Un funeral misterioso
"La muerte no es nada"
Dice San Agustín:
"La muerte
no es nada. Yo solo me he ido a la habitación de al lado. Yo soy yo, tú eres
tú. Lo que éramos el uno para el otro, lo seguimos siendo. Llámame por el
nombre que me has llamado siempre. Hablarme como siempre lo has hecho. No lo
hagas en un tono diferente, de manera solemne o triste. Sigue riéndote de lo
que nos hacía reír juntos. Que se pronuncie mi nombre en casa como siempre lo
ha sido, sin énfasis ninguno, sin rastro de sombra. La vida es lo que ha sido
siempre. El hilo no está cortado. ¿Por qué estaría yo fuera de tu mente,
simplemente porque estoy fuera de tu vista? Te espero. . . No estoy lejos,
justo del otro lado del camino. . . Ves, todo va bien. Volverás a encontrar mi
corazón. Volverás a encontrar mi ternura acentuada. Enjuaga tus lágrimas y no
llores si me amas"
Remembranzas sobre mi hermano Francisco
El día
antes habíamos decidido partir temprano. Silvio Salomón había ido a buscar a su
hermana Mirian Caridad a su residencia de Acarigua con el fin de traerla a
Valle de la Pascua con el propósito de pasar unas semanas vacacionales que
comenzaban en el mes de agosto y esa gentileza de Silvio habíase repetido en
varias ocasiones. Algo digno y desprendido de este hombre de actuaciones
singulares. Era martes catorce de agosto de 2018 y ese día, una vez que hubimos empacado,
partimos bien de mañana, eran las seis de un día con un ambiente en silencio y
una tenue lluvia nos obligaba a cruzar los brazos, sumado esto al propio aire
interno del Ford fiesta. Salimos de casa y tomamos rápidamente la autopista General
José Antonio Páez con rumbo a San Carlos, del estado Cojedes. La vía lucía
completamente despejada a esa hora de la mañana y al salir del estado
Portuguesa lo hicimos junto a mi cuñado Silvio Salomón quien conducía su carro
como quedó dicho, su esposa Yoleida y sus dos pequeños hijos José Alejandro y
David Alejandro, además, claro está de mi esposa Mirian Caridad.
Y al partir venía yo con una especial misión que me encargó el destino, misión triste ciertamente. El día anterior me habían informado de la triste noticia del fallecimiento de mi hermano José Francisco, quien por años vivió en la populosa y moderna ciudad de Maracay, en el estado Aragua. Francisco se había venido desde Valle de la Pascua, en el estado Guárico de donde era oriundo, décadas atrás buscando mejor fortuna de la que gozaba entonces por ser o pertenecer a un hogar muy pobre y de escasos bienes materiales. Su padre don simón Correa era agricultor de los buenos y su madre doña María Josefa de oficios del hogar. En la nueva ciudad tuvo empleos honrados y remunerados satisfactoriamente, formó una bonita familia conformada por él como páter familia, su esposa Toti, sus tres hijos, donde contaban dos varones y una hembra, Cheo, Pipo y Nelly, tuvieron su hogar propio y sustancialmente Francisco José se había erigido en un hombre de bien sin dudas.
Laboró
por muchos años en el campo de la seguridad, en la especialidad de la
vigilancia formal y para ello se había formado mi hermano. Prestó servicios en
la propia ciudad Jardín, como era conocida por aquellos años, también hubo de
ser trasladado en algunas ocasiones a otros puntos del estado por razones de
servicio. Adonde quiera que iba su rendimiento era positivo. En la misma ciudad
vivía, asimismo, nuestro otro hermano, de menor edad, Víctor, quien igualmente
llegó a Maracay con propósitos idénticos a lo de Francisco. Al momento de
recibir la infausta noticia del viaje sublime de mi familiar al encuentro con
su Creador, estaba de visita en nuestro hogar portuguesa Silvio Salomón, quien
al ser informado de mi percance se mostró dispuesto a traerme en su vehículo, dada
la emergencia suscitada. En cuanto me lo comunicó Mirian Caridad interiormente
animó mi espíritu ya decaído formalmente por lo sucedido a mi hermano. El
momento era complicado en extremo también por la severa crisis que afectaba al país
y donde el transporte público en especial era calamitoso y antieconómico, tanto
así que yo había descartado la posibilidad de asistir al funeral de Francisco y
eso aumentaba mi tristeza y mi dolor. ¿Que yo no pudiera cumplir y asistir al
funeral de mi hermano? complicaba mucho más mi estado anímico y cruzaba
fácilmente el umbral de mi desesperación. Por eso la disposición de Silvio
Salomón que me abría la opción de estar presente en el traumático trance que de
repente afectaba mi vida incorporó buenas nuevas a mí atribulado espíritu.
