algo Maravilloso al que me refiero dejaba constancia expresa de que había allí conmigo “Una Presencia muy Especial”. ¿El Espíritu Santo, tal vez? ¡Alabado Sea Dios!

Y quede constancia de que esto lo decimos sobrecogidos de una intensa humildad, asombro y desprendimiento y persuadidos de que era muy difícil de explicar por todo lo grandioso y profundo que ello significaba. En instantes, Simón me dijo con resolución y como si algo superior le hubiese llegado de repente a la mente y dejando constancia que su espíritu no había cerrado la puerta a la esperanza: "¡Eduardo, vamos a rezar! Es la opción que tenemos". E improvisó una oración en voz baja que yo repetía. ¿Qué tipo de oración era aquella? Fue un rezo en donde le pedía al Supremo que perdonara mis pecados en aquella hora difícil en que mi vida en la tierra pendía de un hilo y  en donde todo indicaba que debía rendirla y emprender “aquel viaje sublime”; le decía, además, que reconocía su Sagrada Existencia y que si iba a morir debía aceptar su voluntad, en la íntima persuasión de que Él lo podía todo y sus decisiones debían aceptarse sumisamente. Era una especie de: "Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra".

No sabría explicarlo con exactitud, pero en aquel momento cumbre de mi vida, aquel ruego a Dios Todopoderoso produjo en mí una sensación y un estado de confianza que me "elevó" a una situación que podríamos definir como de sosiego y apacibilidad extrema que era un estado donde el dolor estaba ausente  y todo aquello me "acercó" mentalmente a un lugar hermoso, diáfano y tranquilo donde ya no temía nada. En verdad fue algo extraordinario que me "sacó" por instantes de mi dura realidad. Aquella oración fue un alivio profundo para mi cuerpo y mi alma. Sólo fueron unos segundos, pero quedé gratamente impresionado. ¿Era una señal Divina que llegaba a mi corazón atribulado? ¿Dios había escuchado mis súplicas pronunciadas desde lo más profundo de mi alma en un momento extremo de mi vida terrenal? Al imaginarme que aquellas súplicas tuvieran el eco de tan Especial y Alto interlocutor, me estremecí interiormente. Miré hacia el techo del hospital con deseos de que mi mirada lo traspasara y llegara hasta las alturas. Hasta el infinito y hasta el Cielo mismo.


Capitulo cuatro



Cuando volví en mí, Simón seguía a mi lado. Y me espetó lo siguiente: “Te voy a decir algo. Yo no sé a qué te dedicas tú, pero aqui en este hospital las cosas no son como la gente las cree. Aqui hay muchas cosas incomprensibles. Existe una especie de mafia médica que sólo se rige por sus propios códigos. Si tú tienes algún contacto político importante haz uso de él. Estás en un estado crítico y si no se mueven rápido te puedes morir". Aquellas palabras me impactaron por lo que tenían que ver conmigo directamente, y por lo otro también, aun cuando ya uno conoce suficientemente como ocurren muchas cosas en este país, y más específicamente en muchos entes públicos. Lo que me llamó poderosamente la atención era que esas palabras venían de un hombre serio, de un profesional a carta cabal, que dada su cercanía afectiva conmigo, no dudó en decirme su verdad. Le contesté que sí conocía algunas personas y que precisamente conmigo andaba la alcaldesa del municipio Páez, del estado Portuguesa, que era mi amiga y compañera de trabajo. Entonces respondió: "Voy a hablar con ella ahora mismo”,

Al conocer Zenaida de la situación relatada por Simón, de seguidas empezó a hacer llamadas a sus copartidarios del gobierno. Hizo una llamada a la gobernadora del estado Portuguesa, Antonia Muñoz, quien se puso en contacto rápidamente con la directora del hospital de Barquisimeto, sugiriéndole que actuara en aras de lo nuestro y con los recursos a su alcance. La gobernadora Muñoz, después de llamar y un tanto pensativa, le diría a la alcaldesa: "Zenaida, tenemos que cuidarnos, fíjate lo que le pasó a Correa". Nos dijeron que la directora del hospital llamó a sus médicos especialistas y los convocó para el día siguiente. Al saber de esa noticia todos mis partidarios y afectos se animaron mucho y aumentaron sus esperanzas. Atrás quedaba la agria entrevista que sostuvieron José Fernández y Mario Mora con la jefa del hospital, donde le hacían ver la necesidad de mi operación. Ella respondía:

"Lo que pasa es que el señor está infartado y debe permanecer donde está. Tenemos que esperar". José le replicaba: -"El no está infartado, su problema es otro". En la nochecita, Zenaida se acercó, una vez más, a mi lecho de enfermo y poniendo su mano en mi hombro, me expresó: "Eduardo, sé muy bien que estás profundamente adolorido y preocupado. Pero trata de tranquilizarte porque ya verás que todo lo vamos a resolver. Dios proveerá".  A la mañana siguiente la espera era ansiosa. Mi estado era realmente crítico y mientras pasaba el tiempo los riesgos eran mayores.

Llegaron algunos médicos y se acercaron a mi cama. Hablaban entre ellos. A eso del mediodía volvió el escepticismo entre nosotros. Los galenos que habían llegado –una especie de consejo médico- sostuvieron que no podían hacer nada después de haberme examinado  y además hizo mutis por el foro el jefe de todos ellos, y sin la orden de operar o de actuar de aquel personaje no podían mover un dedo. Era una especie de sentencia: “No podemos hacer nada, lo lamentamos”. ¿En verdad lo lamentaban? Debe dejarse escrito que este hospital estaba dotado de equipos médicos modernísimos o de última generación y de hecho era probable que hubiesen podido atacar mi enfermedad. Pero no se mostró –en absoluto- ningún interés en ello. ¿Acaso existía alguna exclusividad en el uso de esos recursos técnicos y científicos en ese centro hospitalario público? ¿No todos los pacientes podían contar con ellos? Y esta era otra pegunta directa que se hacía: ¿Por qué no acudió ese jefe médico a la importante cita si había sido convocado previamente por la directora del centro hospitalario? La ausencia irresponsable de aquel médico jefe, Webber dijeron que se llamaba y que al parecer era especialista en aorta, dejó en el aire algunas conjeturas que fueron comentadas allí mismo. Se decía que algunos querían practicar la intervención en alguna clínica privada donde unos cuantos de esos doctores trabajaban o tenían acciones. Imagínense ustedes la magnitud y la gravedad de aquellas especulaciones. Asimismo, se rumoraba que habían tenido miedo de enfrentarse a la enfermedad por lo complicado y difícil de la misma.

En este sentido se agregaba, muy extraña y sospechosamente, que  en la reciente evaluación realizada por el grupo de galenos que nos visitó esa mañana, unos sostenían que el mal que padecía había avanzado de tal manera que ya no era posible ponerle remedio y que si se intentaba alguna acción el resultado sería irremediablemente la muerte. Y en el ambiente quedó flotando un decir de algunos médicos y que tiene que ver con “cierta estadística” o “una especie de marca” que están relacionadas con los pacientes en estado de gravedad que ingresan a los nosocomios. Es decir, cuando se recibe a un enfermo y una vez evaluado se determina, según esa óptica médica, que su condición o patología es irreversible, “se le deja morir” y entonces el facultativo “no se anotaría esa baja”. Si eso era así, no podría haber algo más cruel y monstruoso que esa  alevosa práctica.

