El agricultor que fue nuestro Libertador
Por Eduardo Correa
¿Simón Bolívar fue agricultor? Eso es sabido. Y es más, de pensamiento y acción. O "de teoría y
práctica”, suele decirse en el llano venezolano. Al caraqueño ejemplar, desde
muy pequeño, le atrajo de modo muy especial el ambiente natural, el campo, el
agro y la cría de ganado. Y todo eso lo sedujo, de tal modo que en su trajinar
guerrero no lo olvidará y lo plasmará, sabiamente, en sus contenidos políticos.
Fijémonos en lo que escribió una vez: “Si al que no tiene tiempo para mirar las
nubes que vuelan sobre sus cabeza, las hojas que el viento agita, el agua que
corre en el arroyo y las plantas que crecen en sus orillas, le dijera yo, que
la vida es triste y me tendría por loco”. ¿No es eso amar intensamente la
naturaleza? Pero, específicamente, ¿qué sostenía el Libertador sobre la
agricultura? Digamos primeramente que Bolívar “miraba en Hispanoamérica un
continente esencialmente agrícola”. Y “pensaba en un país libre, levantado
sobre la agricultura, que se autoabasteciera y que justificara, hasta en su
apariencia más ordinaria, el derecho a vivir sin coloniaje ni subordinación de
ningún género”. Agregaba en un artículo publicado el 9 de junio de 1814, en la
Gaceta de Caracas, que “Nosotros por mucho tiempo no podemos ser otra cosa que
un pueblo agricultor, y un pueblo agricultor capaz de suministrar las materias
primas más preciosas a los mercados de Europa, es el más calculado para
fomentar conexiones amigables con el negociante y el manufacturero”. Bolívar
sintetiza en una sola mirada la realidad venezolana y su norte político:
“Estima que la agricultura necesita todo el cuidado del gobierno por ser la
actividad que mejor responde a la naturaleza y a los intereses nacionales”.
Sigámosle ahora, al Libertador, sus
pasos por los senderos históricos, ciertamente, más concretos. Para el año de
1807 Bolívar se encontraba en Europa. Estaba integrado a una vida de turismo,
sin relieve alguno, se interesaba por cosas novedosas y nada más. Andaba en
compañía de su entrañable amigo Simón Rodríguez y dentro de sus interminables
francachelas, de pronto tomó una decisión y se la comunica a su maestro, quien después
de un efusivo abrazo, se marchó para Alemania. El nativo de San Jacinto se fue
para siempre de París. Navegó directamente hacia los Estados Unidos de
Norteamérica y se quedó allí por cierto tiempo, donde creció su admiración por
el prócer independentista Jorge Washington.
Ese mismo año de 1807 regresó a Caracas
y decidió “…Tomar el arado de Ceres”. Y es entonces cuando Bolívar, el
agricultor, decidió marcharse a sus haciendas, unas ubicadas en los Valles del
Tuy y otras en los Valles de Aragua. E
incluso llegó a internarse en las lejanas llanuras guariqueñas en donde también
tenía propiedades. Por espacio de casi dos años se dedicó a la agricultura por
la que sentía especial predilección. Trabajó duro. Mejoró intensivamente sus
fincas, aumentó y renovó sus rebaños, sembró y explotó el cacao, añil e introdujo
el cultivo del cafeto que comenzaba a tener importancia económica. Y es por
estos años como agricultor que tuvo un percance con el abogado trujillano
Antonio Nicolás Briceño, a quien apodaban el “diablo”. Un buen día Bolívar, en
compañía de dos esclavos, se disponía a abrir una “pica”, un nuevo camino,
cuando irrumpió Briceño pistola en mano conminándolo a detener el trabajo bajo
el argumento de que esas tierras le pertenecían a su esposa. Bolívar se opuso y
forcejeó con el “diablo”, intervinieron los esclavos, se esgrimieron puñales y
garrotes, pero “la sangre no llegó al río”.
Al final, este pleito por la tenencia de
la tierra terminó en los tribunales. El
Briceño de este relato se convirtió después en un gran soldado de la revolución
de Independencia y le unió a Bolívar una gran amistad, además de una profunda
afinidad ideológica.
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