Un breve anecdotario
Las cosas que me dijo EVARISTO ANTONIO
Por Eduardo Correa
Lo que
dijo una vez Simón Bolívar a Luis Perú de Lacroix, en el Diario de Bucaramanga,
que nosotros parafraseamos aquí:
“De las cosas no debe olvidarse nada, todo debe recogerse para presentar al mundo y a la posteridad los hechos tal como pasaron, los hombres tales como fueron y el bien que procuraran al prójimo”.
Un breve anecdotario
Introducción
No es
cosa fácil recoger y asentar todas las cosas que me decía mi hermano Evaristo
Antonio Correa Rodríguez, fueron muchas y prolijas. Imagínense, vivimos juntos
buena parte de nuestras vidas, y después de mis padres, don Simón Correa, y mi
madre doña María Josefa Rodríguez, viejos robles del barrio Guamachal que nos
cobijaron durante mucho tiempo como es obvio, para mi honra y mi bien tuve el
cobijo y la atención de este buen hombre, otro roble descendiente de aquellos
primigenios, que también me dio sombra por mucho tiempo.
Y es que parte de mi niñez, de mi adolescencia y de mi primera juventud, formé parte de su vida, tanto así que a veces me decía como broma y riendo: “Yo soy como un padre para ti”. Y aquello no me molestaba para nada y al contrario me agradaba. Por eso digo que no es ardua la tarea que me he propuesto y que consiste en anotar algunas de esas cosas que vivimos y compartimos. Y hay algunos imponderables, por ejemplo, el de mi memoria, expuesta al trajín de los recuerdos y al paso inexorable de los años. Sin embargo haré el esfuerzo de traer ciertas cosas que quedaron grabadas en mi memoria y ver si puedo darles forma e hilvanarlas de la mejor manera posible y de acuerdo con mi capacidad que no es mucha, pero confiando en esa especie de “disco duro” de mi cabeza.
Una vez le exterioricé a una de mis sobrinas, Maricarmen, hija de Evaristo Antonio, que las cosas que vivió y dijo mi hermano fueron tantas “que me daba la impresión de que había vivido más de setenta y siete años porque todas sus hechuras y actividades costaba mucho, llenas las alforjas de su vida, meterlas en esos años cronológicos”. Era la sensación que tenía dadas tantas y variadas experiencias.
Contenido
Una
pregunta inesperada que me turbó
Un
consejo que me impresionó
La vez
que se compró el Mustang
Un
viaje llano adentro
El
macarrón con pollo más sabroso del mundo
La vez
que nos chocaron el Mustang
Cuando
Evaristo aprendió a jugar ajedrez
Cuando
nos estrenamos la Jeep Wagonier
Aquellas
hermosas navidades con hallacas
Cuando
se me botó el refresco
Cuando
nos encontramos con Salvador González
¡La
fiesta del bagre rayado!
Otro
viaje por el llano venezolano
Cuando
vio cantando en persona al Carrao de Palmarito
Debut
y despedida del cigarrillo
Las
peripecias con el “Pepón”
El día
que me enseñó a manejar
Cuando
salió de cacería
Un
viaje a Acarigua
Cuando
fue a visitarme estando yo enfermo
Cuando
mi papá tocó el violín para nosotros
Cuando
enseñó a leer a la familia
El
viaje sublime de Evaristo Antonio
¡La
muerte no es nada!
Aquel
día estuvo de cumpleaños
No es
un adiós, hermano
Palabras
del alma para mi hermano
Ese
día me vine con el corazón roto
Parte primera
Veamos,
pues, hasta donde alcanzan mis recuerdos y cuanto podemos “arrebatarle” a los
olvidos y al inexorable tiempo que como dicen “tiende a acabar con todo”. Debo
advertir que los recuerdos no tendrán rigor cronológico ni mucho menos. Eso no
es posible. Comienzo entonces “a desatar esa cabuya del pensamiento de ayer”
para ver cuánto logro atar hoy.
Yo
tendría unos nueve años de edad cuando Evaristo me preguntó de improviso: “Mira, pelón, ¿dime rápido quien es el
hombre más importante del mundo en este momento”? Ahí se acabó mi
tranquilidad con esa pregunta sorpresiva que un niño de esos cortos años
ignoraba completamente. Quedé loco con esa interrogante, porque debe pensarse
que yo venía del campo o de un barrio donde la cultura general no es
precisamente el fuerte de los pobladores y de paso estaba recién llegado a la
gran ciudad del Cabriales. Y volvió a insistir. “¡Anda, vale, responde!” Y yo trabado sin hallar que decir, y
después de una larga pausa me armé de valor y le dije: “El papa, Evaristo”. Lógicamente se sorprendió y me vio
fijamente, diciendo: “Eso es, carajito,
muy bien”. Y vino y me dio un abrazo. Y otra vez teniendo yo como diez años
de edad y estando conversando, como solíamos hacerlo, en la sala de su casa en
Valencia, en horas de la mañana y ya habíamos saboreado un sabroso cafecito
negro: “Mira, pelón, te aconsejo que
trates de conducir tu formación de la mejor manera y sobretodo de forma
académica. No lo olvides. Tu eres un muchacho muy talentoso”. No sé si
había alguna relación con la respuesta primera o se debía a los innumerables
crucigramas que sacábamos siempre, dada nuestra inquietud. Y una vez sacando
uno de ellos nos quedamos varados en una respuesta que no sabíamos ninguno de
los dos y yo le dije: “Vamos a
preguntarle a la maestra”, refiriéndome a María Mercedes, que también era
aficionada y sacaba siempre los crucigramas del diario El Carabobeño que
compraba todos los días. Eso le causó mucha gracia a mi hermano que se carcajeó
de la risa un buen rato. Pero volviendo a lo dicho por Evaristo ANTONIO, a mis
diez años aquello que acababa de oír me sorprendió y me dejó mudo y pensativo,
apenas estaba cursando a duras penas mi educación primaria, aun en mi primer
grado y recuerdo que lo miré fijamente por poco tiempo con ojos agradecidos. Y
así era mi hermano, hablaba suelto, sin tapujos y su sinceridad era proverbial.
Por cierto que mi educación académica, con el tiempo, sufriría los rigores de
la calamidad: Éramos pobres de recursos económicos y tendría que sortear todos
los obstáculos que ofrece un sistema duro para los menos favorecidos de bienes.
Sería una lucha que libraría sin cuartel contra la vida que nos tocaba por
delante y al final tendríamos algunas conquistas producto del tesón, con caídas
y vueltos a levantarnos. Pero esa es otra historia.
Cierta
vez, Evaristo pudo comprarse un carro nuevo. Yo iba con él. Fue en Auto Mundial
de Valencia y cuando el vendedor le ofreció un Mustang último modelo del año
setenta y de color verde, mi hermano se asustó un poco pensando en el costo y
como pagarlo, aunque el más sorprendido era yo al ver aquella preciosura de
carro que impactaba al que lo viera, y cuando Evaristo aceptó el negocio, una
vez echado sus números supo que podía pagarlo por cuotas, se sentó enfrente al
volante y me dijo: “Móntate tú también,
pelón, a ver cómo te ves”. Me monté sonreído y lleno de felicidad y al
vernos los dos ahí, nos miramos y nos pusimos a reír entre divertidos e
incrédulos. Cuando partimos del lugar en aquel inesperado, impactante y
esplendoroso carro, me dije para mis adentros y sin reconocerme:
“Definitivamente Dios existe y está de
nuestro lado”. Era la manera cosmopolita y capitalista de yo
definir al Todopoderoso en aquel momento muy singular y a mis cortos años. De
inmediato estimulé a mi hermano para que hiciéramos un viaje y no podía ser a
otro lugar que a Valle de la Pascua, al Guamachal de mis amores, y un día antes
de partir fuimos al centro de Valencia y en la redoma de Guaparo, lugar súper
transitado, cuando de pronto otro carro nos chocó. El mundo pareció haberse
desaparecido por momentos y quedamos electrizados. Varios carros se detuvieron
y muchas personas comenzaron a llegar al sitio. Nos bajamos y vimos los daños
del Mustang verde oliva conducido por nosotros, modelo del setenta y recién comprado.
