Por Eduardo Correa
Bien podría decirse que la alabanza es un familiar muy cercano de la
adulación, y que estas van unidas por una especie de cordón umbilical a la
traición; caso contrario sucede con la moral y el honor que no tienen ni el más
mínimo lazo o consanguinidad con las primeras y en esencia se contraponen. La
alabanza y la adulación son también amigas inseparables de lo cortesano y el
servilismo. Ha habido grandes “profesores” de la alabanza y la adulación, como
el caso histórico del francés José Fouché, cuya habilidad le permitió ocupar
lugares privilegiados, permitiéndole convivir de modo calculador con la
iglesia, monarcas, revolucionarios y con emperadores. Lo de Fouché ocupa
espacios muy singulares, aunque oscuros, en la vida de los hombres: para él la
transmutación alcanzó niveles superiores en lo eclesiástico, en lo social y en
lo político, logrando incluso la admiración de algunos, tal fue su capacidad de
tránsfuga.
Pero, afortunadamente la alabanza ha tenido, sino a sus perseguidores
más implacables, si a quienes la rechazaron y despreciaron, como fue el caso de
nuestro Libertador Simón Bolívar, que decía: "No creo ninguna cosa tan corrosiva como la alabanza: deleita al paladar pero corrompe
las entrañas". Y esto no era de extrañar en el hijo predilecto de
Caracas, dada la dimensión moral del ilustre venezolano. Tampoco se prestó
jamás para el tráfico de influencias como quedó demostrado en abril de 1827
cuando le dice a Páez: "En la
semana pasada ha sido testigo Caracas de un acto de justicia que ha contribuido
en mucho a la moral pública y a dar una prueba de que la ley es igual para
todos, pues que su peso cayó sobre uno, por el cual se empeñaban hasta mis
parientes, pero yo, volviendo a mi carácter, fui inexorable".
Bolívar se refería al fusilamiento del joven Juan José Valdés condenado a
muerte por un crimen pasional. Este era hijo del coronel Juan José Valdés y de
la señora Ana Josefa Negretti, emparentada con Josefa María Tinoco, la mujer de
Juan Vicente Bolívar, su hermano, como se sabe.
También el pensador y patriota venezolano Luis López Méndez sostenía que
"la única libertad que no debe
consentirse en una república es la lisonja porque esa establece una escuela
fatal donde se pierde toda noción de moral y dignidad. Es un liberticida
todo aquel que elogia sistemáticamente
a los hombres". Igualmente, uno de los biógrafos del caraqueño
inmortal, Santiago Key Ayala, afirmaba que "Tanto se ha exagerado, tanto se ha aplicado a lo que vale y a lo
que no vale, igual elogio, que la opinión general desorientada ha concluido por
defenderse de engaños con la coraza de la duda". Y más cerca de estos tiempos, el escritor
venezolano Pedro María Morantes, conocido como Pio Gil, expresaba que "una persona sola no oprimía ni
encadenaba a un pueblo. Tenía esbirros ciegos, servidores complacientes y
mentores hábiles".
Estas afirmaciones eran referidas a la tiranía de Juan Vicente Gómez.
Así, la alabanza se filtra fácilmente como el agua entre las paredes
agrietadas de la moral y la dignidad. A ella, la alabanza, no puede
permitírsele que se anteponga al mérito y a los logros personales, ni que se
atraviese en el camino de los capaces y los talentosos porque, bien como además
apreciaba Pio Gil, "La altura
debe coronarse con el mérito y no con el incondicionalismo aplaudidor, debe
subirse con el vuelo y no con el arrastramiento; los caracoles babosos no deben
vencer a las águilas aladas !Hay que
tener el valor de exhibir la vileza de los aduladores, aunque se produzca la
náusea!".
Y termino yo, como en algunas otras
ocasiones, con una estrofa de la sonada canción, “A usted”, del trovador
guariqueño Reynaldo Armas: “Disculpe usted mi crítica constructiva, esa es su
vida y no se preocupe por mi…”.
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