Eduardo Correa
Dios salvó mi vida
Prefacio
Los
hechos que van a conocer de seguidas son rigurosamente reales y los personajes
que cobran vida son, igualmente -como suele decirse- de carne y hueso. Y sobre
todo, estamos seguros que conocerán de la Presencia Sagrada del Ser Supremo,
Creador del Universo y de la Vida, y que no es otro que Dios, El Todopoderoso.
Primero, permítannos una reflexión.
¿Acaso envió Dios, Nuestro Señor, a sus queridos Ángeles a ponerle
remedio a una situación de peligro extremo al que estaba sometido un simple
mortal en la tierra? ¿Esos especialísimos espíritus celestes cumplían
nuevamente una Misión del Supremo y Todopoderoso? ¿Su Poder infinito e
inconmensurable se hacía presente, una vez más, como prueba irrefutable de Su
Existencia Gloriosa en un mundo de pecadores? En la breve historia que vamos a
contarles, creemos firmemente que Dios estuvo allí y lo decimos con mucha
humildad y responsabilidad y con el agradecimiento eterno de haber sentido y
experimentado muy de cerca ese Divino halo, y llenos de fe en la Gloria del
Señor.
¿Cuál es la intención de este libro?
Simplemente decimos, con el
debido respeto que tenemos por lo sagrado y henchidos de emoción, como dijo San
Rafael Arcángel, uno de los siete que están delante del Señor y que, justo
después de guiar y socorrer a Tobías, padre e hijo, ante la pregunta de cómo
agradecer aquello bueno que les había traído, les respondió:
“Bendecid a Dios del Cielo y dadle gracias ante todo, porque ha
usado con vosotros de su misericordia.
Bendecidle y cantad sus alabanzas”.
He aquí
el relato:
Esa noche
la avenida 31 –una de las
principales vías públicas de la ciudad
de Acarigua- lucía un tanto tranquila,
sin el frenético transitar de vehículos
y personas, como suele suceder en horas más tempranas. Eran las 8:00 de la
noche del día martes, 8 de abril de 2008. El cielo estaba completamente despejado. Allá
arriba, a lo lejos, podía mirarse una diminuta estrella, que al fijar la vista
por segundos tendía a ocultarse. Me encontraba en esa ancha vía -lugar céntrico por lo demás- esperando, como
solía hacerlo, a mi amigo y compadre César León. Después de la faena diaria acostumbrábamos
a reunirnos para comentar algunos hechos o simplemente para distraernos con
alguna bebida. Ese día César se retrasó.
Pocos
minutos después lo divisé cuando se
acercaba. Y fue justo en aquel momento cuando fui presa de un fuerte y terrible
dolor en la espalda. Casi me quebré, trastabillé y logré sujetarme a la
camioneta que hacía una hora había aparcado cerca del negocio de "Doña
Chela". El inenarrable dolor era como si proviniera de una espada, la del
tipo samurái, y que me hubiese cortado en dos. Dominado por el padecimiento se
apareció mi compadre, y logré articularle algunas palabras donde le pedía que
abordáramos el vehículo con urgencia. El se percató de mi dolor y me preguntó:
-"¿A
dónde le doy, hermano?". Y le
contesté con voz entrecortada: "! Al hospital, compadre. Rápido!".
Retorciéndome
de dolor me acosté en el asiento de atrás, rumbo al nosocomio local. Al llegar
a las adyacencias notamos que había muchas personas en la emergencia y
decidimos seguir hasta mi residencia. El dolor iba en aumento. Estando en la
casa, de inmediato llegó mi esposa Miriam Caridad a quien le habíamos avisado
de la situación. Al principio creíamos que el dolor era muscular y de allí que
llamáramos a la vecina Betsaí, experta en masajes, para que nos diera uno. Así
ocurrió, pero el sufrimiento no cedía. Entonces intervino Miriam, y en tono
firme dijo:
-"Eduardo,
mejor nos vamos a la clínica, porque esto ya me está preocupando
muchísimo".
Después
de vencer mi resistencia -siempre he sido reacio a los médicos y hospitales-
llamamos a Mirna -otra vecina y amiga- y nos llevó en su carro a la clínica San
José. Por el camino me retorcía de sufrimiento, casi al punto del desmayo.
