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El Cielo es más bonito…


Por Eduardo Correa
       

En el mundo en que vivimos hay cosas bonitas. ¡Y vaya que las hay! Campos verdes con flores multicolores, pájaros diversos de tamaños y estampas que llaman la atención por su belleza, al igual que con sus cantos, trinos y melodías. Árboles preciosos de todos los portes y formas, incluso tan altos y espigados que da la impresión de que se meten en las nubes y siguen creciendo. Pero con todo y eso, el Cielo es más bonito. ¡Qué hermosa luna, qué hermoso sol y que singulares e innumerables estrellas!, podría exclamar cualquiera, y además, acomodados en el lugar justo y a la hora justa se muestran con asombrosa precisión. Y las luces que irradian y cubren las estancias, qué hermosas y confortables, además de necesarias e imprescindibles.

Un sol fuerte y radiante hace que se busque cobijo, pero no pierde su impactante presencia. ¿Y quién no se siente conmovido en una tierna noche adornada con la tibieza de una luna llena? ¿Quién no se encanta con la naturalidad y belleza de un ocaso? ¿Y qué puede decirse de una mañana dulce y fresca con el lejano horizonte a punto de rallar el sol? Aun así, el Cielo es más bonito. ¿Y quién es el que no se impresiona de grata manera al caminar por una playa extensa con las blanquísimas olas y las límpidas aguas del mar azul bañando y acariciando sus pies? Y al levantar la mirada contemplar un vasto mar que se pierde en la lejanía atravesando montañas impresionantes y ensenadas de múltiples formas. Y sin embargo, el Cielo es más bonito. El mundo ha hecho comodidad y confort. Lujosísimos y confortables autos que se desplazan veloces por cómodas y amplias autopistas de dieciséis canales. Aviones bien diseñados y agradables por dentro que surcan el espacio y trasladan a los viajeros por continentes distantes. Igual, barcos y yates, deslumbrantes en su interior y provisto con todo lo que pueda satisfacer el gusto más exigente y difícil. No obstante, el Cielo es más bonito.

Existen mansiones, castillos, palacios y casas que en su exterior exhiben las más diversas formas y en donde la arquitectura y la ingeniera más avezada han dejado su impronta y sus maravillas. Y en su interior, ni se diga. Todo es esplendor y exquisitez. Salas, dormitorios, cocinas y espacios varios adornados con las telas y vestidos más hermosos que alguien pueda imaginar y desear. Y equipos, indumentaria, cuadros pintados por pintores afamados y costosos. Algo paradisiaco, pues. Empero, el Cielo es más bonito. Puede estarse en Las Vegas, en un teatro neoyorquino o parisense o en cualquier lugar del mundo. En Dubái, podría ser también, con el mar hecho piscina y rodeado con todo lo que pueda desear el mortal más acaudalado. Y donde el placer y la buena vida parecen eliminar las noches y los días. ¿Y qué decir de la música de Mozart o Beethoven y otros grandes, cuyos tonos, melodías y sonoridades exquisitas parecieran elevarnos a otros mundos? Pero, a pesar de todo lo descrito, el Cielo es más bonito…

Y alguien podría preguntarse que cómo yo lo sé o me lo imagino y la respuesta resulta muy sencilla: Jesús, nuestro Señor, bien se sabe, vivió en este mundo y fue muerto ¡Y resucitó y subió al Cielo! Y además nos dijo que allá está Su Padre, que es nuestro Padre Celestial también. Y subió Elías, Enoc y nuestra queridísima Virgen María, todos ellos en cuerpo y alma. Y asimismo, han subido tantos y tantos benditos que sería prolijo enumerar, ¿Cierto? Y no debemos desestimar, ¡Cómo hacerlo!, la experiencia vivida por el apóstol Pablo que fue arrebatado a los Cielos, o sea, “subió y bajó” con el Poder de Dios, ¡Bendito seas, Señor!, y al ser requerido de su extraordinario viaje dijo que no podía describirse y agregó, además, que ojo humano alguno jamás había visto aquello tan maravilloso, tan hermoso y tan divino ¡Paradisiaco!, claro. Solo nos queda emularlos, ser como ellos, subir algún día y cuando Dios lo quiera.

Que así sea.              

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