Tres crónicas, tres viajes y tres recuerdos imborrables
En memoria de mi hermano Gregorio
Por
Eduardo Correa
¡Guárico adentro!
Soy guariqueño
“Es grande haber nacido
en mi llano
guariqueño,
entre vacas y
becerros
con caballos y
novillos,
donde canta el
pajarillo,
canario y cristofué
y donde el llanero
de a pie
camina con mucho
tino.
Mi honra es haber
nacido
entre sabanas y
esteros,
entre música y
copleros
y entre caminos
tendidos.
Guárico de mil
caminos
del caminante sin
rumbo
y donde alumbra el
cocuyo
centelleante y
taciturno
y donde el llanero
montuno
va pegado a la
nobleza
y donde la
naturaleza
forma hombres de
futuro.
Allá va el toro lebruno
embistiendo
juguetón
y aquel potro
cimarrón
relincha con mucho
orgullo,
Guarico eres mi
mundo
mi querencia y mi
sueño
y siempre serás mi
suelo
y mi querer más
profundo.
Una boda en el corazón del llano
(El día que se casó Reynaldo)
Era un día sábado, pero no recuerdo con exactitud la fecha y los años, aunque estimo que distan unos cinco lustros de algo que quiero contar. Ese día hice un viaje desde Acarigua, en el estado Portuguesa, a Valle de la Pascua mi tierra natal. Era uno de esos tantos viajes que emprendía con cierta regularidad y que tenía como norte visitar a mi madre María Josefa en su residencia habitual. Después de unas cinco horas de carretera ya estaba “aterrizando” en mi querido barrio Guamachal y como siempre sucede en el llano, al no más llegar salieron todos a recibirme con mi madre de primerita con una brillante y espontanea sonrisa que se “alojó” en mi corazón y alcanzó su máxima expresión en cuanto nos abrazamos. Al ratito y poco después de los saludos y abrazos de rigor, mi hermano Gregorio me dijo: “Que bueno que llegaste, pelón, porque tenemos una fiesta por ahí”. ¿“Ah sí? Logré articular mientras se acercaba Bartolo Ramón, otro de mis hermanos. “Greco, ¿Y de qué se trata esta vez? “Se casa Reynaldo Armas”. Me respondió rápido y seguro. Al mirarlo fijamente y con cierta sorpresa se sonrió, y agregué sonriendo igualmente: “¿En serio, Gregorio? –“Sí, compañero, así es”. Los tres nos separamos del grupo que ya había crecido un tanto con unos vecinos amigos que se habían unido y venían a saludarme. Mamá nos lanzó una mirada y nuestros ojos se cruzaron y sentí como si me dijera: “Caramba, hijo, ya estás planeando fiestas con los muchachos”. Sonriendo nos quitamos las miradas y volví a insistir en el tema planteado. Aquí es necesario decir que nosotros éramos seguidores fervientes del trabajo artístico de Reynaldo Armas al igual como lo somos al día de hoy. Por la comarca, como se dice, todo el mundo tenía que hacer con aquella “reynaldería” nuestra al extremo de comentar cuando nos reuníamos para escucharlo, y no eran pocas las veces que lo hacíamos: “Ya arrancaron de nuevo los vecinos con las canciones de siempre”. Y por supuesto que se referían al largo y rico repertorio musical del hijo de Santa María. Aunque otras veces nos llamaban “los hijos de don Simón” o “los hijos de doña María”, en clara alusión a nuestros padres. Por eso al comentarme lo de la fiesta y la boda de Reynaldo aquello llamó mi atención. Pero, confieso que pensé al no más escuchar la cuestión de la boda y el nombre del personaje, la dificultad de asistir a algo así y tan repentino sin conocer personalmente a Reynaldo Armas a quien apenas había saludado una vez en Guanare en una reunión con un grupo de folcloristas y en cuya ocasión me fue presentado por un amigo intérprete del folclor al igual que el hijo del caserío Los Guatacaros conocido como Joseíto Herrera, uno de los geniales integrantes del grupo que grabó la historia de El Silbón escrita por Dámaso Delgado. Fue un saludo rápido y más nada del cual dudaba mucho que se acordara Reynaldo después de tanto tiempo.
Y es que tampoco teníamos una
invitación formal que es usual en esos casos además de obligatorio y eso le
exterioricé a mi hermano que me dijo: “No chico, quédate tranquilo que Reynaldo
hizo una invitación publica por la radio y quedó claro que puede asistir el que
quiera”. Le riposté de inmediato: “Si hombre, vas a creer tú que eso es
así sin tener tarjeta de invitación y de paso sin ser un tipo “pesado” y
conocido. Tú sabes que es así, Gregorio, no te hagas el loco”. Entonces
intervino Bartolo que escuchaba todo aquello en silencio y que a veces soltada
una risita y dijo terminante: “Sí, pelón, Gregorio tiene razón. El que quiera
puede ir, anímate y más nada”, terminó diciendo mientras yo acotaba decidido:
“Bueno, tú sabes que por ánimo no porque eso es lo que me sobra y ustedes saben
que yo para trabajar es que soy flojo”. Expresé a manera de broma y todos nos
echamos a reír y fue entonces cuando Gregorio me dijo entusiasmado y en
movimiento. “Bueno, pelón, si vamos a ir acomodémonos y partamos porque la boda
se va a celebrar en la finca La Clemencia y esa queda retirada de La Pascua”.
Por su parte, Bartolo no perdía palabras y nos informó que en aquel momento se
celebraba el casamiento en la iglesia principal que está ubicada justo enfrente
de la plaza Bolívar. Todo el acto era trasmitido por la radio y según se
afirmaba no cabía un alma en la Casa de Dios. Por cierto que el Ave María era
cantado en coro por un número importante de intérpretes donde se confundían
trovadores espontáneos con el canto a flor de labios y figuras conocidas de la
canta llanera. De acuerdo con el relator radial eran acompañados por una
treintena de arpas colocadas vistosamente al igual que los demás instrumentos
musicales. Al escuchar todo aquello me dije mentalmente “vaya boda, ¿no?”.
Decidimos partir con la premisa que
sostenía Gregorio de que debíamos llegar antes de que lo hiciera el “gentío”
dada la invitación colectiva que ya se había regado por todo el pueblo y por un
momento pensé: ¿Llegar primero que todo el mundo incluyendo los recién casados?