Eran
claros los sollozos de Miriam y Betsaí. Cuando llegamos al sitio "me
sacaron en brazos de amigos". Acostado en una camilla, me aplicaron morfina
y al cabo de un tiempo aminoró mi padecimiento. En las primeras de cambio los
médicos de allí diagnosticaron un infarto del miocardio y reconocieron carecer
de los recursos para atender semejante enfermedad. De inmediato, alguien de la
clínica agregó:
-"El
no puede permanecer en esa camilla. Deben retirarlo de ahí porque la
necesitamos por si algún paciente llega".
Muchos
creyeron escuchar la expresión “por si algún cliente llega”. Es decir, casi que
me echan de allí, ¿Sería porqué ya no les era productivo? En medio de todo
aquello, de pronto se apareció mi amiga y compañera de trabajo Zenaida Linárez
Acosta, alcaldesa del municipio Páez, en Acarigua. Todos se preguntaban:
-¿Cómo
llegó Zenaida tan rápido? ¿Quién la llamaría? ¿Cómo sabría de esto?
Después
nos enteraríamos que un amigo anónimo, a quien no vimos al momento de llegar a
la clínica por las razones mismas del terrible momento que vivíamos, le
comunicó a la primera autoridad de Acarigua, conociendo nuestra muy cercana
relación, el problema suscitado. El personaje desconocido no era otro que mi
amigo Naudy Suárez, a quien conocía desde hace tiempo al calor de la lucha
social y con quien había trabado una buena amistad. Naudy le dijo a la
alcaldesa:
-"Zenaida,
acaban de traer a Correa a la clínica San José, y por la forma como lo bajaron
creo que llegó infartado".
Bueno,
lo cierto del caso es que a partir de aquel momento en la clínica San José,
Zenaida se convirtió en adalid de las siguientes acciones, que estarían
caracterizadas por el dolor, la angustia, las lágrimas y la desesperación.
Zenaida se convirtió en algo así como "mi Ada protectora". En algunas
mentes debe haber cruzado la idea o el decir del llano cuando alguien se
aparece justo en un momento de necesidad:
-"A ella nos la mandó Dios".
Claro está, junto a la alcaldesa compartían
las acciones mi esposa Miriam, mis hijas María del Mar y María del Valle, esta
última había llegado de inmediato de Barquisimeto –cuando ella recibió la
noticia de parte de María del Mar, hubo de aparcar el vehículo que conducía a
un lado de la vía y superar momentáneamente la especie de shock que le
sobrevino de inmediato-. Además, fueron juntándose un grupo de amigos y
compañeros de trabajo que de modo desprendido y admirable coadyuvaban a llevar
"las cargas". Recuerdo que antes de presentárseme el dolor, unas
horas antes, sostuve una larga conversación con mi dilecta amiga Carmen
Linárez, quien es hermana de Zenaida y laboramos juntos en el Instituto
Autónomo de Cultura del Municipio Páez. Hablamos de cosas cotidianas y en
especial acerca de las últimas lecturas, ya que a ella nunca le falta un libro
de cabecera. Después supe de su gran sorpresa al enterarse de lo que me sucedía
y me agregarían que de inmediato se incorporó al equipo de socorro.
A todas estas, en la clínica San José no
podíamos seguir por lo que dijimos antes. Zenaida dijo:
-"Vayamos de inmediato a la
clínica HPO, acabo de hablar con un cardiólogo amigo y nos está esperando".
Y marchamos hacia allá en la ambulancia
de la alcaldía de Páez. Entre angustias y esperanzas. Entre dolores y miedos.
Ahí no más estaba esperándonos el médico que no era otro que el conocido Néstor
González. De inmediato se me hicieron las observaciones y los exámenes de
rigor. Me metieron en unos grandes aparatos médicos modernos. El dolor era
insistente, pero en la UCI me lo calmaban. Al ingresar a ese recinto me
acompañaba también mi comadre Aída Durán, quien es enfermera y conocía a la que
me estaba atendiendo. Comenzaron a despojarme de la vestimenta y trataron de
romper la camisa que cargaba. Al momento les grité:
-"No
me la rompan que esa camisa es la
dominguera".
Ellas
se asombraron al escuchar aquello, y debía ser porque provenía de una persona que estando en un
estado crítico sacaba fuerzas para decir aquello. Al llegar a mi ropa interior
me negué rotundamente a que me la quitaran. La enfermera dijo:
-"Hay que hablar con alguien porque
este hombre no se deja desvestir".
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