O debería anotársele entre las más desalmadas del mundo. Y de algún modo,  al enterarnos de ese tipo de cosas nos llegó a la  mente lo que una vez sostuvo el eximio escritor e intelectual español, don Miguel de Unamuno. El prolífico autor escribió sobre un aspecto en que se debatía el médico y era que “estos se movían en este dilema: o dejan morir al enfermo por miedo a matarle, o le matan por miedo de que se les muera”. Asimismo, recordaba al genial pintor, Goya, que en sus sátiras dibujadas incluía al médico y lo representaba con un borrico, bajo el lema: “De que mal morirá” y criticaba que aquellos hombres de la medicina estaban anclados en el pasado con sus conocimientos tradicionales, que en la mayor parte de los casos, no sólo no conducían a la curación del paciente sino que precipitaban su muerte. Goya mismo fue una víctima de ellos. Padecía cierta sordera y cuando buscó curarse más bien lo dejaron completamente sordo y de allí que nunca pudo reconciliarse con ellos.
O en todo caso, vaya usted a saber qué es lo que impulsa a algunas mentes malvadas a jugar con vidas humanas. Pero, volviendo a nuestra realidad, haya sido cualquiera el motivo que tuvieron estos "profesionales de la medicina" para faltar a sus compromisos, reflejaba  clara y rotundamente la pérdida de valores y de ética -que sin duda alguna raya en lo deshumano- de los médicos, que gracias a Dios no son todos, pero sí un número muy importante. Porque hay que ver lo perverso que es tratar de ese modo con la vida de las personas. Era algo así como si dispusieran, soterrada y criminalmente, de una especie de licencia “para matar”. ¿Acaso la tenían? ¿O se inspiraban en aquella vieja película que presentaba a un agente –código 007- que disponía de una licencia para quitar vidas así  no más? ¿La ficción de aquel exagerado film se hacía realidad aunque de extraña forma? Caramba, faltaba poco para que aplicaran “la ley” del viejo oeste norteamericano, donde algunos pistoleros marcaban con una rayita en sus armas los muertos que iban dejando a su paso por aquellos pueblos sin ley, aunque en el caso que nos ocupa tendrían que llevar, los matasanos de esta historia, las macabras marcas en su conciencia.
Simón lo resumiría así: "Lo que pasa también es que ellos, algunos médicos del hospital, no se arriesgan con un enfermo en las condiciones de Eduardo, es decir, con pocas probabilidades de sobrevivir; estamos hablando de un tres por ciento, fíjense ustedes que tiene un 97 % de que se nos vaya. Por eso debemos actuar rápido". Por supuesto que Simón no compartía las actitudes malévolas de aquellos hombres de bata blanca y al contrario las rechazaba como persona y como profesional de la medicina. Y menos mal que estos desafortunados contratiempos no arredraban el ánimo de mis amigos y de mi familia. De nuevo se dejó escuchar la voz firme y alentadora de Zenaida Linárez Acosta, ante un comentario que en realidad era una recomendación que hiciera Simón.
"No se hable más, marchémonos a la policlínica Barquisimeto que el tiempo es oro". Al oír esto debemos imaginarnos la satisfacción interna de Simón, quien  veía ahora un camino más despejado y en el cual este hombre podía hacer mucho más sin los obstáculos con que habíamos tropezado, y al instante se puso en contacto con unos doctores con los que había trabajado y que conocían bien lo relacionado con los problemas de la aorta. Y allí adquiría importancia la determinación de la alcaldesa para dirigirnos en esa dirección. Otra vez a mudarnos. Ni cortos ni perezosos el equipo se puso de inmediato en movimiento. Como se dice en el llano "recoja pa´ que nos vamos". Ahora requeríamos una ambulancia al no haber disponible en mi lugar de reclusión –cosa rara en un hospital público, ¿verdad?-. José, Mario y Gladis partieron a buscar una y se dirigieron directamente a la clínica Ascardio a alquilarla.

Allí se vieron con una médica de la institución, quien recibió la explicación y la urgencia del caso, y aun así, de modo increíble, se negó rotundamente al alquiler. José insistió, pero de nuevo la respuesta fue negativa: "No se puede". Fernández le dijo entonces: "Esta bien, doctora, de todos modos muchas gracias. Esto era una emergencia y un acto de humanidad al cual usted se ha negado". Que puede decirse sobre esto. Así andamos y así se comporta  alguna gente en este país. Pero una luz los alumbró y la ambulancia provino de la alcaldía de Iribarren, a través de una solicitud que le hiciera José Fernández a un amigo común de nombre José Luis González, quien laboraba  allí en el campo del periodismo. A José Luis lo conocí en radio Cristal, en Barquisimeto, donde laboramos juntos en los noticiarios y los musicales de esa emisora. Hicimos buena amistad y nos veíamos eventualmente, ya idos de esa radio. Por eso, conocida su bondad no tardó en responderle a José: "Como no, enseguida enviamos esa ambulancia para mi amigo Correa". En minutos llegó al hospital y con la urgencia del caso la abordamos. Buena parte de mi familia y un número importante de mis amigos rodearon el vehículo colaborando con lo necesario. Segundos antes de partir los miré a casi todos en silencio. Me volví a medias cuando alguien me gritaba ya con el carro en movimiento: "Tranquilo Eduardo, que aquí estamos todos". Era mi amiga Gladis Bastidas, esposa de Mario Mora y madre de María Antonieta y María Virginia, dos muchachitas que aprecio en demasía. Adentro, en la ambulancia, me acompañaban Mirian y Simón. Este dijo, ante la observación que alguien hizo respecto de que yo no podía ir sin acompañamiento médico: -"No hay problema, aquí estoy yo". Y acto seguido subió.


Capitulo cinco



Era el día 11 de abril de 2008. De una vez me admitieron en la policlínica de Barquisimeto y en segundos ya estaba en la UCI. Ya Simón había hecho contacto con uno de los médicos, e incluso tuvo que ponerse su bata y dirigirse a un quirófano en virtud de que el galeno solicitado estaba practicando una operación. Allí hablaron y se pusieron de acuerdo. María del Mar y María del Valle fueron a comprarme ropa propia de esas cosas y al rato llegaron con unos monos, franelas y pantalones cortos. Por cierto, uno de esos monos tuvo que ser roto por una doctora para evitar que yo me moviera. Al saberlo María del Mar, dijo: "Cónchale, rompieron el mono nuevo". Volvieron los exámenes y más exámenes. Los médicos que me recibieron estuvieron siempre atentos y movilizados en mi caso. Allí estaban los doctores Laura Riera, Iván Bonillo y José Miguel Martínez, expertos en cardiología y además Bonillo era Especialista en Aorta. Aquí es preciso decir que habíamos salido de la triste experiencia que tuvimos en el Antonio María Pineda, respecto de algunos médicos que se caracterizaron por su mercantilismo y escaso profesionalismo, y entrábamos a otra que prometía mucho, según se desprendía de la positiva acogida que nos dieron en el nuevo lugar, en especial de los doctores Riera, Bonillo y Martínez, que posteriormente se evidenciaría con creces en los vitales días que nos tocó compartir con ellos. 