Y es que antes de conocer esa ventana que se abría a mi favor, en donde vivo que es una casa de dos plantas, en una habitación después de la escalera permanecí por horas, solo allá arriba con mil pensamientos puestos en la fatal noticia y todo lo que significaba para mí. Era increíble. Mi hermano había fallecido y yo tenía muchos años sin haberlo visto ni a su esposa Toti ni a sus tres hijos, Cheo, Pipo y Nelly. Un poco más de treinta años, casi una vida, podría decirse, sin ver ni tratar con ellos y eso es mucho tiempo e incluso podría afirmar que en ese lapso de tiempo se borran muchas cosas, vivencias, rostros y hasta puede rondar peligrosamente el olvido en varios sentidos. Se borran imágenes de la mente, aunque parezca difícil, pero sucede. En aquel cuarto mi mente empezó a revivir situaciones vividas con mi hermano y llegó una muy nítida ocurrida como cuarenta y cinco años atrás. Imaginemos ese tiempo e impresiona que familiares puedan vivir y soportar tanto tiempo sin verse ni hablarse, es realmente impresionante, aunque muy cierto.
Y es
que yo cuando tenía unos veinte años de edad había llegado a Maracay venido del
estado Barinas y muy recientemente había dejado mi empleo en el Banco Agrícola
y Pecuario un ente público, y en virtud de que tres de mis hermanos vivían en
esa zona aragüeña pensé en unírmeles separados por años como en efecto había
estado. Entonces solía reunirme con ellos, con Francisco y Víctor, aunque valga
la acotación que su nombre no era Víctor sino Victorio Simón, nombre este que
le había colocado nuestro hermano mayor, Evaristo Antonio, como una manera de
conmemorar al Libertador Simón Bolívar y porque precisamente Víctor nació un 24
de julio, fecha del natalicio del caraqueño ejemplar. Era una combinación excelente "Victorio Simón", que aludía claramente las victorias que había obtenido El Libertador durante la brega libertaria nacional. Pero Víctor en cuanto pudo ya crecido, se lo quitó y cambió para Víctor simplemente.
Fueron
muchos los días que nos veíamos en Santa Rosa y departíamos jugando al dominó,
bolas y criollas, y de vez en cuando una cervecita en cualquier bar o tasca del
lugar. Uno de eso días yo había ido temprano a Caracas con la intención de
cobrar unas prestaciones sociales que quedaron pendientes de mi trabajo
realizado en la institución señalada. En la oficina sede de la capital me
dieron un cheque que fui a cobrar al Banco Central de Venezuela. Cobré y me
vine y por la tarde y nos reunimos los tres en el lugar de siempre, sentados en
la mesa y ya refrescándonos les di la información del dinero que cargaba y les
dije: “Bueno, muchachos, llegó el momento de pagarles la deuda que tengo con
ustedes”. Me vieron extrañados como preguntándose a que deuda me refería yo. Se
trataba de algunos viajes que había hecho a Caracas en bus y ellos colaboraban
conmigo ayudándome con el costo del pasaje.
El
transporte costaba un bolívar con un real y con tres bolos iba y venía de
Maracay a Caracas y algunas veces me alcanzaba para el almuerzo que constaba de
un espagueti con salsa de carne, un pan o arepa y una Pepsi cola. Francisco
dijo: “No, chico, tranquilo, tu no me debes nada”. Y Víctor por su parte
asintió sonreído: “No, pelón, a mí tampoco me debes nada”. Solo atiné a decir:
“¿Así es la vaina? Bueno, entonces acepten que los invite y echémonos una”. “Eso
sí”, dijo Víctor alegre. Nos sentamos a la mesa y pedimos las tres primeras. Yo
saqué la cartera y mostré varios billetes de muy baja denominación. Di uno de
cinco bolos a Víctor que recibió agradecido. La deuda con Frank era superior y
le di un billete verde de veinte bolívares. Él no quería recibirlo, pero yo insistí,
al tomarlo se lo enseñó a Víctor con una gran alegría, entre extrañado y con
una franca risa, que siempre le acompañaba. “Mira, Víctor, lo que me dio a mí”.
