Érase una vez un viaje por el Orinoco
En memoria del Greco
(3)
Por
Eduardo Correa
Fueron varios los viajes que emprendí
con el Greco. No perdíamos oportunidad cuando de viajar y conocer lugares se
trataba. Y la emoción nos embargaba, nada más de pensarlo, y es necesario
acotar que no necesitábamos un plan o un programa determinado. No nos
acomodábamos mucho para “coger carretera”, como se dice. Fue así como una vez,
hace cerca de veinte años, estando en nuestro hogar de Guamachal, en Valle de
la Pascua, y en amena conversación, le pregunté: “¿Qué te parece si un día de estos nos vamos a Cabruta y damos un paseo
por el imponente rio Orinoco? Tengo ganas de ir por ahí”. El Greco volteó
rápido a mirarme, un tanto sorprendido por la interrogante que acababa de hacer,
y con un brillo en sus ojos, pensó unos segundos, y me respondió con otra
pregunta: “Pelón, ¿por qué no nos vamos
temprano en la mañana? Ahorita es muy tarde”. Lo miré sonriente y le dije
que estaba bien y que en la mañana partiríamos. Dicho y hecho. Al siguiente
día, sin más pertrechos que las ganas de viajar, nos fuimos. Apenas partimos
comenté: “Greco, nosotros si somos
locos, cómo vamos a arrancar para un sitio tan lejos, así como así, y sin
llevar nada”. Nos reímos y al
rato, soltó: “Los viajes hay que hacerlos así, porque si uno se pone a planificar,
segurito que no hace nada. Echémosle pichón y más nada”. Y se echó a reír
acomodándose en el asiento.
Poco antes de pisar Chaguaramas,
avistamos fugazmente el monumento del “Ánima del Pica-Pica, y habían contadas
personas en el lugar. Muy pocas, en verdad, y creemos que era debido a la hora,
casi de madrugada, en que pasábamos por ahí. Existe mucha devoción a esa ánima
y lo sabe todo aquel que se haya detenido
en el sitio y visto las incontables velas encendidas permanentemente, así como
las numerosísimas placas, pergaminos, objetos y otros reconocimientos dejados
en la sede como una prueba de los milagros recibidos por las personas
creyentes, propias y extrañas, que le rinden devoción. Al llegar a Chaguaramas
vimos el poblado un poco solo, sin mucho movimiento de personas y vehículos.
Tal vez sería porque era sábado muy temprano. Todavía no habían colocado la
enorme escultura que recuerda a un santo de la antigüedad católica y conocido
como San Lorenzo, pilar de la Iglesia de Cristo. Hoy luce allí imponente y
atractiva, en medio de la carretera
nacional, en una especie de pequeña redoma y distribuidor vial, hecha al
efecto. Por cierto que este mártir, san Lorenzo, por el año 250 y tanto, fue
horriblemente martirizado por un emperador romano que lo mandó a quemar en una
enorme parrilla y ahí ardió y se achicharró Lorenzo ante los ojos sorprendidos y
consternados de la gente. Se cuenta que no mostró en su cara los rigores que
sufrió. Y fue quemado porque el emperador le dijo que le trajera las riquezas
de la iglesia o de lo contrario lo pagaría caro, y Lorenzo recogió a los
enfermos, lisiados y mendigos y se los llevó, argumentando: “Tome, esta es la
riqueza de la iglesia”. Al ver aquello el romano emperador entró en cólera y
ordenó el sacrificio.
