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Un funeral investido de misterio


Un funeral misterioso
En memoria de mi hermano José Francisco Correa Rodriguez



Por Eduardo Correa
, sin rastro de sombra. La vida es
"La muerte no es nada"


Dice San Agustín: 

"La muerte no es nada. Yo solo me he ido a la habitación de al lado. Yo soy yo, tú eres tú. Lo que éramos el uno para el otro, lo seguimos siendo. Llámame por el nombre que me has llamado siempre. Hablarme como siempre lo has hecho. No lo hagas en un tono diferente, de manera solemne o triste. Sigue riéndote de lo que nos hacía reír juntos. Que se pronuncie mi nombre en casa como siempre lo ha sido, sin énfasis ninguno, sin rastro de sombra. La vida es lo que ha sido siempre. El hilo no está cortado. ¿Por qué estaría yo fuera de tu mente, simplemente porque estoy fuera de tu vista? Te espero. . . No estoy lejos, justo del otro lado del camino. . . Ves, todo va bien. Volverás a encontrar mi corazón. Volverás a encontrar mi ternura acentuada. Enjuaga tus lágrimas y no llores si me amas"



Remembranzas sobre mi hermano Francisco


El día antes habíamos decidido partir temprano. Silvio Salomón había ido a buscar a su hermana Mirian Caridad a su residencia de Acarigua con el fin de traerla a Valle de la Pascua con el propósito de pasar unas semanas vacacionales que comenzaban en el mes de agosto y esa gentileza de Silvio habíase repetido en varias ocasiones. Algo digno y desprendido de este hombre de actuaciones singulares. Era martes catorce de agosto de 2018 y  ese día, una vez que hubimos empacado, partimos bien de mañana, eran las seis de un día con un ambiente en silencio y una tenue lluvia nos obligaba a cruzar los brazos, sumado esto al propio aire interno del Ford fiesta. Salimos de casa y tomamos rápidamente la autopista General José Antonio Páez con rumbo a San Carlos, del estado Cojedes. La vía lucía completamente despejada a esa hora de la mañana y al salir del estado Portuguesa lo hicimos junto a mi cuñado Silvio Salomón quien conducía su carro como quedó dicho, su esposa Yoleida y sus dos pequeños hijos José Alejandro y David Alejandro, además, claro está de mi esposa Mirian Caridad. 

Y al partir venía yo con una especial misión que me encargó el destino, misión triste ciertamente. El día anterior me habían informado de la triste noticia del fallecimiento de mi hermano José Francisco, quien por años vivió en la populosa y moderna ciudad de Maracay, en el estado Aragua. Francisco se había venido desde Valle de la Pascua, en el estado Guárico de donde era oriundo, décadas atrás buscando mejor fortuna de la que gozaba entonces por ser o pertenecer a un hogar muy pobre y de escasos bienes materiales. Su padre don simón Correa era agricultor de los buenos y su madre doña María Josefa de oficios del hogar. En la nueva ciudad tuvo empleos honrados y remunerados satisfactoriamente, formó una bonita familia conformada por él como páter familia, su esposa Toti, sus tres hijos, donde contaban dos varones y una hembra, Cheo, Pipo y Nelly, tuvieron su hogar propio y sustancialmente Francisco José se había erigido en un hombre de bien sin dudas.

Laboró por muchos años en el campo de la seguridad, en la especialidad de la vigilancia formal y para ello se había formado mi hermano. Prestó servicios en la propia ciudad Jardín, como era conocida por aquellos años, también hubo de ser trasladado en algunas ocasiones a otros puntos del estado por razones de servicio. Adonde quiera que iba su rendimiento era positivo. En la misma ciudad vivía, asimismo, nuestro otro hermano, de menor edad, Víctor, quien igualmente llegó a Maracay con propósitos idénticos a lo de Francisco. Al momento de recibir la infausta noticia del viaje sublime de mi familiar al encuentro con su Creador, estaba de visita en nuestro hogar portuguesa Silvio Salomón, quien al ser informado de mi percance se mostró dispuesto a traerme en su vehículo, dada la emergencia suscitada. En cuanto me lo comunicó Mirian Caridad interiormente animó mi espíritu ya decaído formalmente por lo sucedido a mi hermano. El momento era complicado en extremo también por la severa crisis que afectaba al país y donde el transporte público en especial era calamitoso y antieconómico, tanto así que yo había descartado la posibilidad de asistir al funeral de Francisco y eso aumentaba mi tristeza y mi dolor. ¿Que yo no pudiera cumplir y asistir al funeral de mi hermano? complicaba mucho más mi estado anímico y cruzaba fácilmente el umbral de mi desesperación. Por eso la disposición de Silvio Salomón que me abría la opción de estar presente en el traumático trance que de repente afectaba mi vida incorporó buenas nuevas a mí atribulado espíritu.