¡Tres
más! Gritó Víctor a la mesera, contento y feliz. Esa tarde noche la pasamos muy
felices departiendo los tres hermanos venidos del estado Guárico en situaciones
distintas, pero con el mismo objetivo que no era otro que trabajar y prosperar. Frank
era de sonrisa fácil y siempre andaba alegre y optimista, y nunca le faltaba
una broma y una “mamadera de gallos” sana. La risa era una especie de don
proverbial y un signo de presentación personal. Y nosotros no nos quedábamos
atrás. El solo hecho de estar juntos era suficiente para sentirnos
felices.
Aquel
día cuando partimos de Acarigua mi meta era el velorio de Frank. A esa hora
debía estar todo arreglado, el papeleo mortuorio, sarcófago y recaudos
oficiales y todo lo requerido para el sepelio que era en unas pocas horas sino
lo retrasaba la burocracia estatal. Hubo una contrariedad porque al salir de
Valencia sentí que entramos muy rápido a los predios maracayeros y pelamos la
entrada a Caña de Azúcar, que era la vía del Limón, y fue ese pequeño contratiempo
la causa de retrasar considerablemente la llegada al sitio. Era mucho tiempo
sin buscar la dirección de Frank que ese día hizo que sucediera el extravío. Y
mientras nos acercábamos crecía en mí la expectación mezclada con tristeza y
dolor. Y pronto las imágenes que traía en mi cabeza tomaron forma y figura.
Allí estaba mi hermano querido al que tantas veces en el pasado di la mano y un
abrazo al celebrar un reencuentro. Habían pasado muchos años y obviamente esta
vez fue completamente diferente. Había fallecido a los setenta y cinco años de
edad y yacía en la urna con la rigidez característica de alguien que había
emprendido su viaje sublime al encuentro con su Creador. Fui directo al
sarcófago y al mirarlo con tristeza y dolor solo logré articular confundido:
“Hermano mío, ojalá Dios te haya perdonado y llevado con Él al Cielo”. Cuánto no
hubiese dado yo por hacer lo que siempre había hecho cuando él vivía: estrechar
su mano, darle un abrazo y saludarnos con la sonrisa habitual, pero esta vez fue
uno de los reencuentros más tristes y doloroso de mí vida. Mi hermano había
partido de modo definitivo.
Aunque
su funeral tuvo visos misteriosos por el reencuentro y permítanme tratar de explicarme: allí estaba Frank
inerte y rígido en el sarcófago. Muerto. Además mi hermana Carmen que había
venido de San Juan de los Morros donde reside y también Víctor, que como hemos
dicho vive igualmente en la ciudad de Maracay, entonces, estaba Frank hecho
cadáver, y nosotros tres vivos, yo veía todo aquello e intuía una especie de rasgo misterioso y por
supuesto todo eso era sobrecogedor. ¿Frank muerto y nosotros vivos?, vaya
funeral, ¿no? ¡Vaya reencuentro! después de tantos años sin vernos. A Frank no
lo veía después de unas tres décadas o tal vez mucho más, más de treinta años,
a Víctor casi cinco años y a Carmen lo mismo. Ese era el cuadro en aquella
habitación cubierta de dolor y de tristeza.
Y
ahora solo me quedaban los recuerdos y las vivencias con José Francisco y esa
es una forma de retenerlo conmigo, una forma de traerlo a mí. “Recordar es vivir”,
dijo alguna vez alguien y es cierto, muy
cierto. Es por ello que cuando parte un ser querido lo pertinente, después de
llorarlo y ponerse triste cosa que es muy normal en los seres humanos, lo
pertinente es recordarlo haciendo énfasis en las cosas positivas y buenas. “Por
sus hechos los conoceréis”, dijo Jesucristo en su prédica santa e histórica,
aunque en este caso es diferente, claro está, pero se parece un poco. Es el
motivo de estas líneas retrotraer a José Francisco, a nuestro hermano “taparita”,
como alguna vez lo “bautizó” nuestro padre don Simón Correa Infante. Es así
como en cierta ocasión mi hermano fue trasladado a la ciudad de Caguas, estado
Guárico, a prestar su servicio de seguridad, y advirtió a Simón, uno de sus
hermanos mayores que cruzaba por una de aquellas calles ya que vivía en ese
lar. Simón sorprendido le dijo: “Francisco, ¿qué haces por aquí? Y él le
respondió: “No, chico, me enviaron para acá por un tiempo”.