Eso no me cuadraba mucho a mí. El hato La Clemencia está ubicado a unos treinta
kilómetros de La Princesa Guariqueña y la ruta a seguir atraviesa los caseríos
Mahomito y Mamonal por una carretera de granzón no exenta de huecos y con cañadas
en sus dos lados. Sin embargo, el paisaje en derredor era muy agradable y con
deleite lo constatábamos al pasar por varios fundos llenos de ganado, pastos,
garzas blancas volando bajo y volviendo de vez en cuando al garcero un tanto
alejado del camino. Era de mediodía y el sol, poco a poco, se iba tornando
de cierta reciedumbre. A lo lejos, un horizonte vasto y hermoso compuesto por
nubes blancas y azuladas formando figuras incomprensibles y atrayentes. De
pronto Gregorio se volvió a mí y me espetó: “Epa, compañero, ¿Y qué pasó con la
música?”, se refería al reproductor de la camioneta y a los casetes contentivos
de pasajes y joropos que solíamos escuchar en esos y otros momentos de tertulia
y entretenimiento. Al ratito estábamos escuchando “Laguna vieja”, “Pesadilla
entre las flores”, “El beso robado”, entre otras canciones que nos gustaban
mucho y que formaban parte del excelente repertorio musical “pegados” en la
radio por aquellos años. A pesar de la música, la conversación y uno que
otro cuento exhibidos durante el trayecto y lo bien que nos sentíamos, a mí no
se me quitaba la idea de que al llegar a la puerta debía estar una persona de
panza voluminosa con lentes oscuros e incluso armado cuidando la entrada. Y me
preguntaba cómo haríamos para superar el impedimento propio de esos casos. Ahí
fue cuando le dije al Greco que lo único que yo cargaba y que tal vez podría
servirnos era un carnet del Sindicato de Radio y Televisión y otro del Gremio
de Folcloristas de Acarigua del que era agremiado y directivo. Al escuchar
aquello el Greco soltó entusiasmado: “Casi nada, pelón, con eso basta y sobra”.
Yo seguía con la duda y tercamente afirmé: “No te creas, Gregorio, hay muchos
que no le paran a eso”. Los saqué de la cartera y los metí en el bolsillo de la
camisa como el único argumento disponible para vencer la barrera que tanto
temíamos.
En unos cuantos minutos ya estábamos
en el sitio y pudimos leer en un aviso bien acomodado el nombre de la finca. El
lugar estaba muy concurrido, alegremente alborotado y con la música llanera
interna que se dejaba oír desde afuera. Aparcamos entre un número grande de
vehículos de todas las marcas y colores. El carro más viejo nos pareció el de
nosotros pero eso no nos arredró y entre presurosos, dubitativos e inseguros
llegamos a la puerta. Y en efecto, como lo temía, allí estaba el hombre
corpulento franqueando la entrada y nos puso la mirada penetrante en cuanto nos
vio. Y justo ahí aumentaron nuestras dudas. De inmediato nos dijo, en el mismo
momento en que yo trababa de sacar el fulano carnet del bolsillo, que de paso no
pude hacer porque su voz llegó rápido y fuerte: “Muchachos, bienvenidos, pasen
adelante y disfruten la fiesta en nombre de Reynaldo Armas”. Por supuesto que
aquello, sin dudarlo, resultó muy agradable a nuestros oídos y sin pensarlo dos
veces traspasamos la puerta dándole resueltamente las gracias al hombre
corpulento de la entrada que resultó tan amable y cortés. Alegres y gratamente
sorprendidos nos encontramos en medio de muchas personas y en un ambiente que
prometía muchas satisfacciones.
En las primeras de cambio nos
dispusimos a recorrer el lugar que lucía sobriamente engalanado y entre árboles
circundantes. Varios quioscos adornados con cintas multicolores, bien
ubicados y pudimos darnos cuenta que en cada uno de ellos había dos personas
atendiendo y ofreciendo las bebidas de rigor y cada uno de esos sitios con
abundantes licores y bebidas específicas donde cada quien bien podía solicitar
la de su preferencia. En cantidades que parecían inagotables había allí
cervezas, vinos, ron, wiski, refrescos y agua, entre otras cosas, que solo
había que pedirlos y más nada. Gregorio y Bartolo me acompañaban casi en
silencio durante el recorrido y podía notar su extrañeza y no poca la alegría
de que aquello fuera así. Fiesteros como pocos, esto resultaba extraño de
acuerdo con sus experiencias en el oficio donde no eran pocas las trabas y la
escasez. Muy cerca de un árbol con mucha sombra habíase colocado una enorme
tarima y un sonido espectacular que captaba hasta el sonido de un insecto. Tres
arpas se mostraban señoriales y listas para la ocasión mientras la música ambiental,
llanera por supuesto, llegaba al corazón. Seguíamos caminando y nos encontramos
con una especie de pequeña ensenada y allá abajo, relativamente cerca, varias
terneras, sabiamente colocadas en sus estacas se asaban lentamente, así como
también se veían ollas grandes en fogones cocinando sancochos llaneros. Mesas
varias cercanas a las terneras y ollas llenas de yuca cocida y recipientes de
buen tamaño con guasacaca e incluso llegamos a ver un budare inmenso donde se
asaban unas arepas blanquísimas que apenas comenzaban a dorarse. En tono jocoso
Gregorio medio risueño me anotó: “Bueno, pelón, con todo esto come un ejército
tranquilamente”. Le completé las palabras viéndole fijamente: “Y bien sabroso
por cierto”.
El mismo Gregorio agregó de seguidas:
“Podemos empezar echándonos una y después decidimos con cual bebida nos
quedamos y por pagar no se preocupen que yo me hago cargo de eso”. Nos reímos y
partimos hacia uno de los quioscos donde nos atendieron cordialmente y en unos
minutos de pronto cesó el sonido y al mirar hacia la tarima estaba en el lugar
el mismísimo Reynaldo Armas que había tomado el micrófono con la intención de
dirigirse a la nutrida audiencia que aplaudía con frenesí al autor y cantante
llanero que vestía un elegante y bien cortado lique liqui y muy atenta,
cerquita de ahí, estaba Lolimar Pérez luciendo un hermosísimo traje matrimonial
y no quitaba su alegre y satisfecha mirada del trovador llanero presto a
hablar. La ex reina de las ferias recientes de la ciudad de Valle de la Pascua
estaba acompañada de un alegre grupo de féminas que por la forma de vestir daba
la impresión que fueron las damas de honor en la singular boda. Reynaldo
hizo señas amables al público para detener la ovación y de inmediato dio
la bienvenida a todos haciendo especial énfasis en el agradecimiento por haber
venido a compartir aquel momento con él que según afirmó con voz grave y
pausada “era el día más hermoso de su vida” y eso lo dijo viéndose con su bella
esposa, sonreídos y satisfechos. En medio de aquellas emociones del grupo que
aplaudía entusiastamente salió una voz que pedía que cantara el trovador recién
casado y este respondió solemnemente: “No me pidan que cante hoy, amigos,
porque no voy a cantar”. Y agregó seguidamente con una risa complaciente y pose
artística: “Yo creo que hoy me merezco que canten para mi todos mis amigos y
colegas. Yo se los pido como regalo”. Y bajó de la tarima en medio de una
lluvia de aplausos y vítores que agradeció con una vistosa inclinación.
