Las cosas extrañas que suceden en una cola
Por Eduardo Correa
Tal vez el primer pensamiento que asalta a
una persona que forma parte de una larga cola, sea aquel donde se ve llegando a
casa con dos grandes bolsas llenas de alimentos variados, adquiridos a un
precio justo y recibido por su esposa e hijos. Pero, asimismo, de seguro en
instantes lo asaltará su realidad al verse rodeado de gente por todos lados
entre gritos, palabras altisonantes y agresivas. O quizá lo volverá a la verdad un empujón para sacarlo
de la larga fila o para que avance y se acomode mejor. Y es que las cosas más
disimiles y raras pueden pensarse, decirse y hacerse en esas interminables
colas que día tras día envuelve a los venezolanos. Y otro pensamiento que puede
venir a la mente, un tanto intranquila por lo que le toca vivir, sea
preguntarse si todo eso, el drama de las colas y los avatares que traen
consigo, sea para siempre. ¿Se han instaurado las colas como una especie de
fantasma que asalta y asusta a los nacionales? ¿O todo eso pasará en un lapso
de tiempo previsible y solo será algo que se recordará como un asunto de angustias y
amarguras? Nada hay más perentorio en la mente que volver, tras la angustia y
el dolor, a buscarse una situación estable y normal. Nadie puede acostumbrarse
al padecimiento o al mal y por eso hace esfuerzos por volver al bien y a la
paz. Humanos somos.
Las colas, se sabe, es el pan nuestro de cada
día, junto a la búsqueda frenética de alimentos. Lo primero que te llega a la
memoria, nada más al levantarte en la mañana, si es que en la noche no lo
tuviste como pesadilla. O como un dulce sueño si es que te veías paseando por
una calle o avenida y entrando a un enorme supermercado con sus anaqueles
llenos de todos los productos y paseando con un carro de compras y llenándolo
con lo que te gusta y necesitas. Cómodo y con aire artificial agradable y poco
después te espera un cajero sonreído que te da los buenos días y comienzas a
bajar tus paquetes. Todo eso puede ocurrir en la mente.
Y volviendo a la realidad, el domingo próximo
pasado nos topamos con una kilométrica cola en el supermercado El Garzón. En
las afueras. Y cosa rara, ya no puede decirse que son colas o filas porque de
lado y lado las aceras lucían llenas de personas de todas las edades. Parecía
un día de fiesta, pero al revés. Era una multitud que rodeaba todos aquellos
espacios comprendidos por los alrededores de Llano Mall, la sede de un diario,
daba vueltas por la avenida Páez y enfilaba hacia la redoma con tendencia al
centro de la ciudad. Un familiar que andaba conmigo me ordenó que me detuviera
para unirse a la comedia y la miré asombrado por su actitud. Solo atiné a
preguntarle: ¿En serio? ¿Acaso no
piensas trabajar mañana lunes?
En el ínterin, escuchamos una conversación
entre dos compadres, al momento en que se abrazaban: “Quien iba a creerlo, compadre, que tanto tiempo sin vernos, y ahora
nos vemos a cada rato en estas colas. Ya no tengo que ir a su casa que queda
retirada y de paso nos vemos con toda la familia”. Y de inmediato se asomó
el rostro risueño y mamador de gallo del venezolano: “Compadre, lo que nos hace falta es que hagamos un sancocho aquí y
pongamos música”. El otro lo miró fijamente y respondió desconsolado: “Que va, compadre, primero tendríamos que
agarrarnos a golpes con este gentío y ver si podemos comprar aunque sean unas
vituallas”. Se echaron a reír y se acomodaron en la cola que no avanzaba ni
un milímetro. En otro lugar alguien le preguntaba al de al lado: “Oye, ¿Y por dónde paraste el carrito que
no lo veo por acá?”. La respuesta llena de nostalgia no se hizo esperar: “No, manito, el carro tiene varios meses
parado allá en la casa sin batería y con dos cauchos lisos. Hace unos días dijeron
que iban a vender ambos productos y me fui y por poco lo que agarro fue plan de
machete de la guardia”. Le pregunté
¿Y eso? Pensó unos instantes: “Bueno,
llegué e hice una maraca e cola y después de varias horas se acabó todo y mucha
gente se enfureció y la guardia peló por las peinillas. Yo me fui a la carrera”.
Y una señora, entrada en años, contó que
hacía poco tuvo un plantón de unas diecisiete horas en una cola del
Bicentenario: “Llegué a las cuatro de la
mañana y vine comprando a las once de la noche y no todo lo que buscaba, ¿Puedes
creerlo?”.
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