Toda la parte trasera del vehículo se había hundido, la maletera sobretodo. El
causante del problema estaba allí presto para reconocer su falta y habló con
Evaristo Antonio. Los carros podían rodar y cada quien se fue por su lado. Y
aun así el viaje no se suspendió ante la insistencia mía y ahí estaba mi
querido hermano para complacerme. Nos fuimos a La Pascua con el carro chocado
aunque rodaba muy bien y sin problemas. Al llegar y ver el choque explicamos y
alguien preguntó qué habíamos hecho con el señor del otro vehículo, que si
habíamos reñido o qué sé yo, y Evaristo explicó: “No, que va, cuando el tipo nos dio nos asustamos, bajamos y ahí estaba
la persona esperando para pedir disculpas y darme la mano”. Y
desenfadadamente mi hermano siguió diciendo: “Quien va a pelear o ponerse bravo con una persona que resultó ser una
dama”. Otro dijo: “¿Qué, era una
mujer?”. “No vale, era un hombre, pero muy cortes y amable”. Y después de
un breve silencio terminó agregando: “Me
dio la mano y dijo: Disculpa, amigo mío, en verdad no te vi, perdóname”. Y
dio todo por finalizado al decir:
“fíjense, que hasta un abrazo me dio, ¿quién puede pelear o reñir con una
persona así? El tipo nos remitió a un taller”.
Al día
siguiente fuimos al centro del pueblo a pasear y tal vez para exhibir la nave y
al pasar casi al final de la avenida Libertador, venía caminando por una calle
Salvador González, quien sería conocido después en el mundo artístico como El
Magistral, y fino exponente del folclor venezolano. Al verlo le gritamos, ¡Salvador!
rápidamente volteó y se acercó. Al vernos de cerca se nos quedó mirando
sorprendido y dijo en voz alta: “Santo
Dios, ¿y qué hacen ustedes en ese carro tan espectacular? Y es que el Mustang, del tipo “fast bag”
era realmente una belleza que impactaba a todo aquel que lo veía. Y en un
pueblo como La Pascua, que era todavía un pueblo, mucho más. Salvador estaba
ensayando sus canciones cerca de ahí y nos invitó a presenciarlo. Él era amigo
de infancia de mi hermano y yo le conocía por ser maestro de cultura del grupo
escolar Carlos J Bello, donde yo cursaba mi primer grado. Además este hombre
era pariente o muy conocido de mis padres doña María Josefa y mi padre don
Simón, quienes lo conocía desde chiquito.
Por
cierto que en ese imponente Mustang hicimos un viaje por buena parte del llano,
aprovechando que esa vez íbamos para Guamachal a visitar la familia y le propuse
que nos fuéramos por Apure, que justamente estaba celebrando en Achaguas sus
tradicionales y muy conocidas ferias. A él le gustó la proposición y partimos.
En esa ocasión nos acompañó nuestro recordado hermano José Gregorio y creo que
Victorio Simón también. En la bonita y sabrosa cruzada pasamos por Barinas, la
recorrimos y abordamos el inmenso y grato estado Apure, sus sabanas hermosas,
sus ríos impresionantes y sus bellezas en general, salvo que para la época sus
carreteras no era tales, sino especies de “caminos
reales” como suele decirse en el llano venezolano con sus características
propias de huecos, ensenadas y pasos malos, salvo que sus bellezas naturales de
una forma u otra compensaban lo negativo de las vías. Llegamos a Achaguas y la
fiesta estaba prendida con el sonido del arpa, el cuatro, maracas y la bandola
enseñoreadas por todo aquello, a la par que copleros e intérpretes del canto
llanero por doquier. Una comisión salió a recibirnos y a darnos la bienvenida
ofreciéndonos lugares para visitar y si queríamos quedarnos nos avistaron un
ligar tipo caney con chinchorros colgados y para colgar. Al entrar la noche no
cabía un alma en todo aquello y por supuesto que la música llanera era la reina
del lugar. Pero a la medianoche mis compañeros de viaje “se rascaron” y yo
estaba serenito todavía a mis veinte años. Evaristo me llamó aparte y me dijo: “Oye, pelón, porque no seguimos más bien
para La Pascua”. Aquello me sorprendió sobre todo por la hora. Sin embargo
le respondí: “Bueno, si tú quieres le
damos, Evaristo”.
Y
partimos. Evaristo me dio para que condujera yo, que ya había aprendido
suficiente y había confianza en mí. Nada más al arrancar de Achaguas, mis
copilotos se durmieron y empezaron a roncar por todo ese camino. Y yo en
silencio rodaba esas carreteras que no conocía mucho. Luego de unas pocas
horas, dos o tres, calculo, estaba yo parando el imponente Mustang enfrente al
rancho de don Simón y doña María, en la propia Valle de la Pascua y en el
propio barrio Guamachal. Apenas estaba amaneciendo. Empecé a llamar a los
viajeros y me costó despertarlos. Evaristo abrió los ojos y no salía de su
sorpresa. El recordaba haber abordado el carro en Achaguas y en un dos por
tres, para exagerar, estaba allí en su casa natal. “¿Dónde estoy? ¿Qué es esto aquí? Decía denotando en su mirada una
sorpresa sin igual. Le respondí al instante que estaba en su casa, la de sus
padres, y ya para el momento había llegado cerca del carro mi papá y mi mamá
sorprendidos y alegres al vernos. Mi hermano me tomó de la mano y viéndome
fijo, me dijo sin sorpresa: “Verga,
loco, venias volando por esa carretera”. Le sonreí y le di la llave que no
aceptó y lo tomé como una muestra de confianza. Aunque a decir verdad, yo venía
corriendo mucho, incluso me sentí mentalmente irresponsable y fue cuando supe
los peligros que había sorteado al desplazarme velozmente por una vía poco
conocida y sin la experiencia de conducir un carro tan rápido como aquel y con
apenas veinte años. “No volverá a
pasar”, me dije en mi mente a modo de consuelo. Recuerdo que el kilometraje
del Mustang llegó a marcar hasta 170 kilómetros por hora. Imagínense ustedes
tamaña irresponsabilidad.
Parte segunda
Por
otra parte, recién llegados a Valencia nos encontramos en un lugar muy distinto
al nuestro, al de origen campesino en que vivíamos y dados los escasos recursos
económicos con que contábamos y la mayor parte de sustento provenía de un
conuco que siempre mantuvo nuestro padre con dedicación casi exclusiva. Esta nueva
casa era una especie de quinta con varios cuartos, amoblada y espaciosa, un
hogar moderno, pues. Ahí vivimos un tiempo. Recuerdo que María Mercedes, esposa
de mi hermano, casi recién casada ensayaba platos y menú en su aprendizaje
culinario inicial hasta dominar la materia y pienso que para complacer a
Evaristo principalmente, digo yo, ¿Qué más podía ser? Y un día preparó un
macarrón con pollo y fuimos a comer. De verdad debo decir que aquella comida
era bien sabrosa, exquisita, y les aseguro que fue el macarrón con pollo más
sabroso que yo haya comido alguna vez. Mi hermano le decía a María: “A Ellos les sirves bastante, que estos
comen mucho”. Se refería a mi hermano Gregorio de unos cinco años que
también vivía con nosotros. María se
sonreía al escuchar aquello y nosotros calladitos y montunos.
Cuando
vivíamos en Guigue, Evaristo quiso aprender a jugar ajedrez, el juego ciencia
como le llamaban entonces y ahora, y su maestro fue el profesor Reyes, un gran
amigo de mi hermano y una muy buena persona con un carácter envidiable y que a
veces transformaba en bromas. Cuando jugaban una partida, Reyes “le comía” las
piezas a Evaristo, dándole un golpecito con la otra y la tiraba al suelo”, y
esto no le gustaba a su oponente. Y siempre era así. Entonces, un día mi
hermano se levantó de la silla a medio juego, expresando visiblemente mal humorado
y dirigiéndose a Reyes: “¡Yo no juego
más ajedrez, contigo!”. Y el profesor era pura risa. ¿Qué te pasa, Evaristo? Alcanzaba
a decirle siempre sonreído. Y nos marchábamos, pero al otro día nos reuníamos
de nuevo. Eran amigos inseparables. Fue también muy amigo de sus compañeros de
trabajo en el MAC, Chacón, Guido Alarcón, que era jefe de oficina, y Pérez
Gallardo, que era su compadre de sacramento. Todos fueron muy buenas personas y
amigos de siempre.
