-"Podemos anunciarles que el
implante fue colocado y la operación ha sido exitosa. El paciente se encuentra
bien".
Ahí explotó la alegría. Todos miraban al cielo y de inmediato Zenaida
invitó a una nueva oración para darle las gracias al Todopoderoso. Ahora las
lágrimas de mis seguidores eran de júbilo. De satisfacción, al saber que Dios,
el Supremo, el que todo lo puede, el mismo que hizo añicos todos los bajos
porcentajes de vida que manejaba la medicina, el que transformó las penas en
alegría, el que nunca abandona a sus hijos, había respondido felizmente las
oraciones y había salvado mi vida. Se había cumplido, una vez más, la
recomendación de Jesús en la Sagrada Escritura:
-" Pidan y recibirán, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá...".
No era ficción. Era real. La noticia fue transmitida a todos los lugares
donde yo tenía dolientes. Los alrededores de la clínica fue tomada alegremente
por mis partidarios. La placita era ahora escenario donde las personas se
abrazaban, reían y lloraban contentas. Había terminado, enhorabuena, una odisea
que había comenzado aquel día 8 de abril de 2008 y que se había caracterizado
por el dolor, y en momentos por la oscuridad, pero que al final Dios había
traído la anhelada luz.
! Bendito Seas, Señor!
Cuentan que cuando los médicos salieron a hablar con mi gente, una vez
terminada la delicada operación, en ese momento mi cuñada Beatriz estaba a 200
metros del lugar buscando una chaqueta, y al ver el tumulto a lo lejos, echó
una carrera que despertó asombro en los presentes. No quería perderse de
primera mano la noticia del momento. Todos dijeron al unísono:
-"¡Miren como corre esa
gordita!". Otro que se robó el show fue mi
hermano Evaristo Antonio. Su amena conversación -dada su amplia cultura
general- llamó la atención de todos. Sólo que en algunas ocasiones Consuelo y
Dilcia Rivas se atrevían a decirle: -"Pero
chico, déjanos hablar".
Esa noche, todos se dispusieron a regresar a sus casas, pero esta vez
era distinto. En sus ánimos estaba la alegría y la satisfacción de saber que
todos los esfuerzos no habían sido en vano y quedaba en ellos la sensación de
que Una Mano Muy Poderosa había estado siempre presente guiando sus pasos.
Evaristo se fue a dormir en casa de Mario Mora. Su alegría era incontenible, al
punto que le dijo a Mario: -"Detente
por allí donde vendan cervezas. Quiero brindar porque mi hermano salió
bien".
Por mi parte, esa misma noche, como a las 11:30, me pasaron del
quirófano a la UCI. Cuando iba en camilla por el pasillo, se me acercaron
presurosas Miriam, María del Mar y María del Valle. Me miraron llenas de amor y
satisfechas. Yo alcancé a preguntarles:
-"Qué me pasó, que me pasó". Ellas me vieron con dulzura. Todavía estaba bajo los efectos de la
anestesia. Amanecimos el 13 de abril con nuevos rostros. Ese día llegó a mi
cama muy temprano, María del Mar. Estaba casualmente de cumpleaños. Recuerdo que
le dije al verla entrar:
-"Mami, estás de cumpleaños. Te debo
el regalo". Ella me respondió de inmediato: -"Tranquilo, en este momento estoy
feliz y doy gracias a Dios porque tú eres mi mejor regalo". Acto
seguido me dio un abrazo.
Al día siguiente, lunes en la mañana, me llevaron a la sala de Cuidados
Coronarios. Después de un entresueño, al abrir los ojos, estaba allí el doctor
Bonillo. Le pregunté con voz de agradecimiento: -"Doctor, ¿usted fue quién me operó?". El me respondió con un admirable gesto
de humildad: -"Bueno, digamos que
metí la mano ahí y ayudé".
Al ratito llegaron la doctora Riera y el doctor Martínez. Los tres se
veían tranquilos y seguros. Me quedé mirándolos y les dije convencido: -"Doctores, de verdad muchísimas
gracias. Les estaré eternamente agradecidos, al igual que mi familia y mis
amigos".Tomó la palabra Bonillo y dijo mirándome fijo:
-" A ti te salvó Dios. Es a Él a
quien debes darle las gracias. Nosotros sólo estuvimos ahí e hicimos nuestro
trabajo". La doctora Laura agregó: -"Sí, así es Eduardo. Dale las gracias a Dios". El
doctor Martínez asentía moviendo la cabeza. Mi respuesta fue rápida y espeté lo
que ya tenía en mi conciencia y que se había alojado en mi corazón:
-"Sí, lo sé. Dios estuvo allí siempre y ustedes fueron sus instrumentos".
Estuvimos hablando varios
minutos y la conversación siempre giró en torno a todo lo que había sucedido
con mi tratamiento y los detalles de mi operación. Ellos coincidían al decirme
varias veces: -"Cuídate
mucho, Eduardo".
El
día miércoles 16 de abril ya me habían ubicado una habitación y ahí si podía
recibir las visitas de mis familiares y amigos. Ese día recibí
a mi dilecta amiga Zenaida, a quien
yo le decía cada vez que nos encontrábamos en los momentos de crisis: -"Tú
eres mi Ada protectora".