Luego de una revisión exhaustiva, milimétrica y docta, se establecieron los caminos a seguir. Los pronósticos seguían siendo muy delicados, porque se argumentaba que mi enfermedad no era común y si muy complicada y demasiado peligrosa. Al extremo de hablarse de porcentajes muy bajos de supervivencia para este tipo de males. A esta altura de la situación ya estaba descartada, por parte de los nuevos médicos tratantes, la intervención u operación de tórax abierto que se había planteado en el hospital de Barquisimeto y que de hecho hubiese aumentado de modo considerable los riesgos operatorios. Por cierto, cuando explicaron esto a Mirian, María del Mar, Beatriz Coromoto, Zenaida y Silvio Salomón, entre otros, quedaron impresionados y asustados ante los detalles. Miriam me diría después:

"Cuando escuché aquello que te harían no pude contener mis lágrimas y estuve casi al borde del desmayo. Fue algo muy crudo escuchar eso de abrir tu pecho, cortarte varias venas, de las cuales saldría mucha sangre que no podría controlarse fácilmente. Allí reinó entre nosotros un silencio  sepulcral al oírlo. Yo estaba muy asustada. Y pensar que en ese hospital apenas duramos 24 horas que a mí me parecieron un siglo". Pero además de lo anotado, esa intervención invasiva podía generar daños colaterales peligrosísimos y que en caso de salir airosos o con éxito  -que ya de por sí sería algo extraordinario-, podía quedar afectado de insuficiencia renal, severas secuelas pulmonares y parálisis de algunos miembros, como piernas o brazos. Imaginemos, entonces, las dimensiones devastadoras de este delicado asunto. Ya dijimos que en la policlínica fue desechado este “modus operandi”.

 Aquel viernes 11 y sábado 12  de abril, fueron de esperanzas ciertas. Sin embargo, las tensiones siempre se mantuvieron intactas dada la gravedad de la enfermedad. Desde ese día comenzaron a llenar, buena parte de mis familiares, amigos y conocidos, una placita que estaba en los alrededores de la policlínica de Barquisimeto. Desde Acarigua vino mucha gente a la que se unieron mis fraternos de Lara. Los Rivas, encabezados por la señora María, Jesús, Mary, Consuelo y Dilcia, marcaron pauta en la preocupación y en los ruegos de que todo saliera positivo. De Duaca, el que no podía venir mandaba sus palabras de aliento. Claro, como ya hemos anotado, hubo un equipo permanente con una dirección colectiva, que prácticamente se mudaron para la clínica y apenas iban a dormir a sus casas. He aquí algunos nombres: Zenaida, María del Mar, María del Valle, Miriam, Beatriz Coromoto, Salomón, Consuelo, Dilcia, mi comadre Reina Salas, Carmen Linárez, César, Mario, José, Paulino, Duran y Mirian Vargas, Nelson, Desiré y su esposo Luis con su pequeño Luis Ángel a cuestas, entre otros. Estos se alternaban con María Carla, Yurmary Calderón, Maribel, Celis Falcón, José Armando Mora.

Es de hacer notar que la familia Linárez Acosta mantuvo su atención ante mi problema. Rafael y José Gregorio, amigos y compañeros de siempre,  estuvieron  pendientes, así como la señora Ana. Mi compadre José Gregorio -yo le bauticé al pequeño y vivaz José Leonardo, me comentaría después que había alertado a su querida hija, Iriana Alexandra, quien cumpliría años en esos días y preparaba una reunión para el festejo, en los siguientes términos paternales: "Hija, me dicen que mi compadre Eduardo está muy grave. Ya usted sabe, si mi compadre se llega a morir aquí no habrá ninguna fiesta". Mi comadre Nioska también escuchaba atenta y preocupada por mi situación. Desde Acarigua nunca faltaron las oraciones de la señora Quintero, de Iris y las de Beida Silva. Para ese momento mi familia de Valle de la Pascua ya estaba en cuenta de la situación, así como los de San Juan de los Morros, los de Cagua, y los de San Félix y Puerto Ordaz. De valencia, mi hermano Evaristo Antonio hizo viaje y se trajo a dos acompañantes especiales: a mis sobrinos Evaristo Simón, quien también es mi ahijado, y a José Luis, a quien le decimos "pepe". Seguro venían por el camino con la venia cristiana de mi comadre y cuñada María Mercedes Vásquez. Queda tácito que los teléfonos celulares nunca dejaron de recibir mensajes y llamadas de todas partes. Me refiero a los del equipo permanente.
Mientras todo eso ocurría, los doctores Laura Riera, Iván Bonillo y José Miguel Martínez, estaban completamente abocados a mi enfermedad. Bonillo le dijo a Miriam, mostrándole un dibujo: "El diagnóstico que ustedes traen del hospital AMP me dice que el problema está ubicado en la aorta ascendente, pero los estudios preliminares que hemos hecho nos dicen que es en la descendente, lo que implica “cierta posibilidad” para nosotros sin desestimar que estamos en presencia de algo gravísimo. Si hubiese sido hacia arriba estaríamos  complicados en extremo". Lo que informaba el doctor Bonillo, entre otras cosas, era que de ser cierto que el problema de la disección de mi aorta era “hacia arriba” o ascendente, o ubicada muy cerca del corazón, debía procederse a la operación invasiva o de “pecho abierto” con los considerables riesgos que ya expresamos arriba. Por eso la imprecisión del diagnóstico en el “Antonio María Pineda” hacía procedente el Cateterismo Terapéutico, sin embargo la peligrosidad y los riesgos seguían latentes.

De la UCI fui llevado en varias ocasiones a tomarme varias aorto grafías y otras placas hasta que el viernes por la noche me hicieron otro examen específico. Al llegar al quirófano, entre oxígeno y cables por todas partes, alguien me dijo: -"Correa, soy el doctor Martínez. Vamos a hacerte un estudio, pero puedes estar tranquilo porque será rápido y seguro. Colocaremos un poco de anestesia y te dolerá poco". Por supuesto que aquellas palabras me daban cierto aliento y cierta tranquilidad. El estudio al cual se refería el doctor Martínez es conocido como Cateterismo, que es la introducción de un catéter en un conducto natural con fines exploratorios. Y en verdad, fue poco lo que sentí en referencia con el dolor que podía causar esa práctica médica.