En una
ocasión Evaristo se compró un Jeep Willis usado en muy buenas condiciones y un
buen día se apareció con él en Valle de la Pascua de visita en Guamachal,
residencia de sus padres y de toda la familia, yo tenía para entonces unos nueve
años de edad, era un niño que ni siquiera había comenzado a estudiar la
educación primaria que comencé ya siendo algo “viejo” para ese menester como se
decía en ese tiempo. Mi hermano me invitó a dar una vuelta por el pueblo y era
casi la primera vez que salíamos juntos, al tomar la calle atarraya, rumbo a la
plaza Bolívar, a la altura de la Ford Llano, Evaristo volteó a verme y yo
acababa de meterme en la boca un tremendo cigarrillo y cuando pretendí
encenderlo el hombre trató de quitármelo con su mano en un movimiento rápido y
fue cuando sentí el manotazo y ni siquiera supe a donde fue a parar el fulano
cigarrillo. Yo no fumaba, pero resulta que precisamente ese día sábado que
llegó Evaristo yo había estado antes con algunos de los muchachos del barrio
que justo ese día inventaron ponerse a fumar, todos por primera vez, al
principio yo dije que no cuando me ofrecieron uno y dijeron que el que no
fumara era un cobarde y “un lacio”, que era una especie de insulto para los muchachos
de ese esa época y cuando salí con mi hermano en el jeep iba a prenderlo cuando
ocurrió lo del manotazo. Yo sentí el golpe de la mano abierta y producto de esa
acción física que me sorprendido quedé como en “shoc” al momento que me
gritaba: “Mira, muchacho del carrizo,
delante de mí tú no fumas, carajo”. Yo no sé si me tragué el cigarrillo o
donde fue a parar en el movimiento violento, por pocos minutos dejamos de
hablar y él tomó la palabra para agregar en un tono paternal: “Pelón, ¿de dónde sacaste eso de fumar? No
chico, ni se te ocurra, ese es un mal hábito y muy peligroso. Yo le conté
entrecortado y asustado lo que dije arriba. Allí estuvo la poderosa razón por
la que yo a la altura de mi vida, y hoy por hoy, jamás he fumado ni probado
cigarrillo alguno. Se lo debo a él aunque usó para evitarlo un medio muy poco
ortodoxo o rudo o tal vez necesario para ese tiempo. Lo que sí, como pueden
notar, es que fue muy efectivo. Y como son las cosas, este maestro casual fue
un fumador empedernido durante casi toda su vida, al punto de fumarse hasta dos
cajas diarias.
No
olvido que en ese Jeep aprendí a manejar. Íbamos rumbo a Valencia y en la
carretera de El Sombrero, que es más recta que curvas, Evaristo Antonio se me
quedó viendo y soltó: “Pelón, ¿quieres manejar?”.
Y le respondí muy resuelto y decidido: “No
vale, yo no sé”. Y se detuvo a orillas de la vía de improviso diciéndome al
momento que se bajaba para cambiar de asiento: “Toma el volante, dale tú”. Entre confundido y nervioso yo me
negué, pero siguió insistiendo hasta que me decidí y agarré el asiento del
chofer. Sin saber qué hacer, el carro se me apagó cuando intenté arrancar, y al
fin pude hacerlo muerto del miedo. Esa vía es muy transitada, los camiones y buses
abundaban veloces por esa importante vía, al igual que todo tipo de vehículos.
Yo temblaba y era visible, me dijo: “Agarra
duro el volante, mantente fijo y no tiembles, carajo”. Al ratito el carro
se me iba al centro de la carretera y traspasaba la línea blanca del medio
buscando el otro canal: “¡Cuidado,
chico, no ves que el carro se está yendo para allá!”. Y yo me enderezaba
rápido. “¡Y zúas!” pasaba un camión
a millón. El me veía nervioso y yo asustado, hasta que al fin aprendí y me
confiaba todos los carros que compró.
Vale
la pena exteriorizar que esa histórica carretera nacional siempre tuvo huecos,
zanjas y otras imperfecciones, pero nunca como ahora que si predominan los
huecos y las mal formaciones en esa vía. Y es que por esa carretera la vialidad
ha sido poca atendida y no ha tenido reciprocidad con lo que por allí se ha transportado, que ha sido toda la riqueza venida y nacida
en el estado Bolívar, ejemplo la explotación del hierro, acero, oro, plata,
bauxita y otros importantes y ricos materiales usados en el país y en muchas
partes del mundo. Todo eso “la vieja carretera solo lo ha visto pasar” sin
recibir nada a cambio en cuanto a mejoras se refiere.
Después
tuvo otro jeep de color verde y en ese llevó a cazar a mi papá y lo hacía más
bien para que nuestro padre paseara por el campo y se entretuviera y él matara
las ganas de cazar algún animal alguna
vez. Se había comprado una escopeta marca Winchester con estuche y todo, muy
bonita, si es que así se le puede decir a un arma que produce la muerte de los
animales o de la gente. Una vez monte adentro, cerca de Parmana, en el centro
del Guárico, y habiendo rodado unas cuatro horas sin ver animal alguno ni
personas, a lo lejos vimos a un tipo que caminaba a orillas de la carretera de
tierra y lleno de polvo como nosotros, Evaristo se detuvo y le preguntó: “Oiga, señor, ¿por aquí no se consigue
venado? El hombre le replicó: “¿Cómo
dice? ¿Venado?, ¡no señor, todo eso lo acabaron por aquí!”. Todos nos vimos
las caras y nos sonreímos. En la
nochecita retornamos a la casa, cansados y todos llenos de polvo. . . y medio
muertos de hambre.
Por
cierto que ese jeep, tiempos después, me lo regaló mi hermano cuando conseguí
trabajo en el Banco Agrícola y Pecuario, en específico en la ciudad de Libertad
de Barinas, y pedían de forma obligatoria tener carro para poder realizar las
inspecciones a las fincas barinesas y en el estado que nombro, Libertad, era
donde quedaba una agencia de esa entidad bancaria destinada a la actividad
agrícola y pecuaria, eso fue por allá por los años setenta, aunque me tuve que
regresar por eso del vehículo. Al verme de nuevo se sorprendió y me espetó: “¿Qué fue loco? ¿Por qué te viniste? Y
le conté. Pero, Imagínense ustedes, ¡Me regaló el carro para que yo no perdiera
mi primer empleo! Vaya hermano que yo me gastaba, que me regalaba un carro así
sin más. “Pelón, ahí está el jeep,
llévatelo”. Me dijo con determinación y yo me quedé viéndolo con ojos de
gratitud y le di un abrazo. No era
para menos, ¿cierto? ¡Ese era mi hermano Evaristo ANTONIO!
En otra ocasión, por
allá por el año 2008, yo me enfermé y estuve recluido en la policlínica de
Barquisimeto, en el estado Lara, y por supuesto que mi hermano fue a visitarme
al hospital. La enfermedad era de pronósticos reservados y estuve muy grave,
pero Dios santísimo metió su prodigiosa mano y me salvó. Y a la “ciudad del canto
y del corrido” fue a dar mi querido hermano junto a sus dos hijos, José Luis y
Evaristo Simón, y durante su estancia hizo varios amigos con los que
intercambiaba muy seguido y se robó el show, como se dice, por
su amena conversación -dada su amplia cultura general- llamó la atención de
todos. Sólo que en algunas ocasiones Consuelo y Dilcia Rivas se atrevían a
decirle: -"Pero chico, déjanos hablar". Evaristo se fue a
dormir en casa de Mario Mora. Su alegría era incontenible, al punto que le dijo
a Mario: -"Detente por allí donde vendan cervezas. Quiero brindar porque mi
hermano salió bien".
Luego de esa enfermedad
y en mi primer viaje al estado Guárico, a Valle de la Pascua, antes decidimos
detenernos en la ciudad de Valencia y visitar a mi hermano Evaristo Antonio.
