Anoche soñé con el Greco
Por Eduardo
Correa
Anoche soñé con el Greco. Con mi
hermano. De pronto lo vi cerca de mí y corrí a abrazarlo, llevaba puesta una
ropa conocida para mí y estaba parado de medio lado y mirando a la distancia.
Cuando hice el gesto de abrazarlo pensaba que no tocaría su cuerpo y su figura,
tal vez pensando que ya había volado al Cielo y aquella figura era entonces
imaginaria, pero no, al hacer contacto era el Greco. Si, era él. Lo abracé
fuerte como en un intento de retenerlo para siempre. No sé cuánto tiempo duré
abrazado con el Greco que tanto quise, quiero y querré. Solo recuerdo que su imagen
era cierta y era la que siempre conocí. Y empecé a llorar en el sueño aferrado
a mi querido hermano, como en un intento
de que no se fuera jamás...y de pronto desperté y una tranquilidad
impresionante me hizo sentir que el Greco nunca se iría y siempre permanecería conmigo. El sueño se fue,
y sentí que él se quedó en mi corazón. Y si, en mi vida real pienso eso, el
Greco siempre estará conmigo. El no se ha ido porque siempre lo estaré viendo
en mi corazón y en mi alma. Su presencia será eterna.
Y, ciertamente, sin lugar a dudas, su
presencia es imborrable e imperecedera. Fueron millones de cosas las que
vivimos y compartimos juntos. Y permítanme decirlo: Tuve el privilegio y el
honor de ser receptor de cosas que él nunca le confiaría a otros, sin que ello
tenga que ver con exclusiones de índole personal, sino que mi corazón y el suyo,
como cosas de Dios, se comunicaban de tal modo que eran felices compartiendo
situaciones que a otros podrían parecerles sin sentido, pero que para él y para
mi constituía una especie de mundo muy especial donde únicamente nosotros dos
habitábamos y nos entendíamos con un lenguaje igual de especial y que al
parecer nacía del alma. Y claro que jamás pensé que esas serían las cosas que
nos unirían para siempre, e incluso, que ni la barrera de la insoslayable y
desgraciada muerte podía separar. Hoy lo comprendo, y en medio del dolor de su
partida inesperada, y que debo expresar inequívocamente que Dios y la Virgen ayudan a consolarme, esas cosas miles que
compartimos eran el lazo divino que ataría su vida y la mía. Cosas misteriosas,
¿verdad? Pero son las cosas de Dios Todopoderoso. Algunas veces estuvimos
separados presencialmente por razones lógicas del trabajo y otros quehaceres,
pero permanecíamos juntos en el corazón y en el alma. Poco antes de partir
definitivamente, y en medio de su enfermedad y con una tristeza inocultable, me
dijo: “Pelón, de seguir esto como está, muy pronto estaré viajando hacia un
lugar lejano y completamente desconocido. Lo presiento”. Y yo, haciendo un
descomunal esfuerzo para ocultar mi tristeza y mi dolor, al verlo así, le
contesté: “No chico, tú te vas a poner bien y te levantaras de ahí. Ya lo
veras”.
Y no fue de ese modo. Ya lo sabemos. Y
cualquiera podría decir, al conocer la incesante oración que sostuvimos
pidiendo al creador por su recuperación y que nos lo devolviera un tiempo más,
no fue escuchada en el Cielo. Repito, cualquiera podría decir eso, que no fue escuchada.
Pero, yo pienso ahora y visto cómo ocurrieron las cosas, que no fue así, y que
Dios mismo si oyó nuestras peticiones que sirvieron y fueron muy útiles para
adornar el camino y el lugar a donde viajaría el Greco de nuestro amor. El lo
dijo, como aseguro un poco más arriba. ¿Dios se lo había susurrado? Solo el Altísimo lo sabe y el Greco mismo,
pero dada la forma como vivió nuestro hermano, inmerso en la fe y de lo cual
puedo hablar con propiedad porque fueron muchas e incontables las horas y el
tiempo que invertimos hablando de las cosas divinas, que mi corazón y mi alma
creen sinceramente que el Greco recibió el Galardón que merece y recibe el
hombre justo. Por su fe y por sus obras. Y el Greco supo, actuó e hizo realidad
las dos cosas. Fue mucho el bien que hizo, la mayoría de las veces en silencio
y sin alarde, como debe ser. Los que lo conocimos muy de cerca lo sabemos. Dios
escuchó nuestras peticiones, solo que Él tenía otros planes para el Greco e hizo
Su voluntad, la cual acogemos como humildes y mortales creyentes. Y como
pecadores que somos. Dios lo sacó de este mundo donde imperan las tinieblas y
lo subió a Su luz.
