LA MUCHACHA DEL AVEO DORADO
POR EDUARDO CORREA
Ese día, sin que medien muchos, yo estaba en
el centro de la ciudad de Acarigua, por la treinta y uno, y a unos pocos metros
de la ferretería Curpa, era una mañana fresca y muchos transeúntes se
desplazaban en direcciones opuestas, iban y venían, en silencio, absortos, en
una especie de actitud robótica, de pronto recibo una llamada de telefonía, y
al responder presuroso escuché la voz más amable y dulce de ese momento:
"Dónde estás? Al informarle mi ubicación completó: "No te muevas de
allí, voy para allá". Transcurrieron varios minutos y un vehículo marca
aveo, color dorado, se detuvo enfrente a mí, quien lo guiaba bajó el vidrio, y
ahí estaba mi muchacha viéndome con una agradable y hermosa sonrisa. Fui
hacia ella, abrí la puerta y la contemplé del todo, bella y desenvuelta, de
bluyin ahuecado y moderno y manteniendo su sonrisa me invitó a subir, se
desplazó por varias calles y avenidas y me relataba cosas cotidianas referidas
a su trabajo, y yo apenas respondía breves interrogantes de una conversación
fluida y amena de su parte, mi acción se constituía en verla, contemplarla, y
oírla, claro está. Mi mente en segundos viajaba en el tiempo, ayer, hoy, cuánto
años habían pasado? No muchos, y ahí estaba ella, hermosa, vivaz, conversadora.
Ahí, a mi lado, estaba mi muchacha a quien yo veía casi sin pestañear
para no perder mirada alguna ni siquiera por instantes, complacido, feliz
de verla realizada. Tan hace poco era mi hermosa niña, mi muchachita querida, y
ahora convertida en toda una exuberante chica, bonita y agradable. Desperté de
mis pensamientos cuando su cálida y musical voz pronunció suave y con
delicadeza: "papá, llegamos, es aquí".
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