Había pasado un tiempo importante sin que pudiéramos vernos. Al llegar a su
hogar nos recibió María Mercedes, su esposa. Al abrir la puerta María me vio y
me recibió con una franca sonrisa y en su mirada escrutadora había una mezcla
especial de regocijo y sorpresa. No era para menos, dadas las informaciones que
se conocieron semanas antes. Pero también habíamos sorprendido a mi hermano.
Cuando nos dirigimos al fondo de la casa y ante la llamada de María Mercedes: “Evaristo, aquí está Pelón”. Así me
llaman familiarmente porque de niño era muy escaso el cabello en mi cabeza. Al
escuchar aquello el hombre soltó: “¿Qué?
¿Tú debes estar confundida? ¿Pelón aquí? No podía creerlo. Nos encontramos
en un pasillo y nos dimos un fuerte y efusivo abrazo que se prolongó más de lo
normal en un intento por recuperar todo el tiempo que habíamos pasado sin
vernos y sin hablarnos.
Cuando contaba lo del
primer viaje a La Pascua después de haber padecido mi grave enfermedad, decía
que pasamos por Valencia a saludarlo y agradecerle por haberme ido a ver, y en esa ocasión yo había escrito un folleto
donde explicaba los pormenores del mal que había sufrido y le dejé una copia
fotostática escrita en papel tipo carta, eran unas ocho o diez páginas. Al
tiempito lo llamé por teléfono y luego de los saludos y otros detalles, le
pregunté qué le había parecido el citado escrito novelado y no escatimó
palabras para decirme: “Me encantó mucho
ese escrito, lo hiciste en el mismo estilo de Gabriel García Márquez”. Confieso
que me sorprendieron sus palabras, aun cuando lo conocía bastante, pero
viniendo de él me tomaron por sorpresa dada su seriedad en esos temas y
sabiéndolo como un hombre de densa cultura y un lector voraz. Y al poder
articular palabras solo atiné a decirle: “Que
va, Evaristo, agradezco bastante lo que dices, pero estoy muy lejos de eso y ni
cerca puedo pasarle a ese universal de las letras”. Y es más, lo pongo
aquí, digo yo ahora, porque estamos escribiendo este breve anecdotario sobre lo
que “Evaristo Antonio me decía” y como un homenaje a su memoria, la de mi
hermano, dada la gratitud, el amor y el respeto que siempre le profesé. De lo
contrario, más bien me parece una osadía contar lo referido al Gabo de Colombia
y del mundo. Y eso que a Evaristo se le ocurrió decirme, lo tomo simplemente
como una chanza o un juego entre hermanos. Y es que apenas era un folleto y no
la novela como tal, que ya existe ahora como un libro completo. Lo que no
quiere decir que tenga la calidad de la que mi hermano vio en aquel folleto.
Después me convencí y lo lomé como una broma y así pude sentirme mejor.
Evaristo Antonio fue un
increíble aficionado de la radio y la televisión, al punto que en el caso de la TV tenía una especie de
adicción y fueron muchísimas las noches que le dedicaba, incluso las madrugadas
“viendo películas” una vez culminaba la programación regular. Y yo le acompañaba
fielmente cada noche y cada madrugada, hasta que me quedaba dormido en el
mueble y él seguía sin ningún problema, era muy duro para dormirse y si la
película “era buena” no había modo de que Evaristo se durmiera. Con la radio
fue muy parecido. No más en la mañana al
encender su carro para partir al trabajo de inmediato encendía la radio, en la
casa tampoco le faltaba una emisora prendida y escuchando. También fue melómano
inconfundible y tenaz, lo mismo que cinéfilo como ya hemos apuntado. Incluso
hacía mímicas radiales cada vez. En cierto momento me dijo: “Mira esto, pelón”. Y tomó un pedazo de
madera y se lo llevó cerca de la boca, cual micrófono radial y el “locutor (que
era él) presto a hablar”. Nos miramos y dijo haciendo de locutor: “Damas y caballeros, buenos días, soy el
locutor de guardia Antonio Corrales, quien tiene el inmenso placer de hablarles”.
Y nos moríamos de la risa. Por eso para mí y para otros familiares siempre le
conocimos y le llamábamos Antonio
Corrales, como él mismo se había bautizado parodiando ser un comunicador
social con su seudónimo o nombre artístico. Y tenía una muy buena voz
radiofónica y una perfecta dicción que acompañaba con su tono grave, alegre y
encantador. Y no exagero para nada. Igualmente Evaristo Antonio memorizaba
muchísimos nombres de actores y actrices del cine mundial, los nombres de las
películas y otros detalles. Nos quedábamos impresionados gratamente con aquella
memoria prodigiosa y de hierro. Era un admirador de los “duros” y “recios” de
la pantalla grande. Por ejemplo un Marlon Brando, Orson Wells, Peter y Henry
Fonda, Charles Bronson, Rock Hudson, Gregory Pech, entre otras estrellas del
llamado “séptimo arte”. Las películas vaqueras eran de su predilección y tal
vez las relacionaba con su querido llano guariqueño por las características de
los escenarios. Él tuvo algo que ver también en mi predilección por esos gustos
enumerados, así como por la música del “Bel Canto”, como la llaman algunos
conocedores para referirse a la música cantada e interpretada por tenores, y
fue un gran admirador del tenor venezolano Alfredo Sadel (un día me puso a
prueba y me pidió): “Pelón, búscame la
canción “El hombre de hierro, de Sadel, y me la traes”. Reconozco que no
pude complacerlo porque se me complicó el asunto y después lo llamé y le toqué
el tema del encargo y me dijo: “Tranquilo, ya lo
resolví. Lucmar, la esposa de Evaristo Simón me ayudó”. También
siguió mucho a los tenores extranjeros que eran famosos. Por ejemplo andando
con Evaristo “descubrí” al tenor español con rango mundial, Alfredo Kraus, el
mejor del planeta para el momento, de acuerdo con los registros históricos, y
fue a través de cinta magnetofónica, que también le llamaban cartucho, que se
escuchaba en un reproductor, que por cierto tenía instalado en el imponente
Mustang ya referido y que se la había
prestado un italiano amigo de Flor Amarillo. Nunca se la devolvimos porque nos
gustaba mucho y nos hacíamos “los locos”. Un día apenados hicimos un esfuerzo
por devolverla y cuando íbamos a dársela al dueño, nos dijo: “Déjenla, muchachos, se las regalo, que bueno que les gustó mucho”.
Y nos pusimos muy contentos porque la cinta era habitual en nuestros paseos y
viajes en el hermoso vehículo verde oliva. En ese tiempo no existía el casete
ni mucho menos el CD. Yo heredé esa afición por la música clásica y de tenores
de “Antonio Corrales”. Y claro, mi Dios Santo y querido ya lo había sembrado en
mi alma.
Parte tercera
Evaristo Antonio era un
hombre muy familiar. Algunos de sus hermanos del Guárico, de Valle de la
Pascua, compartimos su hogar durante un buen tiempo en un intento por lanzarnos
una especie de “salvavidas” y que nos formáramos, estudiáramos y fuésemos
personas de bien como él. Éramos muy pobres y de escasísimos recursos
económicos. En especial a mí me ayudó mucho y agradezco a Dios y a la Virgen
que me permitieron decírselo antes de él partir y hace unos dos años antes de
postrarse, no hace mucho. Pero cuando yo le hablaba de eso siempre terminaba
diciendo: “Todo lo que has logrado se
debe a tu propio esfuerzo, pelón”. Y
terminaba el tema observando: “Y me
alegro que haya sido así”. Tal era su desprendimiento y calidad humana. Pero
también se llevó a vivir junto a él a Gregorio, Luis Ernesto, a Salomón, a Olivia del Carmen, a Carmen Ramona, hasta
que muchos de nosotros comenzamos a transitar otros senderos, pero siempre
manteniendo las estrechas relaciones de hermanos. Yo recuerdo que cuando empecé
a estudiar en la Escuela Artesanal Granja, en Valle de la Pascua, los internos
debían llevar dos maletas llenas de todo, ropa, uniformes, zapatos, libros y
todo lo necesario. Aquello no era posible económicamente para nosotros, claro
que no, pero Evaristo Antonio, en mi caso particular me compraba todo y de la
mejor calidad de entonces, no olvido que la marca de los pantalones era
“ruxton”, la marca textil más famosa del momento. Y así, en múltiples ocasiones,
como cuando me tocó ir a la escuela técnica en el estado Monagas. Cómo
olvidarlo y cómo no agradecerlo por siempre. En verdad, Evaristo Antonio y yo
fuimos muy unidos y compartimos millones de cosas. Y casi todos sus hermanos,
hombres y mujeres, tuvieron siempre en Evaristo Antonio una mano amiga. Eso no
se puede obviar de ninguna manera. Y el amor por sus padres fue manifiesto y
categórico, que aun viviendo en Valencia fueron incontables los viajes que hizo
para verles y auxiliarles en todo lo que pudo. Es imposible tomar nota, uno a
uno, de la infinidad de veces que viajó a visitar a sus progenitores y a sus
hermanos. Y esos viajes, debe acotarse, no fueron muy distantes en el tiempo.