Me pregunté con cierta preocupación como
estaría el camino al salir rumbo a Las Mercedes del Llano. El Greco respondió
viendo a la inmensidad: “La carretera
está destrozada”. Habló sin inmutarse y con la vista perdida en el
horizonte. Lo vi fugazmente y seguí conduciendo con la mirada puesta en el
camino. Muchas historias salieron a relucir durante el trayecto que,
mágicamente, hicieron que las horas parecieron cortas. Vale contar que a cada
rato nos sorprendíamos con algunos caimancitos o babas que salían corriendo
hacia las lagunas naturales que se formaban con las aguas de lluvia y se
perdían de pronto en la nada. No faltaban los ruidos de las guacharacas y las
paraulatas saltando de mata en mata. A veces un colibrí llegaba al vidrio del
carro y se espantaba rapidito. Y por supuesto que fue casi constante la
presencia de las garzas provenientes de los garceros distantes. Y la vacada, a
lo lejos, se perdía en el horizonte. Y claro, el Greco cada rato me soltaba: “¡Cuidado, pelón, con ese tremendo
hueco”. A veces le decía. “Eso no es
hueco, sino una tronera”. Y sin
saber cómo, de pronto avistamos la entrada del pueblo de Cabruta. Atrás
habíamos dejado Las Mercedes del Llano, Santa Rita y otros caseríos. Es de
observar que el único bastimento que llevábamos estaba compuesto por una cava
de anime y en su interior una porción de hielo con una buena cantidad de cervezas
que íbamos degustando, a la vez que escuchábamos música llanera y repitiendo
cada vez la canción preferida de mi hermano Gregorio, que no era otra que “El
toro y el tiempo” de Reinaldo Armas. Un buen tema que relata las peripecias de
un toro enamoradizo, pero ya viejo, y aun así insistiendo en su cortejo. Tal
vez ese “pasatiempo especial”, el de la música y las cervezas, entrelazado todo
esto con la conversación que llevábamos, hizo que no sintiéramos el rigor de las
horas y el calor, que a partir del mediodía hacía calentar, suficientemente,
aquel el ambiente llanero en el que viajábamos.
El puerto fluvial nos pareció pintoresco.
Sus casas enclavadas en lugares seguros y construidas alejadas de la caudalosa
vertiente. Entre ellas muchos árboles sombreados a aquella hora del día medio y
que parecían como dibujados por una mente y una mano poderosa y sabia. Y todo
era bonito. El pueblo lucía concurrido y
un tanto silencioso, con gente del lugar, en su mayoría, absortas y metidas en sus actividades que consistían
en atender unos kioscos muy humildes en su aspecto, pero bien abastecidos de
comida propia del lugar y en donde destacaba el pescado frito, sopas ardientes
en sus calderos y ollas que despertaban el apetito por su aspecto llamativo y
oloroso. Las personas iban de un lado a otro. Tan entretenidas estaban en sus
quehaceres que pocos advirtieron nuestra llegada. Aparcamos a las orillas del
lugar y nos dispusimos a recorrerlo, hasta llegar al rio. Allí estaba el
majestuoso Orinoco, imponente, un tanto tranquilas sus aguas y algo
amarillentas, surcadas por canoas y algunas curiaras. Eran contados los fuera
de borda. Contemplamos aquellas aguas por unos minutos que lucían adornadas por
garzas que volaban entre pescadores y montañas. Y decidimos almorzar, mientras
esperábamos la gabarra y continuar hacia Caicara. Al Greco le costó decidir su
almuerzo entre un burbujeante sancocho de “boca chico” bien adobado y un bagre
rayado que chirriaba en aceite en una amplia palangana. A la vista, preparada
ya, una apetitosa y recién hecha ensalada, cuyas hortalizas y verduras, según
nos informaron, todas eran cultivadas por los labriegos arraigados en la zona.
También, en unas grandes botellas de vidrio, bien frio, se ofrecía papelón con
limón. El pan era la llamada “yuca pega
dedo”. Al ver su indecisión, le acoté: “Tranquilo, catire, dale a la sopa y
después se manda el pescado”. Con una sonrisa que llamó la atención del
vendedor, dijo “no, pelón, no me cabe”.
Mientras comíamos, alcanzamos a oír una alegre algarabía, allá en el rio, y al
preguntarle al cocinero nos informó que eso era frecuente cuando avistaban la
gabarra, que cargada de gente, vehículos, y cosas comestibles llegaba a la
orilla. Era un entretenido acontecimiento. Muy natural y sencillo, pero
vistoso. Las emociones comenzaron a invadirnos de nuevo y apuramos la comida,
no fuera a ser que nos quedáramos sin un puesto, ante la advertencia que
hiciera un lugareño respecto del espacio reducido, sobre todo para los
vehículos, y que era normal durante los fines de semana. El Greco se adelantó y
fue a resolver el asunto. Regresó poco después y me dijo satisfecho: “Listo,
pelón, podemos viajar tranquilos”.