Fue a
mediados del mes de diciembre y ya se acercaba el año nuevo, el famoso treinta
y uno, fin de año que vuelve a la gente muy alegre, nerviosa, y dispuesta a
divertirse y para ello se prepara durante casi todo el año que como se sabe es
la fiesta más grande del año para las personas, en detrimento del 25 de diciembre
que es el día en que nació Nuestro Señor Jesucristo, pero pasa casi inadvertido
por la mala costumbre de las personas. Y es impresionante que ese día tan
importante y decisivo para la humanidad sean muy pocos quienes lo festejen y
casi que no se abrazan y apenas si se dicen “Feliz Navidad”, que mala costumbre
tenemos las personas y que falta de fe para con el Niño Dios, ¿será por eso por
lo que el mundo está cómo está? Porque es como si ignoráramos a Dios
Todopoderoso, al más grande. ¡
Qué pobres seres humanos somos!
Y
volviendo al reencuentro casual de los hermanos, José Francisco le dice a
Simón: “Mira, hermano, como ya se acerca el treinta y uno yo voy a estar de
guardia ese día, aquí tengo una botella para que nos las tomemos ese día, ¿está
pago? Simón sonriendo le dijo: “Ta pago, Francisco, el treinta y uno vengo,
cuenta con eso”. Y así hicieron los dos hermanos producto de ese encuentro
fortuito. Simón fue el día acordado y se tomaron la botella y recibieron el año
nuevo juntos bebiéndose esa botella que se la metieron “entre pecho y espalda”,
tal se dice en el llano de donde somos. Cosas de la vida, ¿no es así? En otra
oportunidad Francisco fue a visitar a Simón donde é laboraba, pero no lo
encontró, y el tipo de la guardia que conocía mucho a Simón, le informó: “Mire,
amigo, su hermano está algo mal de salud”. Y por eso Frank comenzó a visitarlo
casi semanalmente en su casa y constatar el estado de salud de su hermano “in
situ”. Así era Frank, algo así como el “Cometa Halley”, se perdía por un tiempo,
pero a veces era consecuente con la familia. Por cierto que Frank fue uno de
mis compañeros de viaje cuando una vez estando de visita en el estado Apure, en
Achaguas, específicamente, que estaba de fiesta y eran miles los visitantes
para esa época, nuestro otro hermano estaba casi estrenando un Mustang del año
setenta, muy moderno para entonces, y como a las doce Evaristo se empeñó en que
siguiéramos para Valle de la Pascua. Yo accedí y me dio la llave y emprendí el
viaje a la ciudad de nuestros padres, don Simón Correa y doña María Josefa
Rodríguez.
En
menos de tres horas estábamos en el barrio Guamachal, fue rápido si se quiere
porque hube de meterle la chola a la potente nave y la aguja marcaba 170
kilómetros por hora, y Frank que venía atrás lo vi por el retrovisor mirando el
marcador con “los ojos como un dos de oro de la baraja”. Nos vimos en silencio,
aunque nuestras miradas hablaron. En ese entonces yo frisaba los
veinte años de
edad y de allí la desenfrenada carrera.
Mi
hermano José Francisco era un gran aficionado a las carreras de caballos y al
juego hípico, de allí que nunca le faltara una gaceta hípica en los días de
carrera en el bolsillo de atrás de su pantalón bien doblada. No fueron pocas
las veces que nos reuníamos para ver las carreras los sábados y domingos en
Valle de la Pascua cuando él venía la pueblo a visitar a sus padres desde
Maracay cuando vivían y después al resto de la familia, así que cuando yo venía
también y coincidíamos en casa no pelábamos esas carreras de equinos que nos
deleitaba con pasión casi desbordada. Frank acostumbraba jugar su cuadrito de
cuatro bolívares con seguridad y esperanza de pegar alguna vez “los seis
caballos”. También era asiduo a eso que llamaban antes “El remate”, “las
pollas”, que era una anotación en un papel y echaban en un canasto y la gente
escogía un papelito a ciegas para buscar el ganador y donde se pagaba y buscaba
el caballo ganador en los sitios dispuestos para tal fin. También jugaba la
llamada “dupleta”.
Frank
estudiaba mucho su gaceta hípica y se veía tomando nota y haciendo
combinaciones al derecho y al revés. Se le escuchaba decir: “este no pierde,
tiene el peso adecuado, lo monta Jaramillo y está en su distancia” y ese era su
ritornelo. Era, pues, un estudioso de los caballos que corrían en el hipódromo
la rinconada de Caracas. Y es que era algo así como el juego de Venezuela.
El
domingo, después de las seis de la tarde, todos buscaban los resultados de sus
cuadros a ver si tenían “cinco o seis”, aunque siempre se oía decir que “no
habían hecho nada” “que habían pegado tantos” “que se habían caído” que si
tarantín o qué sé yo. Era muy raro quien metiera cinco caballos o seis.