Evaristo Antonio siempre tuvo la distinción de cumplir el mandamiento divino: “Honrarás siempre a tu padre y a tu madre”.
Y se preocupaba tanto
por todos nosotros que nos enseñó a leer, a mí no tanto, que ya sabía por lo
menos deletrear, pero había unos cuantos que no conocían ni la letra “o” por lo
redondo, como se dice. Por ejemplo Aura, Manuela, Salomón, Bartolo y José
Alberto, que también le decían “pájaro”. Un buen día llamó a todos a la rústica
sala del rancho: “Vengan acá, que los
voy a enseñar a leer”. Algunos tuvieron miedo y salieron corriendo para el
patio. Aura se quedó y empezó con ella a deletrear, y en ausencia de un
pizarrón tomó un envase de cartón de jugo de naranja y comenzó con Aura con un
aviso que decía: ¡Salud! “¿Qué dice
aquí, Aura?”. Y empezó. . .sa. . . lu…de.
Dijo la muchacha asustada y mascullando. Ripostó rápido Evaristo: “¡Salude, no, Aura!”, se dice ¡Salud! ¡Salud!, la “D” no se
pronuncia. Ahora, si me quieres saludar, está bien. Y todo aquello sucedía entre risas y
mamaderas de gallos. Bartolo y “Pájaro” aprendieron a leer escuchando esas
lecciones desde lejitos y asomados por una ventana de un cuarto. Lo mismo que
Salomón, quien después se cambiaría el nombre que le puso Evaristo Antonio, al
igual que a todos nosotros. Lo cambió por Julio, aunque su apodo era “Hueso”,
pero todos lo pronunciaban con “G”. Lo mismo hizo Victorio Simón, que se lo
quitó también y le gustó más Víctor, a secas. Esas clases fueron inolvidables con el improvisado y especial
maestro. Así era mi hermano Evaristo Antonio.
Mi hermano había nacido
en el pueblo guariqueño de El Socorro, estado Guárico, un 26 de octubre de
1940, que para ese entonces era una población tranquila con pocos habitantes
con costumbres arraigadas en la moral y manera de vivir respetando las normas
de la justicia cifradas en el respeto y la convivencia ciudadana, hombres y
mujeres, apegadas al trabajo creador compartido en las labores del agro y la
cría, el comercio a no muy grande escala y la predominación de las bodegas. Se
le llegó a conocer como una de las tierras dulces de Venezuela por la
fabricación del papelón, panela y había otro muy sabroso que llamaban “mono” que
eran productos de la caña de azúcar cultivada en los conucos, y el modo de
operar estribaba básicamente en el trapiche familiar que molía la caña y se
obtenía los citados productos dulces que recorrían muchos pueblos por la
calidad de los mismos. Siempre se escuchaba decir a un familiar o a un amigo
cuando sabían que alguien vendría o pasaría
por la población de El Socorro: “Oye,
trae papelón o panela de esa dulcita que venden por allá”. Nuestros padres
habían nacido en esa población y se dedicaban a esas labores descritas, en
especial nuestro padre don Simón Correa, y mi madre doña María Josefa, dedicada
a los oficios del hogar. Con los años la familia se estableció en la ciudad de
Valle de la Pascua buscando otros derroteros y con la mirada puesta en el
futuro. Evaristo Antonio, por su parte vivió varios años en esa ciudad
pascuense compartidos con sus viajes por razones de estudio y empleaba sus
vacaciones escolares con algunos empleos de poca envergadura, y como ejemplo
puedo decir que se desempeñó como trabajador sirviendo combustible en una bomba
de gasolina, el llamado popularmente bombero de estaciones de gasolina.
Del Socorro partió
becado para la ciudad de Calabozo y estudió su educación primaria en la Escuela
Artesanal Granja de aquella población llanera y al culminar allí pudo
participar por un cupo, que también la llamaban “Beca”, para ingresar en la
Escuela Practica de Agricultura para optar al título de Perito Agropecuario,
que se estudiaba en el Mäcaro, en la ciudad de Maracay, estado Aragua, se
graduó con notas brillantes y fue empleado, casi de inmediato, en el Ministerio
de Agricultura y Cría, y allí laboró por muchos años hasta ser jubilado por sus
más de treinta años como funcionario público. Alternó sus labores con los
estudios universitarios ingresando en la Universidad de Carabobo donde cursó la
carrera de Derecho y alcanzó su grado de Abogado, profesión que ejerció muy
poco, aunque viajó por algunas ciudades ejerciendo como profesional del derecho.
Estuvo en el estado Bolívar por poco tiempo y fue acompañado en esa labor por
otro abogado del mismo curso. Un día me dijo que ese trabajo “aplicando la ley”
tenía muchas cosas que él no compartía, y me argumentaba que “no tenía corazón
para embargar a una persona por una “deuda sin pagar” y otros casos de menor
cuantía que podían llegar a extremos de privar de libertad a un individuo
“simplemente por carecer de dinero para cumplir un compromiso”: “No, pelón, yo no tengo corazón para para
participar en cosas como esas”. Y así se fue desentendiendo del derecho y
de lo jurídico y solo actuaba en pocos casos de carácter administrativo y
finalmente colgó su título definitivamente en la oficina de su hogar. Aunque con
su título de técnico del agro (perito agropecuario) si se desempeñó a cabalidad
y logró escalar, además de técnico, como jefe de área, jefe de personal y otros
cargos de envergadura.
Evaristo Antonio se
graduó muy joven y a sus veinte años ya era empleado público y laboró algunos
años en las ciudades de Guacara y de Guigue, estado Carabobo y en esta última
contrajo nupcias con una bella y excelente mujer del pueblo, María Mercedes Vásquez,
educadora. A Evaristo Antonio le decían en el pueblo: “El muchacho del MAC”.
Tuvo cinco hijos: Maricarmen, la primogénita, José Luis, Sandra Mercedes, Evaristo
Simón y Evamaría, hoy todos profesionales y con hogares propios desarrollando
sus hermosas familias. Yo, por mi parte, tuve el honor de ser designado como
padrino de uno de sus queridos hijos, Evaristo Simón, que cuando nació, mi
hermano me llamó diciéndome: “Hermano,
te ofrezco un hermoso varón que pesó tres kilos y medio, y desde ya te designo
como su padrino”. Recuerdo que alcancé a expresarle gratamente impactado y
agradecido: “Muchas gracias, Evaristo,
te agradezco mucho ese bonito gesto y con muchísimo gusto lo acepto”. Y le dije como una broma final: “Pero, ¿Ya hablaste con María?” Y soltó
seguro de sí mismo y con autoridad: “Chico,
eso está listo”. Y es que acostumbraba mi hermano, cuando comenzaron a
nacer sus hijos y cuando me llamaba: “Hermano,
te ofrezco una linda niña que acaba de nacer”. Eso sucedió cuando nació la
bella Maricarmen, y yo le respondía:
“Gracias, hermano, que Dios le dé mucha vida”. Y así sucesivamente. Y eso
me gustaba porque era una bonita costumbre. Él era inmensamente feliz cuando
nacían sus hijos y era toda una felicidad diciendo, haciendo cosas y celebrando
sin cesar.