Cuando estuvimos en San Juan de los
Morros luchando por su recuperación, y
cuando la medicina nos reveló que ya no podía hacerse más nada, él regresó a Valle
de la Pascua y nosotros a Acarigua, y pidió a Juanita, su mujer, que escribiera
un mensaje de texto dirigido a mí, con este contenido: “Díganle a Pelón y a
Mirian que me sentí bien teniéndolos aquí, en San Juan, junto a mí. Mi gratitud para con ellos”. Antes había
dicho a Carmen, mi hermana, quien cuidaba de él en aquellas horas. “¿Dónde está
Pelón, Carmen?”, y ella le decía: “El
está cerca, allá afuera, debajo de unos árboles. Hace poquito estaba aquí
contigo. El va y viene”. Y terminaba quejumbroso: “Dile que se venga, quiero
que esté aquí”. Ese era mi querido Greco, nuestro querido
Greco, que aun en las horas más duras de su vida e inmerso en sus terribles
dolores, aun así, sacaba de su alma y su corazón herido, aquellas palabras de
aliento, no para él, claro está, sino para nosotros. Su bondad, como digo, era
proverbial. Y eso abonaba la vía divina, sin que él lo supiera. Ni en aquel
momento, nosotros tampoco. Al salir del hospital, encontré a Juana en la
puerta. Hablamos un poco antes de venirme. En ese momento me confió con tristeza
y con dolor, que cuando vestía a Greco, podía notar que su vejiga y sus
alrededores lucían llagados, purulentos y que le producían un intenso dolor.
Por el camino recordaba esas duras y tristes palabras y de inmediato se
desbordaba mi dolor y lloraba aferrado al volante en medio de esa carretera
solitaria del llano. Era como si entendiera que no habría vuelta atrás en el
mal que padecía mi hermano. Y, obviamente, eso dolía, casi hasta la locura.
Lograba controlarme, por gracia de Dios, y seguía conduciendo.
Los misterios de Dios y sus caminos, solo Él
los conoce. Tres días después recibimos la noticia que nunca queríamos recibir
por intermedio de una sobrina, que secamente nos dijo por mensaje telefónico:
“Tío, falleció mi tío Gregorio”. Todo había terminado. Sentí en aquel instante
que algo dentro de mí, muy adentro, había muerto también. En medio de mis
lágrimas alcancé a trasmitir la infausta noticia a mis hijas María del Mar, a
María del Valle, y Mirian, mi esposa y a todo el que pude de mis familiares. Yo
quedé como atontado, tembloroso y como incapacitado para reaccionar. Hice
esfuerzos increíbles, desesperados y
ordené a mi cerebro que no procesara la triste información que hubiera recibido
y que la negara. Que la borrara. Que la desapareciera. Pero no. No se podía. Y
no me quedó más remedio que llorar de dolor y de impotencia. Y allí, en el
cuarto, me encontró Mirian que ya venía llorando, y solícita compartió mi
dolor, que era su dolor. No había pasado media hora, cuando repentinamente me
senté al borde de mi cama y pedí, entre lágrimas, a Dios y a la Virgen, que me
ayudaran en aquel duro momento. Y de esa manera, con ayuda divina y
misericordiosa, he logrado consuelo por la partida inesperado de mi hermano, la
cual, por momentos, se me borra de mi mundo real, pero así como se desaparece
por instantes, por instantes vuelve real y lacerante como una espada que
traspasa el corazón y mi alma, pero todavía así, la misma alma me retrotrae la
imagen del Greco con una sonrisa, fiable y amorosa, como diciéndome: “Estoy bien. No temas. Habito en un lugar
bonito y paradisiaco”.
El
día que dejamos su cuerpo en el sepulcro, era domingo y justo a las tres de la
tarde, que fue la hora misma del día anterior de su partida física. Era la hora
de La Divina Misericordia y lo recordé justamente, no por casualidad ni por
azar, porque en el verbo de Dios no existen esas palabras. Fue causal. Un
efecto causal provenido de lo alto, y pedí por el Greco en esa hora
providencial, y dice el mismo Jesucristo que lo que se le pida en ese instante,
Él lo concederá, no por los méritos de uno, sino por los méritos de su pasión.
Si, esa misericordia que es un abismo y un océano de amor. Y a esa Bondad
Superior nos acogimos y encomendamos el alma del Greco, nuestro queridísimo
Greco. Cuando me retiré del lugar santo, en el camino y cerca del sepulcro del
Greco, me encontré a María Cristina, su hija única. Estaba en el suelo desecha
y llorando inconsolablemente. José francisco, su esposo, y Juanita, su madre, trataban
inútilmente de tranquilizarla. Recuerdo que, justo al pasar a su lado, puse mi
mano en su cabeza y le dije, viéndola con amor: “María Cristina, te queremos
mucho”. Y partí con mi tristeza.
En
memoria del Greco.
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