Cierta
vez al despedirse para volver a Maracay, me dijo: “Mira, pelón, te voy a dar
este dato que no pierde, ese me lo dieron desde Caracas. No pierde, me
reiteró”. Cuando busqué y vi el nombre: le respondí. “Que va, mi loco, esa no
tiene chance, es una burra”. El insistió sonreído: “Juégala, pendejo, para que
te desquites, me la dio un amigo de un jinete”. Se trataba de la yegua “Doña
Clara”, que era muy poca ganadora y siempre le ponían mucho peso, que si 56, 58
o 60 lo que hacía que los apostadores la descartaran siempre, los demás corrían
con 50 kilos que se consideraba normal. Sin embargo me fui al “remate” y vi que
a “doña Clara” los apostadores no le “tiraban nada” visto que no le daban
chance alguno. Por cábala como dicen en el pueblo me arriesgué y le aposté
hasta tres veces a la bicha y me puse a esperar la carrera que era la última de
la jornada “la de recoger las riendas”, decían algunos a manera de broma.
Muchos me veían de reojo y de cierto modo burlesco y parecían susurrar: “Ese
tipo está loco, como cree que va a ganar con esa burra sin chance”, “parece que
no sabe nada de eso”, “ni de caballos”.
De
repente llegó la carrera, cuadraron y se escuchó de inmediato al formidable
narrador que siempre fue Ali Kan: “Listos, faltan segundos para la partida. .
. allá van. . . mal para “doña Clara”
queda rezagada y en el último lugar. . . se fueron los competidores, domina no
sé quién y se va a la punta y saca dos cuerpos. . . giran la última curva y
entran en la recta final. . . ha mejorado un poco “doña Clara” y se acerca. . .
faltan cien metros para la llegada y “doña Clara” corre mucho en los finales,
empareja y pasa de un viaje a comandar.. . “Doña Clara” domina y ganó “Doña
Claraaaaa”.... ¡Tremendo golpe para el cinco y seis! Terminó diciendo el
narrador hípico estrella sin igual en esos tiempos Todos los que estaban en el
recinto volvieron de inmediato la mirada hacia mí porque era el único que la
había jugado y al ratico estaba rodeado de los apostadores que me miraban
admirados y me felicitaban. Escuché que decían: “verga, ese tipo se me metió
una bola de billete”, otros gritaban que “yo tal vez era un brujo”. Al escuchar
aquello dije para mis adentros: “Brujo no soy, aunque me parezca un poco”.
Pues, recogí mi dinero que era sustancioso en verdad y me acordé de mi hermano
José Francisco que me había dicho al partir: “Pelón, cuando ganes me traes un
pedazo de queso aunque sea”. Sonreído me retiré del lugar pensando en esa
increíble curiosidad. No la del queso que me pidió José Francisco sino la de la
yegua que ganó de manera inesperada. Algunos me solicitaron auxilio económico
para recuperar un poco lo que habían perdido y yo accedí a la solicitud en una
especie de acuerdo solidario y tácito entre jugadores.
La noche del treinta y uno
A José
Francisco
Cuando
llegue el treinta y uno
en
diciembre lloraré
aunque
conmigo tendré
el
afecto familiar,
pero
te voy a extrañar
recordando
el infortunio
y
contando uno a uno
los
momentos de tu vida
lamentando
tu partida
la
noche del treinta y uno.
Y
aunque han pasado los meses
Abril,
mayo o junio
sigo
contando muy triste
desde
el día en que partiste
dejando
solo mi mundo.
Bueno,
hermano, en las postrimerías de estas remembranzas, solo me queda decirte de
nuevo lo que te dije al llegar de Acarigua y apenas al acercarme cuando llegué
directamente a tu ataúd y en medio de mi tristeza y mi dolor al verte: “Hermano
mío, ojalá Dios te haya perdonado y que algún día podamos vernos de otra vez si
El Todopoderoso lo permite, y cual alma viajera con un cuerpo humano
infinitamente limitado y terrestre, aunque mi alma y mi mente puedan volar,
pero como hoy debes volar solo te digo lloroso: “A
donde sea que vayas mi amor irá contigo”. Adiós, hermano José Francisco.
Siempre te recordaré.
Y
entonces yo me pregunto
¿Por
qué si eras uno
millones
no cuentan nada?
¿y
ante incontables miradas
es la
tuya la que busco?
y al
no tenerla procuro
revivir
lo que vivimos
las
cosas que compartimos
estando al lado
tuyo.
Comentarios
Publicar un comentario