Era el día viernes 11, ocho de la noche. Llegó el sábado y yo seguía en la UCI. Aún no estaba listo para la operación final que se conoce como Cateterismo Terapéutico Periférico -este consiste en provocar una herida desde la ingle, buscando la femoral, hasta buena parte de la pierna, con dos puntos cortantes muy cerca del hombro y por allí se procede a la disección y colocación de la prótesis-. Ya aquellos profesionales de la medicina tenían casi todo bajo control en lo que tenía que ver con el diagnóstico final. Mi estado seguía siendo crítico. El dolor seguía acosándome, pero rápidamente me lo calmaban. En una de esas situaciones, los médicos  pidieron a mis familiares un medicamento, que luego de buscarlo en Barquisimeto y en otros lugares, no pudo conseguirse a pesar de que mis compadres César y José caminaban muchas calles y avenidas. Al notificar a los galenos, uno de ellos expresó: "Bueno, pero pueden pedirlo a EEUU o a EUROPA". Mis familiares y amigos quedaron atónitos, no obstante se pusieron en movimiento. Por la vía de mi comadre Mimí Biscardi se comunicaron con su hija Ludory que vive en España para que iniciara la búsqueda de la ansiada medicina. Ella -la hija de mi comadre- de inmediato se movilizó, pero no se concretó el envío porque los médicos tratantes lo dejaron sin efecto. En la placita de la policlínica seguía el movimiento y las tensiones estaban "al rojo vivo" como suele decirse. Al punto que cuando iban a comerse algo, normalmente en horas tardías, el apetito no aparecía por la situación que se vivía.

El tiempo conspiraba contra mí. La decisión tomada fue la de operarme por medio del Cateterismo Terapéutico Periférico, que era la colocación de una prótesis en la parte disecada de la aorta, es decir, era indispensable cortar parte de mi aorta y poner allí aquel elemento. Ardua, delicada y peligrosa tarea esa. Pero todavía faltaba algo sumamente importante y decisivo: LA PRÓTESIS. No había en la clínica ni tampoco se conseguía en Barquisimeto. Aquí surgió otro momento curioso. Muy curioso.  Alguien informó que en la clínica Ascardio iban a operar a otro señor que era el padre del gobernador del estado Lara, Luis Reyes Reyes,  y que justo en aquel momento estaban en Caracas unos instrumentistas buscando la prótesis para colocársela a esa persona. Y otra curiosidad era que el médico que iba a intervenir a aquel paciente, justamente, era el doctor José Martínez, uno de mis médicos tratantes. Y a través de él mi gente logró comunicarse con aquellas personas en la ciudad capital y les pidieron encarecidamente que trajeran también la que requerían para mi caso. Qué casualidades estas, ¿no? O mejor digamos correctamente: "Causalidad", que es un principio según el cual todo hecho tiene una causa, de modo que las mismas causas en las mismas condiciones producen los mismos efectos. Y era porque  ya comenzaba a tomar forma algo Prodigioso y Divino. Una Mano Santa comenzaba a aparecerse de nuevo en las ocasiones cruciales. Y en efecto, llegó la ansiada y vital prótesis por esa vía. Los médicos estaban listos para la intervención. Eran las 8:00 de la noche de aquel sábado 12 de abril de 2008. Todo preparado para llevarme al quirófano. Antes de partir para la sala, el médico Martínez llamó a Miriam, a María del Mar y a María del Valle a su oficina y les comunicó: -"Vamos a operar, pero no estamos seguros si la prótesis va a pasar por la vena disecada -la aorta- porque  la disecación es muy pronunciada y corremos el riesgo de que este elemento no funcione y hasta allí llegaríamos. Por ello no podemos garantizar nada".

Esto era una nueva y grave mortificación para mi esposa e hijas. Por eso sus corazones no cesaban de latir apresuradamente y sus nervios a punto de estallar. Y por supuesto, sus lágrimas no desaparecían de sus ojos. ¿Cómo olvidar la actitud triste y llorosa de ellas y especial de María del Valle? Me sacaron de la UCI e inmediatamente me trasladaron a la sala de operaciones. En cuestión de segundos "perdí" la consciencia producto de la colocación de la anestesia. Afuera, en la placita, todos tenían los nervios de punta. Zenaida los llamó a todos a orar y de pronto se estableció una cadena de peticiones elevadas al Cielo. Miriam rezaba y lloraba, al igual que María del Mar y María del Valle. Carmen y otras personas hacían lo mismo. Es oportuno explicar que Carmen se negaba a verme en aquellas horas del sufrimiento, y murmuraba: -"No tengo valor para ver a Eduardo en esas condiciones y en esa situación que está viviendo". Los minutos parecían eternos y como si se hubiese congelado el tiempo. Las oraciones se extendieron por varias ciudades del país: Valencia, San Juan de los Morros, Cagua, Acarigua, Araure, Barquisimeto, San Félix, Puerto Ordaz, Barinas, Margarita y Caracas, donde tengo familiares. En los alrededores de la policlínica, todo el que podía miraba hacia el quirófano donde algo importante estaba sucediendo.

La expectativa reinaba en el lugar. Pasaron dos largas horas. De pronto salieron unas personas y caminaron por un pasillo. Eran los instrumentistas que acompañaban a los médicos que operaban. Pasaron enfrente a Miriam y mis hijas, conversando entre ellos. A los minutos salieron los doctores Laura Riera, Iván Bonillo y José Martínez. Miriam y el grupo los divisaron y sus corazones latían aceleradamente. La pregunta -con un nudo en la garganta- era la misma en la angustiosa espera. ¿Oh, Dios Santo, qué pasaría? ¿Cómo estará Eduardo? ¿Cómo saldría la operación? Los médicos se detuvieron y a su alrededor se fueron agrupando mis familiares y amigos. Martínez, con cierta parsimonia, tomó la palabra:

 Capitulo seis



-"Podemos anunciarles que el implante fue colocado y la operación ha sido exitosa. El paciente se encuentra bien". Ahí explotó la alegría. Todos miraban al cielo y de inmediato Zenaida invitó a una nueva oración para darle las gracias al Todopoderoso. Ahora las lágrimas de mis seguidores eran de júbilo. De satisfacción, al saber que Dios, el Supremo, el que todo lo puede, el mismo que hizo añicos todos los bajos porcentajes de vida que manejaba la medicina, el que transformó las penas en alegría, el que nunca abandona a sus hijos, había respondido felizmente las oraciones y había salvado mi vida. Se había cumplido, una vez más, la recomendación de Jesús en la Sagrada Escritura: -" Pidan y recibirán, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá...". No era ficción. Era real. La noticia fue transmitida a todos los lugares donde yo tenía dolientes. Los alrededores de la clínica fue tomada alegremente por mis partidarios. La placita era ahora escenario donde las personas se abrazaban, reían y lloraban contentas. Había terminado, enhorabuena, una odisea que había comenzado aquel día 8 de abril de 2008 y que se había caracterizado por el dolor, y en momentos por la oscuridad, pero que al final Dios había traído la anhelada luz. ¡Bendito Seas, Señor!