Y es que antes de conocer esa ventana que se abría a mi favor, en donde vivo que es una casa de dos plantas, en una habitación después de la escalera permanecí por horas, solo allá arriba con mil pensamientos puestos en la fatal noticia y todo lo que significaba para mí. Era increíble. Mi hermano había fallecido y yo tenía muchos años sin haberlo visto ni a su esposa Toti ni a sus tres hijos, Cheo, Pipo y Nelly. Un poco más de treinta años, casi una vida, podría decirse, sin ver ni tratar con ellos y eso es mucho tiempo e incluso podría afirmar que en ese lapso de tiempo se borran muchas cosas, vivencias, rostros y hasta puede rondar peligrosamente el olvido en varios sentidos. Se borran imágenes de la mente, aunque parezca difícil, pero sucede. En aquel cuarto mi mente empezó a revivir situaciones vividas con mi hermano y llegó una muy nítida ocurrida como cuarenta y cinco años atrás. Imaginemos ese tiempo e impresiona que familiares puedan vivir y soportar tanto tiempo sin verse ni hablarse, es realmente impresionante, aunque muy cierto.

Y es que yo cuando tenía unos veinte años de edad había llegado a Maracay venido del estado Barinas y muy recientemente había dejado mi empleo en el Banco Agrícola y Pecuario un ente público, y en virtud de que tres de mis hermanos vivían en esa zona aragüeña pensé en unírmeles separados por años como en efecto había estado. Entonces solía reunirme con ellos, con Francisco y Víctor, aunque valga la acotación que su nombre no era Víctor sino Victorio Simón, nombre este que le había colocado nuestro hermano mayor, Evaristo Antonio, como una manera de conmemorar al Libertador Simón Bolívar y porque precisamente Víctor nació un 24 de julio, fecha del natalicio del caraqueño ejemplar. Era una combinación excelente "Victorio Simón", que aludía claramente las victorias que había obtenido El Libertador durante la brega libertaria nacional. Pero Víctor en cuanto pudo ya crecido, se lo quitó y cambió para Víctor simplemente. 

Fueron muchos los días que nos veíamos en Santa Rosa y departíamos jugando al dominó, bolas y criollas, y de vez en cuando una cervecita en cualquier bar o tasca del lugar. Uno de eso días yo había ido temprano a Caracas con la intención de cobrar unas prestaciones sociales que quedaron pendientes de mi trabajo realizado en la institución señalada. En la oficina sede de la capital me dieron un cheque que fui a cobrar al Banco Central de Venezuela. Cobré y me vine y por la tarde y nos reunimos los tres en el lugar de siempre, sentados en la mesa y ya refrescándonos les di la información del dinero que cargaba y les dije: “Bueno, muchachos, llegó el momento de pagarles la deuda que tengo con ustedes”. Me vieron extrañados como preguntándose a que deuda me refería yo. Se trataba de algunos viajes que había hecho a Caracas en bus y ellos colaboraban conmigo ayudándome con el costo del pasaje.

El transporte costaba un bolívar con un real y con tres bolos iba y venía de Maracay a Caracas y algunas veces me alcanzaba para el almuerzo que constaba de un espagueti con salsa de carne, un pan o arepa y una Pepsi cola. Francisco dijo: “No, chico, tranquilo, tu no me debes nada”. Y Víctor por su parte asintió sonreído: “No, pelón, a mí tampoco me debes nada”. Solo atiné a decir: “¿Así es la vaina? Bueno, entonces acepten que los invite y echémonos una”. “Eso sí”, dijo Víctor alegre. Nos sentamos a la mesa y pedimos las tres primeras. Yo saqué la cartera y mostré varios billetes de muy baja denominación. Di uno de cinco bolos a Víctor que recibió agradecido. La deuda con Frank era superior y le di un billete verde de veinte bolívares. Él no quería recibirlo, pero yo insistí, al tomarlo se lo enseñó a Víctor con una gran alegría, entre extrañado y con una franca risa, que siempre le acompañaba. “Mira, Víctor, lo que me dio a mí”.