Enseguida subió un animador con una
bien timbrada voz que no conocía yo y al preguntarle a Gregorio me dijo que se
trataba de José Luis Moleiro. “Él es muy conocido por el oriente y anima por
ahí. Es bueno como puedes notar”. A partir de allí la música no paró ni un solo
instante sucediéndose unos tras otros los intérpretes del folclor dedicando sus
melodías a los afamados y singulares contrayentes. La fiesta llanera se había
prendido con intenciones de no pararse jamás según era el ánimo de todos los
asistentes. Con regularidad subía un trovador o trovadora y al no más terminar
subían otros y otros mientras pasaban las horas sin que uno se diera cuenta.
Podía pensarse que aquellas alegres canciones traspasaban los árboles y con la
brisa llanera se perdían en la sabana mezcladas con el olor del mastranto y de
las flores diversas del llano guariqueño. El tiempo parecía detenerse en
una alegría desbordada y contagiosa entre los típicos joropos recios del llano
e intercalados con pasajes melodiosos entre reparto de ricas tortas, terneras
gustosas, sancochos humeantes y bebidas de todo tenor, risas y felicidad
general.
De pronto vimos un movimiento inusual
no cónsono con lo que allí vivíamos cuando en torno a uno de los quioscos se
agruparon unas personas que entre forcejeo y lucha lograron someter a un hombre
que al acercarnos pudimos visualizar que era uno de los meseros contratados e
inmediatamente lo inmovilizaron entre varios hasta que se hicieron presentes
unos funcionarios policiales quienes al parecer eran invitados y corrieron a
poner orden quedando formalmente detenido el sujeto. Se le acusaba de haberse
apropiado de varias botellas de wiski y otras bebidas que de modo subrepticio venia
sustrayendo y fue descubierto, según se dijo, por otro mesero que lo
delató poniendo sobre aviso a los responsables de la fiesta. Fueron
varias las voces que se alzaron venidas del grueso de los asistentes que pedían
castigo implacable para el insolente y atrevido servidor que había cometido tan
terrible falta, según eran los argumentos mezclados con alcohol y
animosidad proferidas desde el tumulto que se formó al conocerse el
hecho. En minutos se apersonó Reynaldo Armas quien informado de la irregularidad
decidió intervenir. Llegó y pidió que le trajeran al responsable. Seguían las
voces enconadas vociferando “que lo llevaran preso y que fuese castigado
ejemplarmente”. Reynaldo encaró al osado muchacho y le dijo con toda la calma
del mundo una vez solicitado que le quitaran las manos de encima: “Hermano,
¿por qué hiciste eso? ¿No ves que estamos entre familia y amigos? Aquí todo es
de todos y solo había que respetar eso”. Entonces sonó una voz fuerte y
estentórea que soltó: “Mándalo preso, Reynaldo, de una vez”. Uno que estaba
cerca de mí llegó a decir: “Deben darle una paliza y sacarlo, es lo que se
merece”. El cantor de “Laguna vieja” lucía muy tranquilo y su rostro
circunspecto y con dejos de bondad y desprendimiento expresó al acusado que no
quiso verlo de frente y más bien miraba al suelo: “Oye, no vamos a hacerte nada
y no vas a ir preso, solo te pido que nos devuelvas lo que te llevaste y te
marches de la fiesta”. Hubo un silencio entre la gente que fue cortado cuando
el mismo intérprete de “Pesadilla entre las flores” terminó aquel incidente
dirigiéndose a todos: “Bueno, volvamos nosotros a lo que vinimos. ¡Arpa,
maestro!”. Y se formó un jolgorio escuchándose un aplauso general. Apostado en
uno de los quioscos y junto a Gregorio y Bartolo me quedé en silencio y a mi
mente llegó un pasaje del libro “El néctar de la instrucción”, de la literatura
hindú que habla del comportamiento del hombre y que sostiene en una de sus
partes: “Si se deja un saco de arroz en un lugar del camino los pájaros vendrán
a comer unos pocos granos y se irán, sin embargo, un hombre que pase por ahí se
comerá todo lo que le quepa en el estómago y luego tratará de llevarse el
resto”. Gregorio me sacó de mis pensamientos al recordar: “Dijimos que nos
iríamos temprano y miren la hora que es ya: ¡las doce de la noche,
compañeros!”. En efecto, estábamos entrando en la madrugada y no obstante
cierta indecisión acordamos partir. Debíamos tomar camino y al pasar de nuevo
por la misma puerta habían pasado doce horas. Volvimos la mirada y atrás
quedaba “prendida” la parranda llanera y aquello aún estaba “vivito y
coleando”. Y era muy cierto lo que dijo Gregorio al abordar el carro: “Ya a mí
no me cabe más nada”. Bartolo le siguió: “A mí tampoco”. Y yo concluí risueño:
“Lo mismo digo”. Al día siguiente corría por la ciudad de Valle de la Pascua en
boca de la jocosidad llanera: “En verdad jamás se había visto tanto borracho
tirados a los lados de la vía desde la finca La Clemencia hasta el propio
pueblo”. Y como dice un poema gaucho que aquí parodiamos “Y desde la finca La
Clemencia a La Pascua hay treinta kilómetros
apenas”.