Hasta que un día fuimos
a la iglesia de Guigue y recuerdo que me llamó poderosamente la atención aquella
vetusta edificación religiosa y sus imponentes estructuras, sobretodo, sus
atractivas imágenes y esculturas destacando, por supuesto, el llamativo rostro y
cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo: “Y
tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia . . .”. Es su
iglesia. Y en un hermoso e histórico
acto cristiano con la bendición de Dios y con una gran emoción que me embargaba
y que apenas podía contener, me hice padrino de Evaristo Simón, en aquella
regia estructura con raigambre milenaria y santa. Y en aquel singular momento un muchachito bello
y tranquilo, ahora todo un hombre, hecho y derecho, convertido en padre de
familia recibía el importante sacramento. ¡Gracias!
Querido ahijado y sobrino por haberme escogido como tu padrino y gracias a mí
querido hermano Evaristo Antonio y a María Mercedes, por haberme aceptado como
su compadre. Siempre estaré agradecido por esa bendición. Estuve unido al
resto de los muchachos, hombres y mujeres, desde buena parte de mi niñez, mi
adolescencia y mi juventud, estrechamente vinculado a Maricarmen, que siempre
fue mi hermosa princesa, al igual que las otras dos princesas Sandra Mercedes y
Evamaría, junto a mis dos príncipes, José Luis, apodado “pepe” desde muy
pequeño y Evaristo Simón, como ya ha quedado reflejado en estas notas. Me
siento afortunado por haber estado allí, junto a ellos, un buen tiempo de mi
vida que no dudo en calificar como una de las mejores etapas que he vivido y
experimentado en mi existencia hasta el día de hoy. Fueron muchos los recuerdos
hermosos que guardo de esos tiempos bonitos que perduraran eternamente. Ahora
mis dos príncipes de ayer, José Luis, y Evaristo Simón, son dos hombres que han
formado sus propios hogares y transitan el camino del bien, tal como Dios
manda. Asimismo, aquellas mis tres princesas, Maricarmen, Sandra Mercedes y
Evamaría, caminan por la ruta de la vida de modo positivo y creador, siendo
ahora mis tres reinas hermosas y muy queridas. Y puedo decir, sin haber hecho
poco o nada en ese sentido, que la vida me ha premiado con creces y de eso
estoy agradecido enormemente a Dios Todopoderoso y a la Virgen María. Y vean
este solo ejemplo, no más, de lo que me expresa siempre, cuando me ve o me
escribe, mi querida y bella sobrina Maricarmen, en sus mensajes de texto
dirigidos a mí: “Mi querido tío pelón“,
como notas invariables y que solo al leerlos suena musicalmente en mí e
impregna mi corazón y mi alma de modo muy grato. Y así todos ellos, muchachas y
muchachos. ¿No soy yo afortunado?
Parte cuarta
En otro momento y
producto de otra enfermedad que sufrí cuando estudiaba una carrera técnica
agrícola y pecuaria, en Jusepin, estado Monagas, en el núcleo universitario de
la UDO, núcleo de Oriente, me dio hepatitis y tuvieron que hospitalizarme en el
Manuel Núñez Tovar de Maturín, y Evaristo Antonio fue a visitarme con el apuro
del caso porque le habían dicho que la enfermedad era peligrosa. Yo tenía
diecisiete años de edad y cursaba cuarto año de la carrera. Se llevó de
copiloto para el viaje a su amigo y compañero de trabajo del MAC, el señor
Chacón, otra persona de excelentes condiciones humanas. Y partieron con premura
de Guigue hasta llegar a la ciudad capital del estado Monagas con una muy breve
parada en Valle de la Pascua, medida en minutos. Tuvieron que pasar varias
ciudades, atravesar varios estados y recorrer muchos kilómetros hasta llegar al
hospital y a mi propia cama. En ese tiempo Evaristo Antonio contaba con
veintisiete años aproximadamente. Mi alegría fue muy grande al verlos llegar. Esas
eran las actitudes que nos acercaban mucho y engordaba nuestro afecto.
Compartimos unas horas y se regresaron con la nochecita de vuelta a Valle de la
Pascua como ciudad escala. Mi madre María Josefa había estado pocas horas antes
en la visita también y fue acompañada en el largo viaje por la señora Prudencia
Higuera, hermana natural mía. Esas son las cosas que uno no puede olvidar
jamás, dada la motivación y el desprendimiento de gente tan especial como
ellos. En el caso de mi mamá y de Prudencia, sin desestimar el viaje de
Evaristo y su amigo, son casos únicos que dos mujeres emprendieran un viaje tan
largo haciendo de “tripas corazón” para costearlo, más la incomodidad de viajar
como pasajeras y a una edad considerable, habla por sí solo de la calidad
humana de esa dos mujeres y del amor por su gente. Jamás podré olvidarlo.
Y el ritornelo de los
viajes a Valle de la Pascua se repetía en el tiempo. Cierta vez rumbo al pueblo
nos detuvimos en el kilómetro Cuarenta, pequeño caserío con viviendas de lado y
lado y con negocios con ventas variadas de productos y de comida. Queda entre
la ciudad de El Sombrero y Chaguaramas. Esa vez nos acompañó mi hermano Simón
que estaba residenciado en la ciudad de Cagua, estado Aragua. Gregorio iba
también. Simón le dijo: “Vamos a
echarnos una ahí”. Nos detuvimos, ellos pidieron cervezas y Gregorio y yo
pedimos refrescos y catalinas y nos fuimos al carro. El lugar no tenía rocola
ni radio. El ruido que se escuchaba era de camiones y carros pequeños que
circulaban veloces por esa carretera nacional. Al rato escuché que Evaristo
Antonio me llamaba y al llegar me soltó: “Pelón,
canta una ahí de Sandro, dale que tú lo haces bien”. Yo era admirador y
seguidor del cantante argentino y memorizaba casi todas sus canciones, pero al
oír aquello me paralicé y se apoderó de mí como un temblor que me lo producía
la pena y la timidez que era una especie de fiel compañera a mis doce años y
por supuesto que me negué de inmediato. Ellos insistían y yo me negaba, hasta
que Simón dijo: “Bueno; Evaristo, si no
canta lo dejamos por aquí botado”. Cuando
escuché aquello me sentí presionado y me dije mentalmente: “Quedarme por aquí
tan lejos de la casa. ¡No!, tendré que ceder”. Simón me vio con cara de
interrogación y yo cedí. Y comencé muerto de la pena y sin verle las caras al
reducido público compuesto por mis dos hermanos, una señora y un viejito que
eran los dueños de la casa. Más allá pastaban unas vacas y no sé qué comían
porque pasto no había por ahí sino piedras, y más cerca de nosotros dos perros enormes enormes. “Por ese palpitar que tiene tu mirar, yo puedo presentir que tú debes
sufrir, por esta situación que nubla la razón sin permitir pensar”... Nunca
alcé la cabeza y miraba solo al suelo. Era el tema “Yo te amo”, del popular y famoso intérprete que había pegado por
toda Latinoamérica. Terminé y salí corriendo para el carro junto a Gregorio,
quien años después me lo recordaría: “Pelón,
¿tú te acuerdas cuando Evaristo te puso a cantar canciones de Sandro? Me
acuerdo que tú estabas asustado y casi temblabas”. Yo le respondí riendo: “Claro que lo recuerdo, Gregorio,
¡clarito! Y me acuerdo que ellos se reían y gozaron mucho con mi canción. Era
puro reírse”. Y nos reíamos los dos con esos recuerdos y esas andanzas.
Después Evaristo Antonio
se compraría otro carro, esta vez una Jeep Wagoneer cero kilómetros y la
estrenamos por un viaje por el llano venezolano. Esa vez recorrimos Cojedes,
Portuguesa, Barinas, Apure y llegamos a Valle de la Pascua, al propio barrio Guamachal.
Cuando lo invité le dije: ¿Por qué no
estrenamos esa bicha por el llano y damos una vuelta por ahí? La respuesta
fue: “Sí, ¿pero cómo está la carretera?”.