Ella se limitaba a sonreír. Al verla ese día sentí una gran alegría y
nos dimos un abrazo. Su mirada denotaba incredulidad y no era para menos, ella
había vivido conmigo aquellos momentos cruciales, donde parecía que a cada rato
"me iba". Y ahora me veía sano y salvo. Y debemos destacar la
fortaleza que demostró esta mujer en todos los momentos complicados. Su rostro
siempre adusto y firme, pero “muriéndose por dentro”. Exclamó satisfecha:
-"Na guará, Eduardo. Por todo lo que
tuviste que pasar y aquí estás junto a nosotros. Dios es grande".
Y así, fuimos recibiendo a todos.
En otro momento llegaron Maribel y Celis Falcón luciendo unas imponentes
franelas azules con unos inmensos corazones en mi honor. Aquello me impactó de
tal modo, que siempre les agradeceré ese maravilloso gesto de cariño. E
igualmente, mis hijas María del Mar y María del Valle, en medio de aquellos
días tristes, cargaban también franelas que decían con letras en sus pechos: -"Papi, te queremos mucho".
Ese día Maribel estaba acompañada de su pequeña hija y de su esposo Ángel,
quien también se había movilizado en Caracas buscando una medicina para mí,
ante unas diligencias que hiciera por teléfono mi amiga Regina Lucena,
asistente de la alcaldesa. Era un nitropusiato que se había gestionado ante el
Círculo Militar. Carmen Linárez, cuando fue a verme, lucía una mirada y una
actitud muy alegre. Me expresó al momento que me abrazaba con mucho afecto y
con su hablar desinhibido, usado eventualmente: -"Coño e madre, tremendo susto que nos echaste". César
León entró en su momento con una franca y acostumbrada sonrisa y al abrazarme
efusivo fue tan duro su accionar que le dije: -"Compadre, cuidado. Mire que orita estoy muy blandito".
Todo aquello sucedía, lógicamente,
en medio de sonrisas, chanzas y anécdotas. Cuando entraron José Fernández y
Mario Mora, se veían satisfechos y alegres. Me miraban cual especie de Lázaro
recién resucitado. José me recordó:
-"Cada noche que llegaba a mi casa,
le decía a mi esposa: busca la Biblia y recemos por mi compadre Eduardo".
En uno de los chequeos que me hacía el doctor Bonillo, llegó a decirme: -"Mira, Eduardo. Te lo digo en serio.
Tú debes ser que tienes aún una misión que cumplir, porque lo sucedido contigo
es un milagro. Debes estar consciente de eso. Piénsalo bien".
Yo lo miraba y lo escuchaba en silencio. Muchos pensamientos daban vuelta
en mi cabeza. En verdad, había cosas que no lograba todavía asimilar de un
todo. Los sucesos habían ocurrido muy rápido, aunque aquello hubiese parecido
una eternidad. Bonillo agregó:
-"Oye, otra cosa. ¿A qué te
dedicas tú? Lo digo porque aquí hubo mucho movimiento en torno a tu persona.
Mucha gente iba y venía. Preguntaban y se preocupaban por lo que te estaba
sucediendo. No pierdas eso de vista. Aquí han ocurrido muchos casos y te digo
que casi nunca había habido tanta movilización".
Otro día me comunicó la doctora Laura que uno de los dueños de la
policlínica quería visitarme en mi habitación. En la mañana siguiente se
presentó el visitante. Era un hombre corpulento, de origen egipcio y de modales
respetuosos. Al entrar me dijo amablemente: -"Señor Correa, tenía mucho interés en conocerlo".
Esto lo comprendemos en la íntima
persuasión de que este hombre estaba en conocimiento de lo que vivimos y soportamos
y que sus ojos doctos habían visto muy
difícil de vencerlo. Era una especie de “vía crucis” y dicho sea esto con todo
el respeto y trascendencia que tiene y merece la legendaria expresión. Hablamos unos minutos y cuando se iba me comentó:
-"La enfermedad que usted
presentó no es muy común y tiene un 95 por ciento de mortalidad".
Y deslizó una suave sonrisa. Aquello me impresionó, aún cuando ya se
venía comentando ese tema en los días de la crisis. Yo le respondí, a manera de
broma:
-"Menos mal que me lo dijo orita, porque si me lo dice antes no sé
qué hubiera pasado".
El se echó a reír y salió de
la habitación. En otro momento volvió el doctor Bonillo y siguió con sus
explicaciones:
-"Eduardo, tú
tienes un buen corazón". Se refería al estado físico del órgano. Y agregaba con satisfacción:
-"Tú puedes vivir unos cincuenta años
más". Sólo atiné a decirle: -"Dios lo oiga, doctor". Después nos comentaría
a Miriam y a mí, pocas horas antes de partir de la clínica: -"Yo hice un postgrado en aorta en
Brasil que duró tres años, pero me quedé estudiando unos tres años más. Operé
en las prácticas médicas unos 500 perros. Pero ocurre que en estos animales el
sistema vascular es muy débil".
Cuando
dijo aquella cifra y como mi humor y mis sanas emociones estaban de fiesta –y no era para menos-, pensé sonreído y casi
que lo expresaba allí: “Conmigo debe haber llegado a 501”.
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