Una imponente aventura por el río Orinoco
El llano guariqueño conoció de modo muy especial algunas andanzas y correrías mías junto a mi hermano Gregorio y de allí que fuesen varios los viajes que emprendí con él porque no perdíamos oportunidad cuando de viajar y conocer lugares se trataba. Y la emoción nos embargaba nada más de pensarlo y es necesario acotar que no necesitábamos un plan o un programa determinado, es decir, no nos acomodábamos mucho para “coger carretera” como se dice en el argot popular. Fue así como una vez, hace más de veinte años, estando en nuestro hogar del barrio Guamachal, en Valle de la Pascua, en amena conversación le pregunté: “¿Qué te parece si un día de estos nos vamos a Cabruta y damos un paseo por el imponente río Orinoco? Tengo ganas de ir por ahí”. Gregorio volteó rápido a mirarme sorprendido por la interrogante que acababa de hacerle y con un brillo en sus ojos pensó unos segundos y me respondió con otra pregunta: “Pelón, ¿por qué no nos vamos temprano en la mañana? Ahorita es muy tarde”. Lo miré sonriente y le dije que estaba bien y que en la mañana partiríamos. Dicho y hecho. Al siguiente día sin más pertrechos que las ganas de viajar nos fuimos y apenas partimos comenté: “Gregorio, nosotros somos locos, cómo vamos a arrancar para un sitio tan lejos así como así y llevando tan pocas cosas”. Nos reímos y al rato soltó: “Los viajes hay que hacerlos así porque si uno se pone a planificar segurito que no hace nada. Vamos a darle y en el camino nos enderezamos”. Y se echó a reír acomodándose en el asiento.
Poco antes de pisar Chaguaramas
avistamos fugazmente el monumento del “Ánima del Pica-Pica y habían contadas
personas en el lugar, muy pocas en verdad y debe haber sido por la hora porque
era casi de madrugada cuando pasábamos por ahí. Existe mucha devoción a esa
ánima y lo sabe todo aquel que haya viajado y pasado por el sitio y visto las
incontables velas encendidas permanentemente, así como las numerosísimas
placas, pergaminos, objetos y otros reconocimientos dejados en la sede como una
prueba de los milagros recibidos por las personas creyentes, propias y
extrañas, que le rinden devoción. Al llegar a Chaguaramas vimos el poblado un
tanto solo también y sin mucho movimiento de personas y vehículos. Tal vez
sería por la misma razón anotada antes. Era día sábado muy temprano y todavía
no habían colocado la enorme escultura que recuerda a un santo de la antigüedad
católica conocido como san Lorenzo que ahora se yergue allí y que es pilar de la
Iglesia de Cristo luciendo allí imponente y atractiva en medio de la carretera
nacional, enfrente a la ciudad, en una especie de pequeña redoma y distribuidor
vial hecho con ese propósito. Por cierto que este mártir, san Lorenzo, por el
año 250 más o menos, fue horriblemente martirizado por un emperador romano que
lo mandó a quemar en una enorme parrilla donde ardió y se quemó Lorenzo ante
los ojos sorprendidos y consternados de la gente. Se cuenta que no mostró en su
cara los rigores que sufrió al ser quemado y atormentado. Todo sucedió porque
el emperador le ordenó que le trajera las riquezas de la iglesia so pena de
pagarlo muy caro y entonces Lorenzo recogió a los enfermos, lisiados y mendigos
y se los llevó, argumentando: “Tome, esta es la riqueza de la iglesia”. Al ver
aquello el romano emperador entró en cólera y lo sometió al sacrificio.
Al enrumbar a la ciudad próxima me
pregunté con cierta preocupación como estaría el camino hacia Las Mercedes del
Llano. El Greco respondió viendo a la inmensidad: “La carretera está
destrozada”. Habló sin inmutarse y con la vista perdida en el horizonte. Lo vi
fugazmente y seguí conduciendo con la mirada puesta en el camino. Muchas
historias salieron a relucir durante el trayecto que mágicamente hicieron que
las horas parecieron cortas y vale contar que a cada rato nos sorprendíamos con
algunos caimancitos o babas que salían corriendo hacia las lagunas naturales
que se formaban con las aguas de lluvia y se perdían de pronto en la nada. No
faltaban los ruidos de las guacharacas y las paraulatas saltando de mata en mata.
A veces un colibrí llegaba al vidrio del carro y se espantaba rapidito. Y por
supuesto que fue casi constante la presencia de las garzas provenientes de los
garceros distantes. Y la vacada, a lo lejos, se perdía en el horizonte. Y claro
estaba que el Greco a cada rato me soltaba: “¡Cuidado, pelón, con
ese tremendo hueco”. Yo lo esquivaba y a la vez le decía. “Eso no es un hueco
sino una tronera”. Y sin saber cómo, de pronto avistamos la entrada del
pueblo de Cabruta. Atrás habíamos dejado, apenas unas horas, a Las Mercedes del
Llano, Santa Rita y otros caseríos. Y valga acotar, con satisfacción, que
al pasar por Las Mercedes nos invadió el recuerdo del héroe venezolano Juan
José Rondón oriundo de ese pueblo. Habíamos pisado, nada más y nada menos, que los
lugares en donde había nacido y crecido el legendario Rondón el mismo que no dudó
ni siquiera un instante en caminar con pasos firmes hacia la grandeza
histórica. “Rondón, hombre negro, con valor y con coraje, que apostó su vida
por la libertad e independencia plena de nuestros territorios y que sobresalió
en las batallas de Las Queseras del Medio, Pantano de Vargas y en la de
Boyacá”, como bien lo atestigua el profesor Elías Zurita, también nacido por
aquí, pero en los tiempos de ahora, en su excelente libro “Juan José Rondón, el
Aquiles del Llano”. Y puedo agregar que este Rondón es el mismo al que Bolívar,
durante la batalla de Pantano de Vargas, en Nueva Granada y en un momento
crucial de la refriega, le gritó: “Coronel, salve usted la república”. Y así
fue, salieron victoriosos de modo increíble, tal era la destreza y el arrojo de
este nativo guariqueño.
Es de observar que el único
bastimento que llevábamos estaba compuesto por una cava de anime y en su
interior una porción de hielo con una buena cantidad de cervezas que íbamos
degustando a la vez que escuchábamos música llanera y repitiendo cada vez la
canción preferida de mi hermano Gregorio y que no era otra que “El toro y el
tiempo” de Reinaldo Armas, que es un buen tema que relata las peripecias de un
toro muy enamoradizo, pero ya viejo e insistiendo sin descanso en su
cortejo a las novillas y vacas. Tal vez ese “pasatiempo especial”, el de la
música y las cervezas, entrelazado todo esto con la conversación que
llevábamos, hizo que no sintiéramos el rigor de las horas y el calor que a
partir del mediodía hacía calentar suficientemente aquel ambiente llanero
por el que nos desplazábamos.