Cuentan que cuando los médicos salieron a hablar con mi gente, una vez terminada la delicada operación, en ese momento mi cuñada Beatriz estaba a 200 metros del lugar buscando una chaqueta y al ver el tumulto a lo lejos echó una carrera que despertó asombro en los presentes. No quería perderse de primera mano la noticia del momento. Todos dijeron al unísono: -"¡Miren como corre esa gordita!". Otro que se robó el show fue mi hermano Evaristo Antonio. Su amena conversación -dada su amplia cultura general- llamó la atención de todos. Sólo que en algunas ocasiones Consuelo y Dilcia Rivas se atrevían a decirle: -"Pero chico, déjanos hablar". Esa noche, todos se dispusieron a regresar a sus casas, pero esta vez era distinto. En sus ánimos estaba la alegría y la satisfacción de saber que todos los esfuerzos no habían sido en vano y quedaba en ellos la sensación de que Una Mano Muy Poderosa había estado siempre presente guiando sus pasos. Evaristo se fue a dormir en casa de Mario Mora. Su alegría era incontenible, al punto que le dijo a Mario: -"Detente por allí donde vendan cervezas. Quiero brindar porque mi hermano salió bien".

Por mi parte, esa misma noche, como a las 11:30, me pasaron del quirófano a la UCI. Cuando iba en camilla por el pasillo, se me acercaron presurosas Miriam, María del Mar y María del Valle. Me miraron llenas de amor y satisfechas. Yo alcancé a preguntarles: -"¡Qué me pasó, que me pasó!". Ellas me vieron con dulzura. Todavía estaba bajo los efectos de la anestesia. Amanecimos el 13 de abril con nuevos rostros. Ese día llegó a mi cama muy temprano, María del Mar. Estaba casualmente de cumpleaños. Recuerdo que le dije al verla entrar: -"Mami, estás de cumpleaños. Te debo el regalo". Ella me respondió de inmediato: -"Tranquilo, en este momento estoy feliz y doy gracias a Dios porque tú eres mi mejor regalo". Acto seguido me dio un abrazo.

Al día siguiente, lunes en la mañana, me llevaron a la sala de Cuidados Coronarios. Después de un entresueño, al abrir los ojos, estaba allí el doctor Bonillo. Le pregunté con voz de agradecimiento: -"Doctor, ¿usted fue quién me operó?".  El me respondió con un admirable gesto de humildad: -"Bueno, digamos que metí la mano ahí y ayudé". Al ratito llegaron la doctora Riera y el doctor Martínez. Los tres se veían tranquilos y seguros. Me quedé mirándolos y les dije convencido: -"Doctores, de verdad muchísimas gracias. Les estaré eternamente agradecidos, al igual que mi familia y mis amigos". Tomó la palabra Bonillo y dijo mirándome fijo: -" A ti te salvó Dios. Es a Él a quien debes darle las gracias. Nosotros sólo estuvimos ahí e hicimos nuestro trabajo". La doctora Laura agregó: -"Sí, así es Eduardo. Dale las gracias a Dios". El doctor Martínez asentía moviendo la cabeza. Mi respuesta fue rápida y espeté lo que ya tenía en mi conciencia y que se había alojado en mi corazón: -"Sí, lo sé. Dios estuvo allí siempre  y ustedes fueron sus instrumentos". Estuvimos hablando varios minutos y la conversación siempre giró en torno a todo lo que había sucedido con mi tratamiento y los detalles de mi operación. Ellos coincidían al decirme varias veces: -"Cuídate mucho, Eduardo".


El día miércoles 16 de abril ya me habían ubicado una habitación y ahí si podía recibir las visitas de mis familiares y amigos. Ese día recibí a mi dilecta amiga Zenaida, a quien yo le decía cada vez que nos encontrábamos en los momentos de crisis: -"Tú eres mi Ángel protector". Ella se limitaba a sonreír. Al verla ese día sentí una gran alegría y nos dimos un abrazo. Su mirada denotaba incredulidad y no era para menos, ella había vivido conmigo aquellos momentos cruciales, donde parecía que a cada rato "me iba". Y ahora me veía sano y salvo. Y debemos destacar la fortaleza que demostró esta mujer en todos los momentos complicados. Su rostro siempre adusto y firme, pero “muriéndose por dentro”.  Exclamó satisfecha: -"Na guará, Eduardo. Por todo lo que tuviste que pasar y aquí estás junto a nosotros. Dios es grande".

Y así, fuimos  recibiendo a todos. En otro momento llegaron Maribel y Celis Falcón luciendo unas imponentes franelas azules con unos inmensos corazones en mi honor. Aquello me impactó de tal modo, que siempre les agradeceré ese maravilloso gesto de cariño. E igualmente, mis hijas María del Mar y María del Valle, en medio de aquellos días tristes, cargaban también franelas que decían con letras en sus pechos: -"Papi, te queremos mucho".

Ese día Maribel estaba acompañada de su pequeña hija y de su esposo Ángel, quien también se había movilizado en Caracas buscando una medicina para mí, ante unas diligencias que hiciera por teléfono mi amiga Regina Lucena, asistente de la alcaldesa. Era un nitropusiato que se había gestionado ante el Círculo Militar. Carmen Linárez, cuando fue a verme, lucía una mirada y una actitud muy alegre. Me expresó al momento que me abrazaba con mucho afecto y con su hablar desinhibido, usado eventualmente: -"Coño e madre, tremendo susto que nos echaste". César León entró en su momento con una franca y acostumbrada sonrisa y al abrazarme efusivo fue tan duro su accionar que le dije: -"Compadre, cuidado, mire que orita estoy muy blandito". Todo aquello sucedía, lógicamente, en medio de sonrisas, chanzas y anécdotas. Cuando entraron José Fernández y Mario Mora, se veían satisfechos y alegres. Me miraban cual especie de Lázaro recién resucitado. José me recordó: -"Cada noche que llegaba a mi casa, le decía a mi esposa: busca la Biblia y recemos por mi compadre Eduardo". En uno de los chequeos que me hacía el doctor Bonillo, llegó a decirme: -"Mira, Eduardo. Te lo digo en serio. Tú debes ser que tienes aún una misión que cumplir, porque lo sucedido contigo es un milagro. Debes estar consciente de eso. Piénsalo bien".

Yo lo miraba y lo escuchaba en silencio. Muchos pensamientos daban vuelta en mi cabeza. En verdad, había cosas que no lograba todavía asimilar de un todo. Los sucesos habían ocurrido muy rápido, aunque aquello hubiese parecido una eternidad. Bonillo agregó: -"Oye, otra cosa. ¿A qué te dedicas tú? Lo digo porque aquí hubo mucho movimiento en torno a tu persona. Mucha gente iba y venía, preguntaban y se preocupaban por lo que te estaba sucediendo. No pierdas eso de vista. Aquí han ocurrido muchos casos y te digo que casi nunca había habido tanta movilización".