Pensando en una respuesta que no fuera negativa y pudiera quitarle ánimos
al hombre, me aventuré a decirle y a tratar de asegurar el viaje: “Debe estar buena, porque por ahí viaja
mucha gente, Evaristo”. Y partimos los tres, incluyendo a Gregorio. Al
pisar tierras apureñas empezamos a darnos a cuenta que la carretera no estaba
muy buena que digamos y en momentos se nos atravesó una cuneta llena de agua en
medio de la vía, la pasamos y después carretera con huecos por doquier, un
pedazo de asfalto aquí, de granzón más allá y de tierra más acá. El rostro de
Evaristo Antonio comenzaba a ponerse serio, cuando de pronto otra laguna en
medio de la vía que la atravesaba toda. Nos detuvimos y estudiamos el terreno y
el histórico conductor se lanzó por el peligroso paso, el agua nos llegaba por
la mitad de la puerta del carro, patinó un momento y logramos salir. Al retomar
el viaje mi hermano me refirió: “Coño,
pelón, tu si tienes bolas, como es posible que me hayas metido por esta vaina”.
Yo me quedaba mudo y con cierto temor no fuera que me lanzara un manotazo
porque lo sentía muy contrariado y viendo su carro nuevo lleno de barro por
todos lados. Y ripostó: “¿No vas a decir
nada?”. En mi defensa y luego de pensarlo un instante pude argumentarle sin
alzar la voz: “Evaristo, ¿tú vas a creer
que si yo hubiera sabido que esta carretera estaba así no te iba a decir?
Me vio de refilón y puso la vista a la carretera y respondió muy serio: “Lo que soy yo no vuelvo a pasar más nunca
por esta vaina”. Y al ratito estábamos todos bien como si nada hubiese
pasado.
Y fueron muchas las
navidades que nos alegró Evaristo Antonio. Mi mamá María Josefa se alegraba
mucho cuando Evaristo Antonio llegaba, mi papá igual y todos nosotros, a veces
yo llegaba con él. Mi hermano financiaba las hallacas, “¿Quién más?”, y eso ponía muy contenta a mi madre. Ella misma las
hacía con la ayuda de mis otras hermanas y se formaba un movimiento en aquel
rancho que dejaba de serlo por la alegría, la comida y la música. Y aquel
montón de hallacas y el perol enorme donde las cocinaban. Pero, primero
comíamos el famoso picadillo que mamá hacía bien sabroso y lo servía con arepas
de budare. Y no es por aquel dicho en boga que duró mucho tiempo que sostenía
que: “Las mejores hallacas las hace mi
mamá”, y era una estrofa de un aguinaldo que interpretaba Raquel Castaños, pero,
no señor, lo digo porque sinceramente las que hacía mi mamá: ¡Eran bien
sabrosas! familia, ¡Qué tiempos aquellos! ¡Inolvidables! Fueron los primeros
tiempos nuestros en La Pascua, el mundo era otro y ¡era nuestro! Con los años
cada quien fue fundando su propia familia, nos fuimos dividiendo y apartándonos
unos de otros, en otras ciudades, en otros pueblos, otros estados, y todo fue
cambiando. Entonces “cada cabeza fue un mundo”, como siempre decía mi papá don
Simón. Recuerdo que yo le llevaba a mi mamá un casete con todos los aguinaldos
de moda: Nancy Ramos, Néstor Zavarce, que cantaba aquella canción infaltable
para la época “Faltan cinco pa las
doce”, también sonaban en la casa los aguinaldos de Raquel Castaños: “Mamá, ¿dónde está mi juguete?” y “El huerfanito”, que era una de mis
favoritas. Incluso Julio Jaramillo no fallaba con “Navidad”, que terminaba con esta estrofa: “Porque triste es andar por la vida, por senda perdida, lejos del
hogar, sin oír una voz cariñosa que diga amorosa ¡llegó navidad!”. No eran
pocos los que largaban sus lágrimas al escucharla Y no puedo dejar de mencionar
aquellas hermosas canciones, tipo aguinaldos, que grabó la gran Mirtha Pérez
con arpa, cuatro y maracas, acompañada por el gran arpista guariqueño, de Valle
de la Pascua, por cierto, Guillermo Hernández, que eran y son de antología, ¡Demasiado
bonitas!. Con los años nos modernizamos y apareció Reynaldo Armas copando la
escena con su singular canto llanero. Y como dice aquella vieja y buena canción
que le dio la vuelta al mundo” “Pero,
todo, todo se acaba y la dicha buena también se va”, “Despacito”, se llama
el tema, y así, despacito, precisamente, todo se nos va yendo.
Una vez Evaristo Antonio
fue a visitarme a Acarigua y yo me alegré mucho al verlo. Había llegado con
Gregorio y si mal no recuerdo con mi ahijado Evaristo Simón y esos dos días que
duraron toda Acarigua fue de nosotros, bebíamos, comíamos y casi no dormíamos.
Pura fiesta y alegría, pues. Una de esas mañanas, Evaristo Antonio se levantó
con mucha sed y bajó a la nevera a tomar agua, tomó una botella con tapa y no
pudo destaparla después de un gran esfuerzo. La devolvió al enfriador y alcancé
a oírle que decía: “Ah, no, este lo que
quiere es que uno no beba agua”. Gregorio y yo nos pusimos a reír.
Poco tiempo después
volvió y fuimos a pescar a Guanare, el río caudaloso que cruza la capital del
estado llanero. El grupo que fue con nosotros lo conformaban unos pescadores de
verdad, por cierto que iban tres personas que integraban un trío de guitarras
venido de Acarigua, que eran muy buenos tocando, pero eran mejores pescando. En
el río se lanzaron con sus atarrayas y al rato teníamos los peces más grandes
que yo haya visto jamás: bagres rayados, dorados de la misma especie, los
bagres ¡Brillaban con sus rayas blancas y negras fuera del agua! Y los ojos de Evaristo,
y los míos como si fueran a salir de sus orbitas por la emoción, y eran tantos
que tuvimos que desechar todo lo que era boca chicos y peces menores, guabinas
y cachamas. ¡Con ese montón de bagres rayados teníamos suficiente! Nos ubicamos
en la casa del gordo Iván, que así se llamaba, quien por cierto había sido
músico de Los Melódicos en caracas y ya retirado trabajaba en Guanare. Ese día
y noche nos dimos un banquete impresionante. Iván improvisó un equipo musical
en su hogar que sonaba de lo lindo, y su esposa y otra señora preparaban la
fiesta del pescado. Al rato comenzaron a freír y toda la noche la pasamos
comiendo pescado frito, oyendo música, conversando ¡Y todos felices! Todos disfrutamos hasta que más, pero me daba la
impresión de que Evaristo Antonio, ¡mucho más! Eso era lo suyo, disfrutar el campo,
el río, el pescado frito y todo aquello. Algo que jamás se podrá olvidar. Y
nosotros lo vivimos.
También mi hermano
Evaristo Antonio fue seguidor de la música llanera y en especial de Juan de los
Santos contreras, El “Carrao” de Palmarito, que igualmente lo apodaban “El
clarín de la llanura”. Una vez lo vio cantando en Valencia junto a un grupo
estelar de la canta llanera y se emocionó mucho, según me contó: “Estuve en una presentación llanera y
estaba nada más y nada menos que el “Carrao”, pelón, claro, estaban otros más.
Lo disfruté plenamente”. Y así, no
se pelaba cuando hacían presentaciones en Valencia o en Guacara. En cierta
ocasión fui a Valencia con un grupo de intérpretes del llano junto a un amigo,
Alexis Gómez, compañero de trabajo que fungía de empresario artístico y montó
un evento en Carabobo. Yo invité muy especialmente a mi hermano. Al momento del
evento le presenté a mi amigo director del espectáculo que era médico veterinario
y también locutor y animador. Cuando Alexis se montó en la tarima y comenzó a
presentar a los artistas, Evaristo Antonio me llamó aparte y me susurró al
oído: “Coño, pelón, será buen
veterinario y muy amigo tuyo, pero como locutor es bien malo”. Yo me puse a
reír junto con él. Me lo decía una persona con grandes dotes para la locución y
conocedor suficientemente de ese campo. Por cierto que ese evento artístico fue
un fracaso económico. Fue poca gente al acto y según me dijeron la atracción
principal que era el cantor Manuel
Bandrés no pudo cobrar sus honorarios y al final mi hermano y yo lo
llevamos al hotel El príncipe donde se iba a hospedar. No habló durante el
camino y debe ser porque quedó molesto al no recibir su pago. Como dicen en el
llano “Unas son de cal y otras son de
arena”.