Poco después al avistar y acercarnos
al puerto fluvial nos pareció pintoresco y agradable con sus casas enclavadas
en lugares seguros y construidas alejadas estratégicamente de la caudalosa
vertiente. Entre ellas muchos árboles frondosos y sombreando a aquella hora del
día medio dando una sensación de frescura. El pueblo lucía concurrido aunque un
tanto silencioso con gente del lugar en su mayoría absortas y metidas en sus
actividades que consistían en atender unos kioscos muy sencillos en su aspecto,
pero bien abastecidos de comida propia del lugar y en donde destacaba el
pescado frito, sopas ardiendo en sus calderos y ollas que despertaban el
apetito por su aspecto llamativo y olores que cautivaban. Las personas iban de
un lado a otro. Tan entretenidas estaban en sus quehaceres que pocos
advirtieron nuestra llegada. Aparcamos a las orillas del lugar y nos dispusimos
a recorrerlo hasta llegar al rio y allí estaba el majestuoso e imponente
Orinoco un tanto intranquilas sus aguas y algo amarillentas que eran surcadas
por canoas y algunas curiaras. Eran varios los “fuera de borda” con sus ruidos
menores. Contemplamos aquellas aguas por unos minutos y veíamos un número
indeterminado de garzas que adornaban el panorama volando entre pescadores y
montañas. Todo aquello semejaba un enorme cuadro pintado por una mente singular
y unas manos expertas y sabias sobre una gran tela multicolor cuyo pintor no
puede ser otro que nuestro Padre Celestial que tomó todos los elementos,
detalles de rigor y los colocó en el sitio justo. Y todo aquello era bonito y
muy exultante. No podía ser de otra manera. En minutos y después de haber
contemplado esas maravillas fue cuando decidimos almorzar mientras esperábamos
la gabarra para continuar hacia Caicara. Al Greco le costó decidir su almuerzo
entre un burbujeante sancocho de “boca chico” bien adobado y un bagre rayado
que chirriaba en aceite en una amplia palangana. A la vista lucía preparada y
recién hecha una apetitosa ensalada cuyas hortalizas y verduras, según nos
informaron, todas eran cultivadas por los labriegos arraigados en la zona.
También en unas grandes botellas de vidrio se ofrecía papelón con limón bien
frío. El pan era la llamada “yuca pega dedo”. Al ver su indecisión le acoté:
“Tranquilo, catire, dale a la sopa y después te mandas el pescado”. Con una
sonrisa que llamó la atención del vendedor, dijo “No, pelón, no me cabe”.
Mientras comíamos alcanzamos a oír una alegre algarabía allá en el rio y al
preguntarle al cocinero nos informó que eso era frecuente cuando avistaban la
gabarra que cargada de gente, vehículos y cosas comestibles llegaba a la
orilla. Era un entretenido acontecimiento, muy natural y sencillo, pero
vistoso. Las emociones comenzaron a invadirnos de nuevo y apuramos la comida no
fuera a ser que nos quedáramos sin un puesto ante la advertencia que hiciera un
lugareño respecto del espacio reducido sobre todo para los vehículos y que era
normal durante los fines de semana. El Greco se adelantó y fue a resolver el
asunto regresando poco después y diciéndome satisfecho: “Listo, pelón, podemos
viajar tranquilos”.
En menos de media hora estábamos
ubicados en una enorme gabarra que partió dejando en la rivera de las famosas
aguas a un grupo numeroso de personas levantando sus manos diciéndonos adiós,
algunas se alcanzaban a ver algo tristes. Greco y yo nos apostamos al lado de
la camioneta, encendimos el reproductor y empezaron a sonar las canciones del
trovador de Santa María, Euclides Leal, quien por aquel tiempo tenía pegado el
tema “Viajando en el bus”. Al oír la música fueron varios los que se nos
acercaron a compartir las melodías. Y cómo olvidar aquella travesía a través de
las sinuosas e inquietas aguas de una de las corrientes más conocidas e
importantes de Suramérica que es honra venezolana y que significa una riqueza
sin igual y un recurso hídrico esencial para el país. Al desplazarse la gabarra
iba dejando quioscos y casas detrás que tendían a verse pequeñas y más pequeñas
en la medida en que nos alejábamos de Cabruta. A los lados, de vez en cuando,
se dejaban ver inmensos barrancos, zonas boscosas y más al fondo visualizábamos
las barracas habitadas por las etnias del lugar y algunos de ellos ponían sus
ojos sobre la gabarra y se quedaban quietos y en silencio viéndola pasar.
Al llegar a Caicara el Greco buscó a
un amigo de apellido Ocanto que allí vivía y quien nos invitó a quedarnos en su
casa. Era un ex empleado del Servicio Panamericano que trabajó con mi hermano
en esa empresa de traslado y protección de bienes. Muy temprano en la mañana el
amable amigo nos invitó a desayunar en el mercado municipal de Caicara y allí
pudimos deleitamos el paladar con unos sabrosísimos manjares propios de la
tierra guayanesa. El Greco no desperdició el momento para recordarme un dicho
de la zona: “Pelón, no vayas a comer sapoara porque te vas a quedar por aquí
enamorado como un pendejo”. Yo lo vi y me sonreí con ganas de no escucharlo.
Llamó nuestra atención que todos los estantes estaban llenos de variadas frutas
y hortalizas que al igual que en Cabruta era cosecha propia. El
acompañante nos presentó a la autoridad policial del lugar y al hacerlo con el
Greco dijo de modo peculiar: “Amigo, te presento a Gregorio Correa que fue mi
compañero de trabajo y ten cuidado porque este hombre no pela con un rifle a
dos kilómetros de distancia”. El interpelado abrió los ojos hasta donde
pudo y mirando al Greco estrechó su mano y solo atinó a decir pelando los ojos:
¡mucho gusto, señor tirador!