En
menos de media hora estábamos ubicados en una enorme gabarra que partió dejando
en la rivera de las famosas aguas a un grupo numeroso de personas levantando
sus manos diciéndonos adiós. Greco y yo nos apostamos al lado de la camioneta,
encendimos el reproductor y empezaron a sonar las canciones del trovador de
Santa María, Euclides Leal, quien por aquel tiempo tenía pegado el tema
“viajando en el bus”. Al oír la música fueron varios los que se nos acercaron a
compartir las melodías. Cómo olvidar aquella travesía a través de las sinuosas
e inquietas aguas de una de las corrientes más conocidas e importantes de
Suramérica y honra venezolana, que significa una riqueza apreciable y un
recurso hídrico esencial para el país. Al desplazarse la gabarra, iba dejando
kioscos y casas atrás que tendían a verse pequeñas y más pequeñas en la medida
en que nos alejábamos de Cabruta. A los lados, de vez en cuando, se dejaban ver
inmensos barrancos, zonas boscosas y más al fondo visualizábamos las barracas
habitadas por las etnias del lugar, y algunos de ellos ponían sus ojos sobre la
gabarra y se quedaban quietos, y en silencio, viéndola pasar.
Al llegar a Caicara, el Greco buscó a un
amigo de apellido Ocanto que allí vivía y nos invitó a quedarnos en su casa.
Era un ex trabajador del Servicio Panamericano que trabajó con mi hermano en esa
empresa de traslado y protección de bienes. Muy temprano en la mañana el amable
amigo nos invitó a desayunar en el Mercado Municipal de Caicara y allí pudimos
deleitamos el paladar con unos sabrosísimos manjares propios de la tierra
guayanesa. Llamó nuestra atención que todos los estantes de las variadas
verduras y hortalizas estaban llenos, y al igual que en Cabruta, era cosecha
propia. El acompañante nos presentó a la autoridad policial del lugar, y al
hacerlo con el Greco lo hizo de este modo peculiar: “Amigo, te presento a Correa, quien fue mi compañero de trabajo. Ten
cuidado, porque este hombre no pela con un rifle a dos kilómetros de distancia”. El interpelado abrió los ojos
hasta donde pudo y, mirando al Greco y estrechando su mano, solo atinó a decir:
“¡Dios
Santo!
Al mediodía del día segundo hubimos de
regresar. Repetimos el agradable retorno y al llegar de nuevo a Cabruta
compramos unos cuantos bagres “dorados”, que son distintos al “rallado”, justo
por esto último, con un aspecto increíble. Acababan de ser sacados del agua y
obviamente era palpable su frescura y buen color. Por el camino el Greco rompió
el silencio y dijo con firmeza: “Vamos a
decir, al llegar a la casa, que fueron sacados por nosotros. No te olvides que
salimos fue a pescar”. Con una sonrisa le riposté que no nos iban a creer. Él
contestó: “No importa”. Yo me quedé
pensando y mirando a la distancia. Me dije: “Si, Greco, fuimos muy hábiles
al pescarlos con el anzuelo del dinero y
sacados desde el fondo de un balde que sostenía un alegre vendedor”
Al llegar a casa, de inmediato bajamos la
cava con su nuevo contenido que no era otra cosa que los bagres dorados del
cuento “pescados por el Greco y por mí”. Nadie nos creyó capaces de esa hazaña,
sin embargo era inocultable la alegría de todos, incluidos algunos vecinos que
se acercaron emocionados a contemplar aquel tesoro fluvial. Nuestra madre María
Josefa, amante de ese producto del gran rio, lucia muy alegre y dispuesta a
comenzar de una vez la fritura de los dorados. Antes cumplimos con “la
repartición de los peces” entre las personas del hogar y algunos amigos. Greco
y yo nos miramos y en silencio nos dijimos: “Misión cumplida”
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