¡Tres más! Gritó Víctor a la mesera, contento y feliz. Esa tarde noche la pasamos muy felices departiendo los tres hermanos venidos del estado Guárico en situaciones distintas, pero con el mismo objetivo que no era otro que trabajar y prosperar. Frank era de sonrisa fácil y siempre andaba alegre y optimista, y nunca le faltaba una broma y una “mamadera de gallos” sana. La risa era una especie de don proverbial y un signo de presentación personal. Y nosotros no nos quedábamos atrás. El solo hecho de estar juntos era suficiente para sentirnos felices.             

Aquel día cuando partimos de Acarigua mi meta era el velorio de Frank. A esa hora debía estar todo arreglado, el papeleo mortuorio, sarcófago y recaudos oficiales y todo lo requerido para el sepelio que era en unas pocas horas sino lo retrasaba la burocracia estatal. Hubo una contrariedad porque al salir de Valencia sentí que entramos muy rápido a los predios maracayeros y pelamos la entrada a Caña de Azúcar, que era la vía del Limón, y fue ese pequeño contratiempo la causa de retrasar considerablemente la llegada al sitio. Era mucho tiempo sin buscar la dirección de Frank que ese día hizo que sucediera el extravío. Y mientras nos acercábamos crecía en mí la expectación mezclada con tristeza y dolor. Y pronto las imágenes que traía en mi cabeza tomaron forma y figura. Allí estaba mi hermano querido al que tantas veces en el pasado di la mano y un abrazo al celebrar un reencuentro. Habían pasado muchos años y obviamente esta vez fue completamente diferente. Había fallecido a los setenta y cinco años de edad y yacía en la urna con la rigidez característica de alguien que había emprendido su viaje sublime al encuentro con su Creador. Fui directo al sarcófago y al mirarlo con tristeza y dolor solo logré articular confundido: “Hermano mío, ojalá Dios te haya perdonado y llevado con Él al Cielo”. Cuánto no hubiese dado yo por hacer lo que siempre había hecho cuando él vivía: estrechar su mano, darle un abrazo y saludarnos con la sonrisa habitual, pero esta vez fue uno de los reencuentros más tristes y doloroso de mí vida. Mi hermano había partido de modo definitivo.

Aunque su funeral tuvo visos misteriosos por el reencuentro y permítanme  tratar de explicarme: allí estaba Frank inerte y rígido en el sarcófago. Muerto. Además mi hermana Carmen que había venido de San Juan de los Morros donde reside y también Víctor, que como hemos dicho vive igualmente en la ciudad de Maracay, entonces, estaba Frank hecho cadáver, y nosotros tres vivos, yo veía todo aquello e intuía  una especie de rasgo misterioso y por supuesto todo eso era sobrecogedor. ¿Frank muerto y nosotros vivos?, vaya funeral, ¿no? ¡Vaya reencuentro! después de tantos años sin vernos. A Frank no lo veía después de unas tres décadas o tal vez mucho más, más de treinta años, a Víctor casi cinco años y a Carmen lo mismo. Ese era el cuadro en aquella habitación cubierta de dolor y de tristeza.          

Y ahora solo me quedaban los recuerdos y las vivencias con José Francisco y esa es una forma de retenerlo conmigo, una forma de traerlo a mí. “Recordar es vivir”, dijo alguna vez alguien y es  cierto, muy cierto. Es por ello que cuando parte un ser querido lo pertinente, después de llorarlo y ponerse triste cosa que es muy normal en los seres humanos, lo pertinente es recordarlo haciendo énfasis en las cosas positivas y buenas. “Por sus hechos los conoceréis”, dijo Jesucristo en su prédica santa e histórica, aunque en este caso es diferente, claro está, pero se parece un poco. Es el motivo de estas líneas retrotraer a José Francisco, a nuestro hermano “taparita”, como alguna vez lo “bautizó” nuestro padre don Simón Correa Infante. Es así como en cierta ocasión mi hermano fue trasladado a la ciudad de Caguas, estado Guárico, a prestar su servicio de seguridad, y advirtió a Simón, uno de sus hermanos mayores que cruzaba por una de aquellas calles ya que vivía en ese lar. Simón sorprendido le dijo: “Francisco, ¿qué haces por aquí? Y él le respondió: “No, chico, me enviaron para acá por un tiempo”.