Al mediodía del día segundo hubimos
de regresar. Repetimos el agradable retorno y al llegar de nuevo a Cabruta
compramos unos cuantos bagres “dorados” que son distintos al “rallado” justo
por esto último y con un aspecto increíble porque acababan de ser sacados del
agua y obviamente era palpable su frescura y buen color. Por el camino el Greco
rompió el silencio y dijo con firmeza: “Vamos a decir, al llegar a la casa, que
fueron sacados por nosotros. No te olvides que salimos fue a pescar”. Con
una sonrisa le riposté que no nos iban a creer. Él contestó: “No importa”. Yo
me quedé pensando y mirando a la distancia y me dije: “Si, Greco, fuimos muy
hábiles al pescarlos con el anzuelo del dinero y sacados desde el fondo
de un balde que sostenía un alegre vendedor”
Al llegar a casa de inmediato bajamos
la cava con su nuevo contenido que no era otra cosa que los bagres dorados del
cuento “pescados por el Greco y por mí”. Nadie nos creyó capaces de esa hazaña,
sin embargo era inocultable la alegría de todos, incluidos algunos vecinos que
se acercaron emocionados a contemplar aquel tesoro fluvial. Nuestra madre María
Josefa, amante de ese producto del gran rio, lucia muy alegre y dispuesta a
comenzar de una vez la fritura de los dorados. Antes cumplimos con “la
repartición de los peces” entre las personas del hogar y algunos amigos. Greco
y yo nos miramos y en silencio nos dijimos: “Misión cumplida”
Viajando en el recuerdo y la nostalgia
Mi memoria guarda en el recuerdo y la nostalgia otra de las vivencias que tuve con Gregorio en un viaje que realizáramos por otro de esos lugares hermosos del llano guariqueño. En esos días yo había viajado desde Acarigua, en el estado Portuguesa, donde laboraba en un medio de comunicación social, versión radio, donde hacía los noticiarios y hube de dejar el empleo porque me avisaron que mi señora madre, María Josefa, estaba enferma y tuvo que ser hospitalizada por problemas serios de salud. Mi hermano Gregorio me llamó con urgencia informándome del delicado asunto y me pidió que fuera y así, junto a él y los demás familiares, coadyuvar en la resolución del problema de nuestra progenitora. Recuerdo que después del noticiero del mediodía le comuniqué a uno de mis compañeros de labores y además muy cercano personalmente, que debía viajar a Valle de la Pascua con urgencia porque según me habían informado “mi mamá había caído en cama y estaba muy mal en el hospital de la ciudad”. Le informé a mi amigo y compañero de trabajo que debía partir lo más pronto posible. El me miró y contestó a manera de pregunta: “¿Y qué va a pasar con tu trabajo, Eduardo? ¿Qué vas a hacer después? Al responderle lo hice visiblemente contrariado: “Acabo de decirte que mi madre está muy enferma y me necesita. Debo viajar y estar con ella y lo que ocurra con el trabajo y qué haré luego, no lo sé, amigo. Debo irme rápido”.
Tal como había decidido, así lo hice.
Al llegar nos ocupamos del apremio en cuestión y afortunadamente, después
de varios días, mi madre encontró una buena respuesta médica y estaba en tan
franca mejoría que pudimos traerla a casa y continuar de ese modo con su
restablecimiento. Por mi parte, me quedé un buen tiempo en La Pascua hasta
asegurarme de que todo lo relacionado con la salud de mi mamá se normalizara
por completo. Y un día se me acercó mi hermano Gregorio y me dijo: “Pelón,
Alejandro te manda a invitar para que vayamos a un bautizo donde él es padrino.
Es el sábado, en Espino”. Le respondí que estaba bien y que iríamos, Dios
mediante”. Alejandro González era un vecino y amigo del lugar cuyos
padres, al igual que los nuestros, fueron en principio del escaso grupo de
fundadores del barrio Guamachal. Ellos, Isidro González y Simón Correa, se
establecieron en el sitio poco después de haber llegado las primeras
familias y de allí que existieran pocas casas en las primeras de cambio y
llegaron con la ilusión de tener un hogar propio y criar una familia. Pero,
tendrían que afrontar muchos imponderables, claro está. Y ejemplos sobran.
Aquello bien podía describirse con la muy conocida expresión popular que arrostraba
“que todo era monte y culebras”. Las casas, unas muy distantes de otras, se
comunicaban por unos caminitos de tierra rodeados de plantas silvestres
pequeñas y medianas. Y en aquellos tiempos las lluvias eran copiosas y los
tremendos aguaceros cuando caían casi tumbaban las casitas de zinc con paredes
de barro que eran la mayoría. Era cotidiano escuchar después de las fuertes
precipitaciones: “Cónchale, por poco el “palo de agua” no me tumba el
ranchito”. Y no se podía ni pensar en servicios públicos como se les
conoce ahora. Y es que el “servicio” de agua era surtido, en el principio, por
unas lagunas naturales y caños que se hacían en la sabana donde cada quien iba
y llenaba sus toscos envases. Y para alumbrarse se compraban velas de cera,
aunque algunos vecinos podían tener lámparas de gasoil pero eran los menos e
incluso en algunas viviendas se alumbraban con monte seco y residuos de cartón
que eran quemados en los rústicos e improvisados patios. Los alimentos, en
buena medida, eran provistos por el tradicional conuco y nosotros los Correa,
por ejemplo, éramos buenos conuqueros.
Mi papá era especialista usando el
machete y el garabato y ni hablar cuando se trataba del hacha o la chícura o la
escardilla. Y ya puede suponerse que los alimentos se cocían a fuerza de leña
en un fogón de tierra con ollas de barro o peltre y algunas veces esas ollas
estuvieron sin uso alguno. Y en el modesto dormitorio no faltaba el chinchorro
de moriche que se cubría con mosquiteros o “pabellón” para contrarrestar las
andanadas de los zancudos que eran cotidianos en las oscuras noches de
Guamachal. En esos tiempos abríamos y limpiábamos peladeros para practicar
béisbol con pelotas de goma o de trapo y el entretenimiento también estaba
constituido por el juego de “Las cuarenta matas” o “Policías y ladrones”. En
Semana Santa era costumbre jugar el trompito con caramelos, los trompos y las zarandas.
Era común decirle a las muchachas: “Oiga, vecina, muy pronto voy a quebrarle la
zaranda” y ellas se sonrojaban, bajaban la cabeza y seguían por el
caminito rumbo a casa a llevar el recado o cualquier otro mandado de los
“mayores”. Se refería al juego de zarandas que eran rotas por los trompos por
“los días santos. Después vendría “el progreso del barrio” y serían sustituidos
los caminos rústicos o picas por las carreteras de tierra. Y unos postes
de madera por las polvorientas, enmalezadas y distantes calles con un
bombillito de luz amarilla y débil. El servicio de agua llegaría también, pero
de modo paulatino que consistía en las llamadas “plumas” o “llaves” públicas
donde los humildes habitantes se servían llenando sus envases, baldes o pipotes.