Otro día me comunicó la doctora Laura que uno de los dueños de la policlínica quería visitarme en mi habitación. En la mañana siguiente se presentó el visitante. Era un hombre corpulento, de origen egipcio y de modales respetuosos. Al entrar me dijo amablemente: -"Señor Correa, tenía mucho interés en conocerlo". Esto lo comprendemos en la íntima persuasión de que este hombre estaba en conocimiento de lo que vivimos y soportamos y que  sus ojos doctos habían visto muy difícil de vencerlo. Era una especie de “vía crucis” y dicho sea esto con todo el respeto y trascendencia que tiene y merece la legendaria expresión. Hablamos unos minutos y cuando se iba me comentó: -"La enfermedad que usted presentó no es muy común y tiene un 95 por ciento de mortalidad". Y deslizó una suave sonrisa. Aquello me impresionó, aun cuando ya se venía comentando ese tema en los días de la crisis. Yo le respondí, a manera de broma: -"Menos mal que me lo dijo orita, porque si me lo dice antes no sé qué hubiera pasado". El se echó a reír y salió de la habitación. En otro momento volvió el doctor Bonillo y siguió con sus explicaciones: -"Eduardo, tú tienes un buen corazón". Se refería al estado físico del órgano. Y agregaba con satisfacción: -"Tú puedes vivir unos cincuenta años más". Sólo atiné a decirle: -"Dios lo oiga, doctor".

Después nos comentaría a Miriam y a mí, pocas horas antes de partir de la clínica: -"Yo hice un postgrado en aorta en Brasil que duró tres años, pero me quedé estudiando unos tres años más. Operé en las prácticas médicas unos 500 perros. Pero ocurre que en estos animales el sistema vascular es muy débil". Cuando dijo aquella cifra y como mi humor y mis sanas emociones estaban de fiesta  –y no era para menos-, pensé sonreído y casi que lo expresaba allí: “Conmigo debe haber llegado a 501”.


 Capitulo siete



El día viernes, a las 2:00 pm, me dieron de alta con la recomendación de que me quedara una semana más en Barquisimeto. La idea de los médicos era seguir con un monitoreo, manteniéndome cerca para algunos chequeos finales y venirme después a mi residencia en Acarigua. En el apartamento donde me quedé -residencia de Dilcia Rivas y de mi hija María del Valle, quienes se ofrecieron gentilmente a hospedarme- recibía las visitas diarias de Simón, quien evaluaba mis progresos. Todas las tardes lo teníamos ahí con sus instrumentos médicos, me tomaba la tensión, chequeaba mi estado general, mis medicamentos y se sorprendía de mis mejoras. Sus palabras siempre eran las mismas: "Me satisface constatar que vas muy bien, Eduardo".

 Y terminaba hablando e invocando a Dios: -"No olvides nunca que en tu caso estuvo involucrado el Ser Supremo". Yo me limitaba a asentir. Debo agregar que aun cuando nos mudamos del hospital, Simón siempre estuvo pendiente de mi convalecencia. El contó que cuando volvió a su trabajo en aquel centro de salud, el hospital de Barquisimeto, algunos médicos que me habían visto, le preguntaban: -"¿Qué pasó con el enfermo aquel del problema de la aorta? Simón respondía con honra: -"El está vivo". Y a aquellos galenos, quienes no supieron responder con ética su compromiso social y profesional de aquella hora faltando al Juramento Hipocrático -¿O hipócrita, como suelen decir las personas humorísticamente?-, se les escuchó decir sorprendidos e incrédulos: -"¿En serio?”  Pero también esos señores habían omitido otra clásica expresión de Hipócrates: “Un hombre sabio debería considerar que la salud es la más grande bendición del ser humano”. Y estaban muy distantes, asimismo, de la frase del singular Sócrates: “El único bien es el conocimiento y el diablo es la ignorancia”. Y se debe afirmar que era muy claro que la fe de muchos de esos médicos  –si es que la tenían-  quedaba en entredicho y sobre todo no había duda de que había sido suplantada por “su ciencia”. Pero, ¿Por qué? ¿Acaso la fe y la ciencia no son Gracias que provienen del Señor y que con ellas dota a las personas? No puede haber contradicción entre esos Dones que otorga El Todopoderoso a los seres humanos. Aunque aquí había claras evidencias del racionalismo que ha venido embargando al mundo y de allí la apostasía perniciosa que corroe las almas. Y venía a mis recuerdos aquel viejísimo planteamiento de mis lecturas tempranas de filósofos y médicos. Decía el científico, de acuerdo con eso, que los filósofos no podían demostrar “en laboratorio” sus logros y por eso todos sus conocimientos eran “vagos”. Y ripostaba el pensador: “Quien sólo sabe de medicina ni medicina sabe”. Bueno, y llegó el ansiado momento de volver a casa, luego de haber superado aquel "torbellino de abril" con la ayuda Divina. Miriam lucía serena y con sus ojos brillantes y diciendo: -"Gracias a Dios y a la Virgen  volvemos juntos a nuestro hogar". Y me veía cual preciado tesoro que ella cuidaba celosamente después de haber estado en serio peligro. Ya en casa, recibimos innumerables llamadas difíciles de ser cuantificadas.

Un buen día se aparecieron los cultores del folclor, en el género del canto y la composición, José Maluenga y Antonio "toño" Fernández. Maluenga me dijo: -"Poeta, aquí estamos. Cuando supe de su problema estaba viajando, pero siempre estuvimos pendientes". "Toño" por su parte, siempre con sus bromas a flor de labios, expresó: "Poeta, siempre supe que su sangre vernácula, su sangre india, lo ayudaría a superar su mal". Y fueron varias las llamadas del compositor de música llanera e intérprete, "Cheo" José, quien me exteriorizaba por el hilo telefónico: -"Poeta, aquí estoy. No vaya a creer que me he olvidado de usted. Siempre le pedí a Dios por su recuperación". Benjamín Parada, periodista y jefe de información del diario El Regional, en aquellos días, me comentó al visitarme: -"¿Recuerdas aquella llamada que te hice a la clínica? Yo estaba muy preocupado por tu salud y cuando me contestaste el teléfono y ante algo que dije te echaste a reír, sentí un gran alivio y me volvió el ánimo al cuerpo. Comprendí que estabas mejorando". Benjamín me comentó también que el doctor J. J. Briceño, propietario del diario El Regional, quien es mi amigo desde hace años, se mostró muy preocupado al saber de mi enfermedad e incluso buscó conocer de primera mano mi situación comunicándose con el dueño de la policlínica, en Lara. Igualmente, sus hijos Pablo y Juan José, mostraron su inquietud. Otro día se apareció Consuelo Rivas, su hija Desiré y Marisela, y al entrar a mi cuarto las vi con emoción y gratitud. Consuelo me dijo al entrar: -"Quiero que sepas que recé mucho por ti". La miré con alegría y con respeto.

Debo dejar constancia con notas de agradecimiento para mis compañeros de trabajo del Instituto Municipal de Cultura de Páez, con sede en Acarigua, quienes siempre dieron muestras inequívocas de afecto y comprensión durante las horas complicadas que viví. Asimismo, para los innumerables amigos de la alcaldía de Páez y del Concejo Municipal por sus vivas manifestaciones de cariño y simpatía. Y valga también mi reconocimiento y gratitud para mis amigos y conocidos de la cuadra donde viven mis compadres Dulcinea y Alfonso, en la urbanización Los Bolivarianos -me refiero a Moraima, Lily, Marilin, Julio, Israel, entre otros-, en Valle de la Pascua, quienes siempre estuvieron pendientes de mi salud. Y para todos aquellos que sin conocerme personalmente, al enterarse de mi mal enviaban sus plegarias al cielo.