Fue a mediados del mes de diciembre y ya se acercaba el año nuevo, el famoso treinta y uno, fin de año que vuelve a la gente muy alegre, nerviosa, y dispuesta a divertirse y para ello se prepara durante casi todo el año que como se sabe es la fiesta más grande del año para las personas, en detrimento del 25 de diciembre que es el día en que nació Nuestro Señor Jesucristo, pero pasa casi inadvertido por la mala costumbre de las personas. Y es impresionante que ese día tan importante y decisivo para la humanidad sean muy pocos quienes lo festejen y casi que no se abrazan y apenas si se dicen “Feliz Navidad”, que mala costumbre tenemos las personas y que falta de fe para con el Niño Dios, ¿será por eso por lo que el mundo está cómo está? Porque es como si ignoráramos a Dios Todopoderoso, al más grande. ¡
Qué pobres seres humanos somos!

Y volviendo al reencuentro casual de los hermanos, José Francisco le dice a Simón: “Mira, hermano, como ya se acerca el treinta y uno yo voy a estar de guardia ese día, aquí tengo una botella para que nos las tomemos ese día, ¿está pago? Simón sonriendo le dijo: “Ta pago, Francisco, el treinta y uno vengo, cuenta con eso”. Y así hicieron los dos hermanos producto de ese encuentro fortuito. Simón fue el día acordado y se tomaron la botella y recibieron el año nuevo juntos bebiéndose esa botella que se la metieron “entre pecho y espalda”, tal se dice en el llano de donde somos. Cosas de la vida, ¿no es así? En otra oportunidad Francisco fue a visitar a Simón donde é laboraba, pero no lo encontró, y el tipo de la guardia que conocía mucho a Simón, le informó: “Mire, amigo, su hermano está algo mal de salud”. Y por eso Frank comenzó a visitarlo casi semanalmente en su casa y constatar el estado de salud de su hermano “in situ”. Así era Frank, algo así como el “Cometa Halley”, se perdía por un tiempo, pero a veces era consecuente con la familia. Por cierto que Frank fue uno de mis compañeros de viaje cuando una vez estando de visita en el estado Apure, en Achaguas, específicamente, que estaba de fiesta y eran miles los visitantes para esa época, nuestro otro hermano estaba casi estrenando un Mustang del año setenta, muy moderno para entonces, y como a las doce Evaristo se empeñó en que siguiéramos para Valle de la Pascua. Yo accedí y me dio la llave y emprendí el viaje a la ciudad de nuestros padres, don Simón Correa y doña María Josefa Rodríguez.              

En menos de tres horas estábamos en el barrio Guamachal, fue rápido si se quiere porque hube de meterle la chola a la potente nave y la aguja marcaba 170 kilómetros por hora, y Frank que venía atrás lo vi por el retrovisor mirando el marcador con “los ojos como un dos de oro de la baraja”. Nos vimos en silencio, aunque nuestras miradas hablaron. En ese entonces yo frisaba los 
veinte años de edad y de allí la desenfrenada carrera.

Mi hermano José Francisco era un gran aficionado a las carreras de caballos y al juego hípico, de allí que nunca le faltara una gaceta hípica en los días de carrera en el bolsillo de atrás de su pantalón bien doblada. No fueron pocas las veces que nos reuníamos para ver las carreras los sábados y domingos en Valle de la Pascua cuando él venía la pueblo a visitar a sus padres desde Maracay cuando vivían y después al resto de la familia, así que cuando yo venía también y coincidíamos en casa no pelábamos esas carreras de equinos que nos deleitaba con pasión casi desbordada. Frank acostumbraba jugar su cuadrito de cuatro bolívares con seguridad y esperanza de pegar alguna vez “los seis caballos”. También era asiduo a eso que llamaban antes “El remate”, “las pollas”, que era una anotación en un papel y echaban en un canasto y la gente escogía un papelito a ciegas para buscar el ganador y donde se pagaba y buscaba el caballo ganador en los sitios dispuestos para tal fin. También jugaba la llamada “dupleta”.

