Semblanza
de una maestra venezolana
Por Eduardo Correa
María Josefina es una docente con un buen perfil educativo y obtuvo su grado profesional acicateada por su atracción hacia los niños. Desde muy joven se propuso trabajar con ellos y una manera expedita, lógicamente hablando, era hacerse docente. Y así fue. Ahora tiene su propia familia y unos cuantos años al servicio de la docencia que asumió con abnegación. No luce cansada a pesar de su dedicación plena a su labor educativa. Pero algo preocupa a María Josefina y lo lleva muy adentro de su corazón debido a la poca propensión de exteriorizar sus inquietudes. Y es porque nunca quiere establecer barreras u obstáculos personales en el camino de la formación de los chiquillos, a quienes ubica por encima de cualquier escollo así sea pecuniario. Se trata de las nuevas generaciones, se conforma. Además suele escucharlo como ritornelo.
Ese día llegó muy temprano a su trabajo, cosa habitual en ella. Como tenía tiempo, quiso conversar con una compañera y después del saludo, la interrogó: “¿Qué noticias trajo nuestro representante gremial de la reunión con el ministro en la gran ciudad? Su colega la miró fijamente y algo extrañada. Respondió con rostro circunspecto: “Las noticias no son buenas, María Josefina. Es más, te digo que son decepcionantes”. La aplicada maestra de primaria escuchó aquellas palabras y no se sorprendió. Podría decirse, incluso, que las temía. En ese tipo de cosas las respuestas, casi siempre, se parecen mucho, se dijo. Su interlocutora siguió hablando: “El ministro adujo que no había dinero para un posible aumento salarial y que por ahora había que esperar. Sostuvo que la razón era la baja en los precios del petróleo y fue enfático al agregar que a duras penas estaban pagando nuestros alicaídos sueldos. Y claro está que le explicaron con detalles la situación económica y social que atravesamos los educadores. Con cifras y demás yerbas”, puntualizó la profesional de la enseñanza. María Josefina no articuló palabra alguna y después de abrazar a su amiga se dirigió al aula de clases a formar a los niños porque en segundos tocaban el Himno Nacional. Era lo sempiterno.
María Josefina no se encontró con
su colega del salón de al lado. Al pasar enfrente a los chicos vecinos vio a
otra maestra que no conocía y supuso que se trataba de una suplente. Es la
costumbre, pensó convencida. Fue en la tarde, al salir de clases, que ella se
enteró de la ausencia de su vecina maestra. Le concedieron el día porque debía
ir al Seguro Social a validar unos papeles médicos que por razones de salud le dieron
y para lograr el objetivo tenía que irse muy de madrugada para tratar de tomar
un número de diez que repartían para atender a los requirentes. La tarea no se
tornaba nada fácil. Era necesario
sortear los peligros al andar por la ciudad a esas horas, un poco más allá de
la medianoche. Y luego esperar atención y eso implicaba unas ocho o diez horas
seguidas, a veces sin almuerzo y con la esperanza de que el médico de turno no
claudicara ese día. Y la experiencia decía que eso podía suceder, de hecho ha
ocurrido en múltiples ocasiones. Del otrora Ipasme, ni hablar. Cedió su rol. En ese organismo no era
complicado ese asunto, pero fue objeto de una intervención por razones
financieras y presupuestarias y en los últimos años ha cargado a cuestas un
déficit colosal y todo reflejado, sin dudas, en la merma acelerada de su
servicio ahora crónico. María Josefina está por jubilarse y sueña con sus
prestaciones sociales pagadas al salir. Contante y sonante.
Y finalmente, pueden ser muchas “las Marías Josefinas” de esta sencilla historia. No obstante, es necesario advertir con las usadas y cansonas palabras que ponen al final de los relatos contados en el cine o en el teatro o del tipo que sean: “Cualquier parecido con situaciones reales es pura coincidencia”.
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