Algunos envases eran improvisados con recipientes de latas de manteca “los tres
cochinitos” y otras marcas. Luego vinieron las populares bodegas y los
quiosquitos donde expendían víveres y muchas cosas más. Por esos tiempos
existían “las graneras” en las bodegas que se las abrían a los que hacían
“mandados” y el dueño le iba colocando granos en un vaso por cada compra y al
final de la semana se los contaba y le retribuía dinero donde los centavos, las
lochas, medios y reales eran los protagonistas y quien lograra reunir un
bolívar o dos tenía como comer completo por una semana. Eran tiempos en que se
almorzaba algunas veces con “una catalina o un pan de trigo y un fresco de
colita”. No puedo dejar de decir que el nombre del barrio era dado porque en la
zona proliferaba el árbol de “guamacho” que era de tamaño mediano y a veces
crecía de buen porte, daba un fruto pequeño que era muy dulce y podía servir de
alimento en días de escasez. Fueron muchas las ocasiones en que ese fruto
natural paleó mi hambre y la de muchos muchachos. Las carreteras de entonces
que en la práctica eran caminos de tierra, como dijimos, estaban adornadas, de
lado y lado, por aquellos frondosos y abundantes guamachos. Pero, a pesar de
todo eso la vida era vivible y si se viere positivamente todo aquello era
bonito. Por ejemplo, la naturaleza viva con sus árboles vistosos, las lagunas y
caños, pájaros diversos con sus cantos y trinos, los animales domésticos y
algún pavo real adornaban los patios. Y servían de comida también. Y sobre todo
la tranquilidad que era reina en el lugar prevaleciendo el respeto. Nadie se
metía con nadie y las personas se caracterizaban por su solidaridad y don de
buena gente. Con el tiempo todo cambiaría y los muchachos, no todos,
estudiarían la primaria y el bachillerato y unos partirían a otros lares en
busca de ampliar sus estudios y tener una profesión. Otros se irían en busca de
un empleo remunerado y un mejor “status”, como se dice. Eran otros tiempos y
otra manera de vivir y ver la vida.
En el momento de la invitación de
Alejandro era otro Guamachal cambiado totalmente. Habían pasado los años y el
barrio entraba en la “modernidad” de acuerdo con lo que aseguraban
algunos. Por nuestra parte, aceptamos la cordial invitación como quedó dicho y
eso nos permitiría, según le comenté a Gregorio, viajar por una parte
interesante del estado Guárico que hacía tiempo que no visitaba. El sábado muy
temprano mi hermano me aseguró: “Pelón, estoy listo”. Yo le dije que nos
fuéramos y acoté que ojalá no estuviera la inspectoría de tránsito en el cruce
hacia Espino por la carretera nacional que conduce a El Socorro, donde solían
estar, porque la camioneta tenía “dos cauchos abombados y dos lisos y además el
parabrisas trasero roto”. También me faltaban unos papeles necesarios para
circular. Gregorio se me quedó viendo y soltó: “Medio palo, si nos agarran nos
meten preso con todo y carro”. Nos reímos y partimos subiendo por la bomba de
gasolina de Napoleón y enfilamos hacia la vía de El Socorro y gracias a Dios
que los fiscales no estaban en el sitio de costumbre. “Coño, nos salvamos”,
alcanzó a decir Gregorio. Puse la vista en el camino hacia Espino y me dije
mentalmente que aquello no era una carretera sino un “camino real sabanero”,
como se dice en el llano. La vía estaba destartalada casi por completo y
tuvimos que andar a “paso de morrocoyes”. Eran como las diez de la mañana y ya
Alejandro debía estar en el sitio porque partió muy temprano y su llegada tenía
la hora fijada. Mientras tanto nosotros adobábamos el camino pedregoso y
volcánico con los cuentos de Gregorio, sus chanzas y escuchando también los
joropos de Eudes Álvarez, excelente arpista llanero de Calabozo que hacía
estremecer el cuerpo y alegrar el ánimo al escuchar el sabroso bordoneo que es
característico de este músico venezolano y aumentaba la pasión cuando soltaba
la voz, muy arriba pero melodiosa, Luis Lozada “El Cubiro” interpretando “Al
pie del arpa”, “A las suegras”, “Compadre, Gerardo Brito” y que después
suavizaba con “Puerto Miranda” o “Garceros de soledad”.
En dos horas y pico habíamos arribado
a nuestro destino dejando la carretera que conduce a Rabanal, a Parmana y sus
hileros y por supuesto a su histórico Puerto Fluvial. El pueblito de Espino
lucía un tanto alegre y sus moradores iban de un lado a otro sumergidos en sus
propios quehaceres y nosotros nos dirigimos a la bodega principal que estaba
muy concurrida por lo demás. Allí vendían de todo. Había una gran sala rodeada
de personas y un borrachito hacía de las suyas bailando solo en medio de una
algarabía y de las palmas que acompañaban un coro alegre e improvisado.
Gregorio buscó dos frías y nos pusimos a ver aquello y al ratito se nos unió
Alejandro que venía con una comitiva compuesta por una persona vestida a la
usanza llanera, una señora que era su esposa y un niño que al verlo supimos por
su ropa que era el recién bautizado. Alejandro nos dijo en cuanto se acercó:
“Muchachos, conozcan a mi ahijado y a mis compadres” y en los saludos estábamos
cuando de pronto cayó el borracho bailador en medio de la sala golpeado por un
puntapié y se dejaron oír los gritos de algunos presentes. Se argumentó que el
beodo intentó tocar a una dama y su compañero, un zagaletón corpudo, le había
golpeado por el supuesto abuso. Gregorio y yo molestos por lo sucedido a aquel
pobre hombre quisimos pedir explicaciones al guapetón pero nos atajó el señor
recién conocido acotando que no era prudente que lo hiciéramos porque “esa
gente era muy bruta”, acuñó. Alejandro también estuvo de acuerdo con su
compadre. Se comentó allí que el grupo de dónde provino el guapetón era de Las
Garcitas que es un barrio muy conocido de Valle de la Pascua y ese grupo andaba
de visita en Espino. Entonces estuvimos contestes en que nos fuéramos a casa
del hombre del bautizo quien dijo: “Allá nos están esperando. Vámonos”.