Frank estudiaba mucho su gaceta hípica y se veía tomando nota y haciendo combinaciones al derecho y al revés. Se le escuchaba decir: “este no pierde, tiene el peso adecuado, lo monta Jaramillo y está en su distancia” y ese era su ritornelo. Era, pues, un estudioso de los caballos que corrían en el hipódromo la rinconada de Caracas. Y es que era algo así como el juego de Venezuela.
El domingo, después de las seis de la tarde, todos buscaban los resultados de sus cuadros a ver si tenían “cinco o seis”, aunque siempre se oía decir que “no habían hecho nada” “que habían pegado tantos” “que se habían caído” que si tarantín o qué sé yo. Era muy raro quien metiera cinco caballos o seis.
Cierta vez al despedirse para volver a Maracay, me dijo: “Mira, pelón, te voy a dar este dato que no pierde, ese me lo dieron desde Caracas. No pierde, me reiteró”. Cuando busqué y vi el nombre: le respondí. “Que va, mi loco, esa no tiene chance, es una burra”. El insistió sonreído: “Juégala, pendejo, para que te desquites, me la dio un amigo de un jinete”. Se trataba de la yegua “Doña Clara”, que era muy poca ganadora y siempre le ponían mucho peso, que si 56, 58 o 60 lo que hacía que los apostadores la descartaran siempre, los demás corrían con 50 kilos que se consideraba normal. Sin embargo me fui al “remate” y vi que a “doña Clara” los apostadores no le “tiraban nada” visto que no le daban chance alguno. Por cábala como dicen en el pueblo me arriesgué y le aposté hasta tres veces a la bicha y me puse a esperar la carrera que era la última de la jornada “la de recoger las riendas”, decían algunos a manera de broma. Muchos me veían de reojo y de cierto modo burlesco y parecían susurrar: “Ese tipo está loco, como cree que va a ganar con esa burra sin chance”, “parece que no sabe nada de eso”, “ni de caballos”.

De repente llegó la carrera, cuadraron y se escuchó de inmediato al formidable narrador que siempre fue Ali Kan: “Listos, faltan segundos para la partida. . .  allá van. . . mal para “doña Clara” queda rezagada y en el último lugar. . . se fueron los competidores, domina no sé quién y se va a la punta y saca dos cuerpos. . . giran la última curva y entran en la recta final. . . ha mejorado un poco “doña Clara” y se acerca. . . faltan cien metros para la llegada y “doña Clara” corre mucho en los finales, empareja y pasa de un viaje a comandar.. . “Doña Clara” domina y ganó “Doña Claraaaaa”.... ¡Tremendo golpe para el cinco y seis! Terminó diciendo el narrador hípico estrella sin igual en esos tiempos Todos los que estaban en el recinto volvieron de inmediato la mirada hacia mí porque era el único que la había jugado y al ratico estaba rodeado de los apostadores que me miraban admirados y me felicitaban. Escuché que decían: “verga, ese tipo se me metió una bola de billete”, otros gritaban que “yo tal vez era un brujo”. Al escuchar aquello dije para mis adentros: “Brujo no soy, aunque me parezca un poco”. Pues, recogí mi dinero que era sustancioso en verdad y me acordé de mi hermano José Francisco que me había dicho al partir: “Pelón, cuando ganes me traes un pedazo de queso aunque sea”. Sonreído me retiré del lugar pensando en esa increíble curiosidad. No la del queso que me pidió José Francisco sino la de la yegua que ganó de manera inesperada. Algunos me solicitaron auxilio económico para recuperar un poco lo que habían perdido y yo accedí a la solicitud en una especie de acuerdo solidario y tácito entre jugadores.

                       
  


                   La noche del treinta y uno

A José Francisco

Cuando llegue el treinta y uno
en diciembre lloraré
aunque conmigo tendré
el afecto familiar,
pero te voy a extrañar
recordando el infortunio
y contando uno a uno
los momentos de tu vida
lamentando tu partida
la noche del treinta y uno.

Y aunque han pasado los meses
Abril, mayo o junio
sigo contando muy triste
desde el día en que partiste
dejando solo mi mundo.

Bueno, hermano, en las postrimerías de estas remembranzas, solo me queda decirte de nuevo lo que te dije al llegar de Acarigua y apenas al acercarme cuando llegué directamente a tu ataúd y en medio de mi tristeza y mi dolor al verte: “Hermano mío, ojalá Dios te haya perdonado y que algún día podamos vernos de otra vez si El Todopoderoso lo permite, y cual alma viajera con un cuerpo humano infinitamente limitado y terrestre, aunque mi alma y mi mente puedan volar, pero como    hoy debes volar solo te digo lloroso: “A donde sea que vayas mi amor irá contigo”. Adiós, hermano José Francisco. Siempre te recordaré.

Y entonces yo me pregunto
¿Por qué si eras uno
millones no cuentan nada?
¿y ante incontables miradas
es la tuya la que busco?
y al no tenerla procuro
revivir lo que vivimos
las cosas que compartimos
                                 estando al lado tuyo.

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