Parte quinta
En otro de tantos viajes
que Evaristo Antonio hizo a La Pascua, mi papá le dijo que lo llevara a El
Socorro que tenía que visitar a una persona que le decía “el indio” y que tenía
muchos años sin saber de él y le habían dicho que se había ido a trabajar para
un lugar que nadie sabía dónde quedaba. Mi hermano le respondió que con mucho
gusto lo llevaría y a mí me invitaron para que les acompañara. Dicho y hecho.
Ese día partimos muy temprano y mi papá al llegar fue donde una señora amiga y
le preguntó por el hombre buscado. La señora se alegró mucho al ver a mi padre
y le dijo que “el indio” había regresado, pero que estaba algo enfermo. La
amiga le agregó que ella le donó un ranchito por ahí cerca donde pernoctaba “el
indio”. Antes el viejo nos había informado que a ese hombre él no lo había
engendrado, pero que lo había criado desde muy niño y era como un hijo. Nos
fuimos al rancho y ahí estaba el hombre con unos sesenta años a cuestas y un
poco maltrecho por los años y por la vida que llevaba que era la del llanero
bregador con conucos y tambando montañas a puro machete y hacha.
Al ver a mi papá se
dieron un abrazo al momento que le decía: “¡Papá!”
y al separarse nos presentó a Evaristo y a mí: lo llamó y le dijo “Indio”, conoce a dos de mis hijos”.
Nos dimos la mano y solo articulamos las palabras casi al unísono: “Mucho gusto”, y viéndonos cara a
cara. Nos acercamos hasta la puerta del rancho de palma y logramos avistar en
el humilde lugar un violín que colgaba casi en el techo y más allá un cuatro
viejo. Mi papá le había expresado con cierta nostalgia en la voz. “Chico, ¿por qué ustedes se pierden así,
que uno no sabe si están vivos o muertos?”. El indio lo miró con mucho
respeto y pensó bien su respuesta:
“Papá, tú sabes lo que yo hago, jalar machete y hacha y regendiendo montañas
por ahí. En eso estuve unos años y ya ves”. Mi papá que pocas cosas se
guardaba, le dijo sin reproche: “Pero no
te ha ido muy bien por lo que veo”. Y luego completó: “Dame ese violín y toma tú el cuatro que vamos a tocar algo aquí”.
El indio escuchó aquello y no ocultó su sorpresa y fue rápido a buscar lo
señalado. Le dio el instrumento a mi papá y se quedó con el cuatro intentando
afinarlo. Evaristo y yo observábamos todo aquello en silencio sin quitarles la
vista a aquellos dos hombres y completamente sorprendidos por lo que intentaban
hacer y pensando: “¿Qué?, ¿mi papá va a
tocar?” “¡Dios mío!”, y de pronto arranca el viejo una vez colocado y
dispuesto el instrumento y al mismo tiempo arrancó “el indio” con un sabroso joropo
que nos dejó paralizados y mudos. Aquella música, que había salido de la nada,
de pronto “cubrió” el rancho y voló por toda la estancia, el ritmo penetró en
nuestros corazones y mi papá y “el indio” ensimismados tocaban sin parar.
Absortos estábamos cuando se detuvieron. Mi papá rompió el silencio y las
emociones se detuvieron cuando dijo regresándole el violín al otro: “Chico, búscate otro cuatro, porque ese no
sirve”. Ante la salida inesperada de mi papá, solo atinamos a esbozar una
suave sonrisa, y “el indio” también sonrió. Mi papá contaría después que él
tocaba ese instrumento en antaño, lo mismo que el arpa y las maracas. Había
estado en bailes sabaneros y fiesteaba, pero hacía mucho tiempo de eso, hasta que
decidió dejar todo aquello y formar una familia que éramos nosotros y que nunca
habíamos visto y conocido esas cualidades y facetas artísticas de mi papá,
jamás agarró un instrumento de esos cuando vivió con nosotros. Había dicho: “Cuando uno decide formar una familia
debe quitarse todos los vicios que tenga. Eso es una responsabilidad muy
grande”.
Evaristo Antonio se
compró otro carro sin recorrido ni kilometraje, nuevo, pues. Era un Impala, de
la Chevrolet, un día me llamó y me contó: “Te
informo que acabo de comprarme un carro nuevo”. Por el hilo telefónico pude
sentir que estaba satisfecho y contento.
“Qué bueno, Evaristo, me alegra mucho”, le respondí y agregué: “Y cuando estrenamos esa navecita”, le
dije muy alegre yo también y él me ripostó: “Navecita no, pelón, ¡Una nave!”. Nos echamos a reír y hablamos
también de otras cosas y quedamos en vernos pronto. Pero con el tiempo el
Impala se puso viejo y había que hacerle algunas refacciones, por ejemplo, la
carrocería, y Evaristo Antonio buscó su mejor color y una vez revisado todo
color que recordase, optó por el color negro, buscó un taller que quedaba algo
cerca de Flor Amarillo y lo mandó a pintar. Evaristo Antonio iba todos los días
al taller a ver cómo iba el asunto. Y nada. Y viaje y viaje para ese negocio,
hasta que el dueño le dijo que le diera chance de unos días más y se lo pintaría.
Pero agregó: “Señor Correa, usted puede
quedarse en casa y en cuanto esté listo su carro, yo lo llamo”. A mi
hermano no le gustaba mucho la idea de abandonar el taller, sin embargo aceptó
la propuesta. Él lo había bautizado a ese vehículo como “El pepón”, no sé por qué razón. Unos días después lo llamaron para
decirle que el carro estaba listo y fue a buscarlo. Muy orondo llegó a casa y
llamó a María Mercedes, ella apareció en el porche, desde allí lo vio por unos
instantes y con una suave sonrisa exclamó: “Bueno,
ahí tiene su zamuro, pues”. Evaristo Antonio se puso a reír y entró en la
casa. Yo a veces lo llamaba y le preguntaba: “Y cómo está el “pepón, Evaristo”. Él se sonreía y respondía de
inmediato en tono claro y duro: “Fino”,
aunque alguna vez decía: “Pepiao”.
En uno de esos enésimos
viajes al terruño vallepascuense, Evaristo Antonio nos alegró la vida a todos
con una visita, como sucedía cada vez que lo hacía. Eran como las tres de la
tarde y nos reunimos todos en la humilde sala de la casa. Todos alegres y
rodeando al visitante que era uno de nosotros. Mandó a buscar unos refrescos
para brindarnos y apaciguar el calor de esa hora que era sofocante y yo fui designado
para ir a la bodega que quedaba enfrente, éramos como doce personas. Fui y pedí
y me pusieron en el mostrador todas esas botellas pequeñas, de vidrio y de
todos los sabores. Las abracé a todas y me las llevé, pero al salir se me cayó
una que se había salido y se estrelló en el piso y se botó su contenido, era
una hit naranja y el color amarillo impregnó el suelo de la calle. Logré llegar
al grupo con el resto de los refrescos y antes de entregarlos dije a la
concurrencia: “¡Aura, el tuyo se me
botó!”, todos rieron lo que consideraban un chiste, pero la nombrada que
era mi hermana mayor, respondió con una sonora carcajada diciendo: “Si es verdad, seré yo la más pendeja”. Se
echaron a reír. Creo que fui a comprarlo de nuevo con el vuelto o me dieron el
“medio” que costaba. Antes su precio era “una locha” ese fresco, que eran doce
céntimos, dos centavitos y medio. El “mediecito” eran cinco centavos de los
veinte que constituían el Bolívar. La gente podía comprar medio de café y medio
de azúcar y tomaban café endulzado como por una semana. Todo era muy barato o
en su defecto el bolívar tenía poder adquisitivo. Con dos bolívares se podía
“hacer mercado” para varios días, imagínense ustedes.
Comentarios
Publicar un comentario