Vale la pena también contarles una anécdota que vivimos cuando llegamos a Acarigua y decidimos ubicar a algún médico para control y evaluaciones periódicas. Optamos por el doctor Néstor González, que como hemos dicho fue quien nos atendió al inicio de la crisis que habíamos presentado y habíamos decidido volver con él, persuadidos de su excelente vocación médica, tal como observáramos al comienzo de esta experiencia. González, cuando habló con mi esposa para concertar la cita, no pudo ocultar su satisfacción y con ella su altísima sensibilidad social al saber de los resultados positivos que habíamos logrado en Barquisimeto. Y, obviamente, se mostró complacido de tenernos de nuevo en su consulta. Cuando fuimos a su despacho y al tocarnos el turno, la secretaria leyó mi nombre. Y dijo en voz alta: -“Este no debe ser el mismo Eduardo Correa que atendimos hace tres semanas aquí y que estaba realmente grave y casi muerto". Mi hija María del Mar le acotó: -"Sí, es el mismo". La ayudante respondió exaltada: -"No puede ser". Miriam intercedió y aseguró: “Claro que puede ser, venga y cerciórese usted misma". La secretaria dio un salto, casi derribó el escritorio y corrió hacia mí. Al verme y reconocerme me abrazó exclamando: -"¡Eduardo!, que alegría verte. Dios si es grande, bendito sea el Señor". Yo no podía identificar a la señora, y al superar aquel momento dramático, Miriam me aclaró: -"Mi amor, ella fue la que te atendió junto al doctor González, cuando vinimos aquí el 8 de abril y tú tenías el dolor". Era cierto, esa secretaria había presenciado mi estado crítico de aquella hora donde los médicos no apostaban nada, o muy poco, por mi vida. Tal había sido la gravedad de mi situación.

En las postrimerías de estas notas surgidas de la vida real, llega a mi corazón una nueva interrogante impregnada de profunda sublimidad, ¿Cómo pagar aquí en la tierra tanto amor y solidaridad recibidos de tanta gente en esos días de dolor y angustia? Mi corazón se ensancha cada vez más, tanto que casi rompe sus límites para darle cabida a todas esas muestras de mágica adhesión y las preguntas siguen acosándome, ¿Cómo pagarle a Zenaida Linárez Acosta todo ese torrente de afecto derramado sobre mi persona? ¿Y a Miriam Caridad? ¿Y a Rafael Enrique Guarán? ¿A mis hijas María del Valle y  María del Mar? ¿A César León, Paulino Ferrer, José Fernández y Mario Mora? ¿Y a Carmen Linárez? ¿A Beatriz Coromoto y a Silvio Salomón? Y así como a ellos, a los demás que no escatimaron desvelo y preocupación en mis días precarios, y que de nombrarlos específicamente harían interminables estas palabras, pero que, como ya hemos expresado, mi afecto y agradecimiento serán imperecederos. Se me ocurre parafrasear al Libertador Simón Bolívar, y apuntarles: -"Todo lo que ustedes hicieron por mí en aquellos momentos trascendentales de mi existencia, nunca podré pagárselos, pero mi gratitud será eterna".

Mi recuperación era lenta y si se quiere difícil. Después de varios días pude caminar y dar mis primeros pasos –era como si hubiera nacido de nuevo- y en cierto tiempo ya podía tomar el sol. Vale destacar que los malos presagios de la ciencia médica respecto de que los intervenidos de la aorta quedaban con secuelas graves de los riñones, de los pulmones y de parálisis parcial o de algunos nervios, en mí caso no ocurrieron. Recuerdo que el doctor Bonillo, después de una evaluación post intervención, mostró su sorpresa ante esa realidad.

Y llegó el momento de hacer mi primer viaje con destino al estado Guárico y con la parada final en Valle de la Pascua. Claro que yo no podía conducir, pero Silvio Salomón Paraco se ofreció gentilmente a llevarnos y se venía en el bus desde Las Mercedes del Llano hasta Acarigua, en una demostración más de su afecto y desprendimiento. Antes decidimos detenernos en la ciudad de Valencia y visitar a mi hermano Evaristo Antonio. Había pasado un tiempo importante sin que pudiéramos vernos. Al llegar a su hogar nos recibió María Mercedes, su esposa. Al abrir la puerta me vio y me recibió con una franca sonrisa y en su mirada   escrutadora había una mezcla especial de regocijo y sorpresa. No era para menos, dadas las informaciones que se conocieron semanas antes. Pero también habíamos sorprendido a mi hermano. Cuando nos dirigimos al fondo de la casa y ante la llamada de María Mercedes: “Evaristo, aquí está Pelón”. Así me llaman familiarmente porque de niño era muy escaso el cabello en mi cabeza. Al escuchar aquello el hombre soltó: “¿Qué? ¿Tú debes estar confundida? ¿Pelón aquí? No podía creerlo. Nos encontramos en un pasillo y nos dimos un fuerte y efusivo abrazo que se prolongó más de lo normal en un intento por recuperar todo el tiempo que habíamos pasado sin vernos y sin hablarnos.

Después nos detuvimos unos minutos en la ciudad de Cagua, estado Aragua, en casa de otro hermano. Luego de un extravío dimos con el lugar. Hacía mucho tiempo que no portábamos por allí y la zona había crecido mucho en edificaciones y personas. Simón y su esposa Nohemí estaban afuera con sus eternas sonrisas y nos recibieron efusivamente y no dudaron en comunicarme que Dios había permitido aquel encuentro. Al llegar a Valle de la Pascua y visualizar las primeras edificaciones, calles y avenidas, mis emociones eran incontenibles. Sí, estaba de vuelta en mi pueblo en circunstancias increíbles. Y en cuanto estuvimos en la casa de mi niñez, en ese que fue el hogar de mis padres, los recuerdos coparon mi mente y no sé cómo me llegó el coro de aquella hermosa y alusiva gaita, “Mi ranchito”, que establece: “Yo vengo de la pobreza de donde la vida es dura, de un ranchito sin pintura donde existe la humildad, siempre recuerdo a mamá con un rosario en la mano, rezando por mis hermanos a la Chiquinquirá. En mi rancho está la razón de mi existencia, una historia,  una vivencia, un ejemplo familiar, que llora cuando hay que llorar y ríe con evidencia”.

En un instante, en las afueras y  en el frente, mis hermanos, sobrinos, cuñados y algunos amigos, constituyeron un sorprendido y alegre grupo que me veían de modo extraño. Claro, habían sido sometidos o “ametralladas sus mentes” con las noticias telefónicas que les llegaban desde kilométricas distancias, y que les había hecho pensar que ya no me verían más. Allí estaban José Alberto, Bartolo Ramón, Fracismar y sus dos retoños, Mercedes y su nieto Jesús, Marielena, Williams, Bartolo Simón, Golfan, Vanessa y José Gregorio, quien acababa de incorporarse. Además de algunos vecinos que fijaron sus ojos  curiosos en mí. Me instalé en una silla y antes de abrazar a cada uno, les dije espontáneamente: “Dios salvó mi vida, querida familia. Y esos milagros se confirman una y millones de veces desde que el mundo es mundo. Vuélvanse a Él con ahínco, de modo solícito, desprendimiento y sumisión. Lo ocurrido conmigo, reitero, es un milagro y ustedes lo están percibiendo”.

