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"Huye, Tibisay, huye..."


“Huye, Tibisay, huye…”

A  Araure y sus vicisitudes históricas

Por Eduardo Correa

 

        Así comenzó la verdadera historia: “Huye, Tibisay, huye a las partes más cerradas de la cordillera. Yo debo volver a la pelea y si en ella muero, espero que tú jamás serás de esos hombres que vienen a robarle el suelo a los nuestros”. Esas palabras llenas de angustia y dignidad fueron dirigidas por el héroe venezolano aborigen Murachí, a la hermosa Tibisay, su amada mujer, cuando de pronto había hecho aparición el invasor europeo en tierras nativas. Específicamente en la Sierra Nevada, en las grandes alturas, donde Murachi hacia vida con su gente. Era una comunidad tranquila, laboriosa y solidaria que existía desde tiempos inmemoriales, y no a partir de 1498 como se ha querido hacer creer y ver por parte de sectores del poder histórico.

        Pero, de repente, en forma inesperada, en una fecha fatídica hizo acto de presencia el hombre venido de tierras lejanas y extrañas, pero armados hasta los dientes y rompiendo para siempre aquella calma y vida ancestral común que era el norte de aquellos seres, que en medio de sus sanas inocencias y creencias autóctonas nunca sospecharon que aquellos hombres malos les acechaban con sed de sangre aborigen recia y libre. Tibisay se perdería huyendo de lo desconocido, de lo atroz e infernal y sin encontrar una explicación racional, y sobre todo humana, a todo eso que se les había venido encima y que sucedía ante sus atónitos ojos.

       E igualmente,   tal y como se vivía en los verdes y blancos parajes de los Andes,  que ya perdido su fresco verdor lucía destrozado e inútil, y su blanca e impoluta nieve se tornaba de color rojizo por la sangre vertida, sucedía en casi todo el territorio nacional. Por los cuatro costados. La vasta zona comenzó a conocer y a sufrir la maldad planificada por unas mentes enfermas,  enloquecidas y con hambre del  vil metal amarillo o blanco o gris o de cualquier color. El odio se hizo real, al igual que  el saqueo y la destrucción. Lo apocalíptico se enseñoreó. Cayeron combatiendo con arrojo el gran Murachí, el temible Guaicaipuro, aquel cuyo grito sigue recorriendo los lugares más recónditos del suelo nacional: “… ¡Venid, venid!, para que vean morir al último hombre libre de estas tierras”. También cayeron el no menos grandioso Tiuna, el singular Tamanaco, el increíble Chacao, y tantos otros buenos caudillos y héroes de la patria que no permitieron perder sus tierras sin antes luchar y mancharlas con su propia sangre,  su sudor  y valor milenario.

 

      Moría de ese modo toda una cultura hermosa que existía, muy legitima,  soberana y labrada con pundonor. Con amor. La verdad es que aquí vivía y moraba toda una sociedad numerosa y organizada. Muy rica y apacible, productiva y generosa. Y los supuestos “descubridores” no podían dejarla pasar así no más. La Corona les había dado la orden a sus huestes malvadas: “Vayan y traigan oro, y todo lo bueno y útil que consigan”. Y así lo  hicieron. Dejando atrás toda una estela de agravios, muerte y desolación. Y oscuridad. Pero valga expresar que no pudieron  llevarse y robar todo, aun cuando saciaron sus apetencias sin límite. Sépase, que aunque en silencio y cubierta por los destrozos, allí dentro, muy adentro del alma y el corazón de los muy pocos sobrevivientes y de los que seguro sobrevendrían,  subsiste y subyace  en esencia  y en potencia, la dignidad ancestral que caracteriza a eses etnias venezolanas y latinoamericanas, y que más temprano que tarde saldría a flote en las nuevas generaciones, no para vengarse, sino para renacer y llenarse de gloria. Revisemos no más la historia subsiguiente y encontremos la respuesta dada a la infamia y a la ignominia causada en aquellos tiempos. Y esa respuesta a la maldad y a la barbarie, sigue viva. Y seguirá por siempre..

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