El sitio resultó ser una bonita y
bien ubicada finca ganadera distante unos quince kilómetros de Espino. Es
decir, hubimos de regresar y si bien recuerdo el lugar estaba anclado en una
especie de loma y podía verse desde lejos. Muy vistoso y atrayente puede
argüirse. Y muy cerca de allí se situaba el conocido paraje Los Manueles donde
se daban cita los lugareños y todo aquel que por allí ha de pasar ya que estaba
provisto de una venta de víveres y otras cosas de interés comercial e incluso
montaban allí de vez en cuando algunos eventos musicales de arpa, cuatro y
maracas. En la finca todo estaba arreglado como para una fiestecita llanera y
se veían mesas y sillas acomodadas, comidas, bebidas y los de la casa y los
vecinos invitados se mostraban alegres y amables. Después de una abundante cena
y cerca de las ocho de la noche el jefe de la casa nos invitó a Los Manueles
porque según afirmó allí “podíamos bajar la comida”. Al llegar vimos mucho
movimiento de personas y la música grabada llenaba el lugar. Se corrió la voz
de que entre la gente andaba el popular interprete de la canta llanera José
Humberto Castillo y en efecto, al rato nos “tropezamos” con el cantor y al
preguntarle que si estaba dispuesto a cantar, nos dijo: “Ajá, por ahí me dicen
que está una arpita”. Debo confesar que me produjo mucha admiración la
sencillez y la simpatía de este hombre defensor del folclor. Y al rato se
prendió la fiesta y como se dice en el argot José Humberto no se hizo rogar. En
medio de un grueso grupo de personas estaba el arpa, el cuatro y las maracas y
sus tocantes ensayando un sabroso instrumental. Castillo tomó su lugar y sin
esperar mucho entonó varios sabrosos golpes llaneros que de inmediato pusieron
a bailar hasta a quien no sabía en cuyo grupo nos contábamos Gregorio y yo que
rápidamente sacamos pareja y lo que se escuchaba era el puro zapateo bien
tramado. Por cierto que Castillo cantaba un tema llanero que tenía una especie
de estribillo que repetía “báilalo tú, Gregorio, báilalo bien zapateao”. Ahí
estuvimos felices un buen rato entre risas, tragos y música hasta que el
compadre de Alejandro nos asomó sonriente: “Muchachos, a nosotros se nos acabó
la fiesta. Miren la hora que es”. Al llegar de nuevo a la casa Alejandro nos
dijo con una sonrisa: “Bueno, podemos tomarnos otras antes de acostarnos”.
Gregorio y yo nos vimos las caras y casi a la risa y en coro respondimos:
“Vamos a darle”. Estuvimos un buen tiempo cantando bajito, declamando y
echando cuentos y recuerdo que Alejandro me dijo: “Pelón, declama algo, tú lo
haces muy bien”. Le dije: “Que va, Alejandro, eso fue hace tiempo, pero gracias
de todos modos por decirlo”. Alejandro siguió insistiendo y Gregorio se volvió
a mí y me pidió: “Dale, loco”. Ya yo estaba medio borracho y sin embargo traté
varias veces de memorizar “La leyenda del Horcón”, pero no pude. Y ahí, entre
risas y bromas, nos fuimos a dormir.
A la mañana siguiente, a eso de las
nueve, sentí que alguien me movía el chinchorro y al volverme vi a Gregorio con
una sonrisa que me decía: “Pelón, cómo que se te pegó la cobija, levántate que
por ahí parece que nos tienen algo preparado, ya todo el mundo se paró”. No sé
por qué, pero a mi mente llegó cuando en tiempos no muy lejanos, siendo niño y
casi adolescente, mi papá nos llegaba al chinchorro y moviéndolo nos llamaba
con firmeza: “Pie en tierra, hijo, pie en tierra que nos vamos pal conuco”.
Muchos recuerdos pasaron por mi cabeza velozmente antes de levantarme. Era
domingo y aquella mañana lucía hermosa y fresca. Una suave brisa montañera
acariciaba mi rostro y cerca de la casa visualicé un pequeño rebaño de ganado que
pastaba tranquilamente cerca de los corrales. Y más allá, en los potreros,
debajo de unos árboles también vi ganado algo desperdigado y había caballos
también. Un jinete, mucho más lejos, cabalgaba y revisaba un alambrado. Miré
hacia un tranquero que daba a la carretera y un grupo de personas conversaban
animadamente. Volteé a la cocina y muy cerca de ella una enorme mesa acomodada
y lista con mucha comida servida. Era una ternera asada y buena parte cortada
cubriendo casi la mesa y con un olor que invitaba. Las arepas lucían humeantes
junto a varias tortas de casabe y unos tarros grandes con leche de vaca, además
de queso, mucho queso blanco y fresco. Observaba aquel bello y suculento
panorama cuando se me acercaron Gregorio y Alejandro y les comenté que por lo
visto, refiriéndome a la comida, debían estar esperando a otro grupo de
personas. Alejandro me contestó: “No vale, eso es para nosotros. Ven, vamos a
sentarnos”. En ese momento el dueño de la finca tomó a Gregorio de la mano y le
invitó: “Véngase conmigo, Gregorio, vamos a comer”. Y se sentaron a la mesa,
uno al lado del otro. Al ratito la mesa estaba completa con los demás
comensales. Una señora entraba y salía de la cocina y ponía más comida
calientita y aquello se repitió sin cesar cual rutina casera. El dueño le
preguntó a Gregorio que sí quería tomar leche fresca y al responderle
afirmativamente enseguida trajo un envase como de cinco litros y se lo puso al
lado del plato. Mi hermano me vio y nos sonreímos complacidos. Y es que es
imposible olvidar una comida como aquella, no solo por lo enorme, su variedad y
sabrosura, sino también por la gentileza y el desprendimiento con que nos fue
ofrecida.
Al terminar el opíparo desayuno
caminé hacia el tranquero y allí estaba un vecino de Guamachal muy conversador
por cierto y al preguntarle que por qué sería que al llanero le gustaba tanto
el ganado, me dijo: “No solo al llanero, cámara, sino mire cómo anda aquel
negrito del pueblo que no haya que pájaro pintarle a la hija del dueño”. Todos
alzamos la mirada y alcanzamos a ver a la distancia a un muchacho de color
conversando y riendo con una muchacha familiar del hacendado. Todos nos echamos
a reír ante la salida jocosa del amigo. Y media hora después nos estábamos
despidiendo y haciendo “grupas” con rumbo a Valle de la Pascua después de pasar
dos días que fueron de ensueño y donde el llano y su gente tuvieron la culpa.
Al agradecerle a Alejandro le dije satisfecho: “Cuando tengas otra fiesta como
esta no nos vayas a dejar, manito”.
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