Después de aquellas palabras expresadas con atisbos de solemnidad reinó un largo silencio que se rompió con los abrazos y en donde eran visibles algunas lágrimas que, quizá, fueron contenidas en el tiempo de la aflicción. Fueron varios los comentarios que  señalaban que mi hermana Carmen Ramona, residenciada en San Juan de Los Morros, al saber la triste noticia de mi enfermedad, no había podido contener su llanto y por momentos fue víctima de algunos intentos de desmayo. Cuando pudimos comunicarnos era notoria su alegría y su satisfacción de saber que había sobrevivido a aquel “naufragio” en “altamar”, pero que con la Venia Divina y Su misericordia Eterna habían conducido “el barco de mi cuerpo” a playa segura. Vivamente me comunicó: “Pelón, Dios debe tener un propósito contigo”. Ya había escuchado esa sublime y hermosa expresión proferida por uno de mis médicos tratantes –el doctor Bonillo-, por otros familiares y amigos y volví a sentir las cosas maravillosas que emanaban de tan profundo y esplendoroso significado y era tal el sideral sentimiento que me hacía exclamar y preguntarme sutil e íntimamente: -“¿Dios tenía un propósito conmigo?”. Era inexplicable aquello. Yo no podía creer y tampoco podía concebir cada vez que lo escuchaba que el Santísimo pudiera tener una misión para con una persona que significaba tan poco espiritualmente hablando y que no era más que un común y mortal pecador. Aquello era mucho para mí limitado entendimiento y me abrumaba un bellísimo “no sé qué” de solo pensarlo.

Después se me aclararía ese exultante motivo y pude comprender que Dios siempre ha tenido un plan con todos los seres humanos –Su Amadísima Creación- y era muy probable que no pudiéramos “verlo ni sentirlo ni oírlo” por el estilo de vida mundana que nos viene absorbiendo de modo progresivo y peligroso. Probablemente eso está contenido en la profecía de Isaías (Is 6, 9-10) –y no hay dudas que en toda la Santa Escritura- y que el Mismísimo Jesús lo recordara a Vassula Ryden  –Su mensajera de estos tiempos-, en los libros La Verdadera Vida en Dios que el mundo ha recibido desde 1985. He aquí un extracto de una  de esas Conversaciones acaecida el 2 de abril de 1989: “Mi Vassula, aunque alguien resucite de entre los muertos ante sus propios ojos, ellos no se convencerían…Para ellos es todavía valedera la profecía de Isaías: “Oiréis y oiréis con vuestros oídos otra vez, pero no comprenderéis, veréis y veréis otra vez, pero no percibiréis, porque el corazón de este pueblo se ha vuelto basto, sus oídos están insensibles para oír y ellos han cerrado sus ojos por miedo de que fueran a ver con sus ojos, oír con sus oídos, comprender con su corazón y convertirse y ser sanados por Mí”.

Repasemos ahora, en esta sinopsis, algunos de los momentos cumbres que viví en aquellos días de dolor. Cuando salí de Acarigua con el diagnóstico “a cuestas –el del doctor González-, y aun cuando él no cerró la esperanza, científicamente me había visto “casi muerto”. Por eso su inocultable alegría cuando regresé  con vida y me atendió en una nueva consulta  posoperatoria. Y además la reacción extrema e incontenible de su secretaria al verme “sano y salvo”. En Barquisimeto, en el hospital, los galenos, casi todos, al verme y evaluarme, me diagnosticaron “clínicamente muerto” e hicieron como Pilatos: “Se lavaron sus manos”, aunque eso han debido hacerlo con sus conciencias.

Y ya en la clínica, el diagnostico de “pronóstico reservado”, pero con la voluntad siempre presente y dispuesta. Y Cuando todo estaba definido para la intervención, resultó que “no había la prótesis” ni en la clínica ni en Barquisimeto. Y de pronto “La Luz” que nos conectó con la gente que estaba en Caracas buscando “precisamente unas prótesis” y pudieron traerse la que necesitaba con urgencia. Y al momento de irse a operar, los médicos reunieron a mi familia y les dijeron que no había ninguna garantía porque mi aorta estaba muy disecada y seguro habría “problemas” para colocar el implante y ese sería el final de mi existencia. Y cuando me vi con los facultativos, después de colocar el implante, dijeron al unísono: “A ti te salvó Dios”.
   
Al concluir esta breve historia, una emoción muy grande recorre todo mi cuerpo. Sí, no hay ninguna duda. Dios estuvo siempre con nosotros y desde Su Trono Celestial había tejido una especie de red humana en la tierra y le dio a cada una de esas personas una Misión que fue cumplida cabalmente. Cual fina obra de teatro Dios entregó su papel a cada quien para que fuera interpretado con el brillo con que ocurrió. Su Aliento Divino condujo todos los hilos que llevaron a mi salvación. Por eso, Dios -Santísimo y Divino- te doy las gracias eternas por devolverme un tiempo más a la tierra y te prometo solemnemente que este humilde servidor seguirá viviendo y transitando con Tu Palabra, porque, “Tú Eres el Camino, La Verdad  y La Vida". Y ruego porque a mis familiares, a mis amigos y conocidos les devuelvas sus rezos y buenos deseos en salud, convencidos como estamos de Tu Excelsa Bondad, y que también las lágrimas derramadas por toda esa gente maravillosa, TÚ las conduzcas al río Jordán -aguas sagradas donde fuera bautizado Nuestro Señor Jesucristo, Unigénito Tuyo- y que su permanencia en el tiempo riegue las esperanzas por un mundo mejor. Y las palabras de Jesús resuenan en las mentes escépticas: “Nadie debería decir que no busco sino a las personas santas, porque soy conocido por ir a encontrar a los enfermos y a los miserables. Su miseria Me atrae, su incapacidad de llegar a Mí Me hace todavía más deseoso de atraerlos a Mí para estrecharlos a Mí Corazón. Yo soy Jesús y Jesús significa Salvador, y vengo para salvar y no para condenar”. Y terminamos  -ahora sí- esta historia con un poema que fue escrito el día 18 de mayo de 1994  -catorce años antes de este suceso-, en Valle de la Pascua,  ciudad de mi niñez y adolescencia  y de donde hube de partir en busca de nuevos horizontes: 
                                                 



 Dios ilumina mi vida


Dios ilumina mi vida
y guía todos mis pasos
y no hay un solo acto
en que Él no me dirija,
y así será mientras viva
en este mundo de dolor
porque solo su perdón
hará mi vida tranquila.

Es el camino y la vida
es amor y es virtud
y proyecta siempre luz
por veredas sin espinas,
elimina la intriga,
el rencor y la maldad
y quita la mezquindad
el odio y la envidia.

Dios está en la familia
que reza y canta alegre
y donde nadie se pierde
si permanece unida,
Dios ilumina mi vida
cada mañana y cada día
y transmite mi alegría
y me da Su Mano amiga








 ¡Bendito Seas Señor!


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