Cuando volví en mi, Simón seguía a mi lado. Y me
espetó lo siguiente:
"Te voy a decir algo. Yo no sé a qué te
dedicas tu, pero aqui en este hospital las cosas no son como la gente las cree.
Aqui hay muchas cosas incomprensibles. Existe una especie de mafia médica que sólo se
rige por sus propios códigos. Si tú tienes algún contacto político importante,
haz uso de él. Estás en un estado crítico y si no se mueven rápido te puedes
morir".
Aquellas palabras me impactaron por lo que
tenían que ver conmigo directamente, y por lo otro también, aún cuando ya uno
conoce suficientemente como ocurren muchas cosas en este país, y más
específicamente en muchos entes públicos. Lo que me llamó poderosamente la
atención era que esas palabras venían de un hombre serio, de un profesional a
carta cabal, que dada su cercanía afectiva conmigo, no dudó en decirme su
verdad. Le contesté que sí conocía algunas personas y que precisamente conmigo
andaba la alcaldesa del municipio Páez, del estado Portuguesa, que era mi amiga
y compañera de trabajo. Entonces respondió:
-"Voy a hablar con ella ahora mismo".
Al
conocer Zenaida de la situación relatada por Simón, de seguidas empezó a hacer
llamadas a sus copartidarios del gobierno. Hizo una llamada a la gobernadora
del estado Portuguesa, Antonia Muñoz, quien se puso en contacto rápidamente con
la directora del hospital de Barquisimeto, sugiriéndole que actuara en aras de
lo nuestro y con los recursos a su alcance. La gobernadora Muñoz, después de
llamar y un tanto pensativa, le diría a la alcaldesa:
-"Zenaida, tenemos que cuidarnos,
fíjate lo que le pasó a Correa".
Nos
dijeron que la directora del hospital llamó a sus médicos especialistas y los
convocó para el día siguiente. Al saber de esa noticia todos mis partidarios y
afectos se animaron mucho y aumentaron sus esperanzas. Atrás quedaba la agria
entrevista que sostuvieron José Fernández y Mario Mora con la jefa del
hospital, donde le hacían ver la necesidad de mi operación. Ella respondía:
-"Lo que pasa es que el señor está
infartado y debe permanecer donde está. Tenemos que esperar".
José le
replicaba: -"El no está
infartado, su problema es otro".
En la
nochecita, Zenaida se acercó, una vez más, a mi lecho de enfermo y poniendo su
mano en mi hombro, me expresó:
-"Eduardo,
sé muy bien que estás profundamente adolorido y preocupado. Pero trata de
tranquilizarte porque ya verás que todo lo vamos a resolver. Dios proveerá".
A la mañana siguiente la espera era
ansiosa. Mi estado era realmente crítico y mientras pasaba el tiempo los
riesgos eran mayores. Llegaron algunos médicos y se acercaron a mi cama.
Hablaban entre ellos. A eso del mediodía volvió el escepticismo entre nosotros.
Los galenos que habían llegado –una
especie de consejo médico- sostuvieron que no podían hacer nada después de
haberme examinado y además hizo mutis
por el foro el jefe de todos ellos, y sin la orden de operar o de actuar de
aquel personaje no podían mover un dedo. Era una especie de sentencia:
“No podemos hacer nada, lo
lamentamos”.
¿En verdad lo sentían? Debe dejarse
escrito que este hospital estaba dotado de equipos médicos modernísimos o de
última generación y de hecho era probable que hubiesen podido atacar mi enfermedad. Pero no se mostró –en absoluto-
ningún interés en ello. ¿Acaso existía alguna exclusividad en el uso de esos
recursos técnicos y científicos en ese centro hospitalario público? ¿No todos
los pacientes podían contar con ellos? Y esta era otra pegunta directa que se
hacía: ¿Por qué no acudió ese jefe médico a la importante cita si había sido
convocado previamente por la directora del centro hospitalario?
La
ausencia irresponsable de aquel médico jefe, Webber dijeron que se llamaba y
que al parecer era especialista en aorta, dejó en el
aire
algunas conjeturas que fueron comentadas allí mismo. Se decía que algunos querían practicar la
intervención en alguna clínica privada donde unos cuantos de esos doctores
trabajaban o tenían acciones. Imagínense ustedes la magnitud y la gravedad de
aquellas especulaciones. Asimismo, se rumoraba que habían tenido miedo de
enfrentarse a la enfermedad por lo complicado y difícil de la misma.
En este sentido se agregaba, muy extraña y sospechosamente, que en la
reciente evaluación realizada por el grupo de galenos que nos visitó esa mañana,
unos sostenían que el mal que padecía había avanzado de tal manera que ya no
era posible ponerle remedio y que si se intentaba alguna acción el resultado
sería irremediablemente la muerte. Y en el ambiente quedó flotando un decir de algunos médicos y que tiene que ver
con “cierta estadística” o “una especie de marca” que están relacionadas con
los pacientes en estado de gravedad que ingresan a los nosocomios.
Es decir, cuando se recibe a un enfermo y
una vez evaluado se determina, según esa óptica médica, que su condición o
patología es irreversible, “se le deja morir” y entonces el facultativo “no se
anotaría esa baja”. Si eso era así, no podría haber algo más cruel y monstruoso
que esa alevosa práctica. O debería
anotársele entre las más desalmadas del mundo.
Y de algún modo, al enterarnos de ese tipo de cosas nos llegó a
la mente lo que una vez sostuvo el
eximio escritor e intelectual español, don Miguel de Unamuno. El prolífico
autor escribió sobre un aspecto en que se debatía el médico y era que “estos se
movían en este dilema: o dejan morir al enfermo por miedo a matarle, o le matan
por miedo de que se les muera”. Asimismo, recordaba al genial pintor, Goya, que
en sus sátiras dibujadas incluía al médico y lo representaba con un borrico,
bajo el lema: “De que mal morirá” y criticaba que aquellos hombres de la
medicina estaban anclados en el pasado con sus conocimientos tradicionales, que
en la mayor parte de los casos, no sólo no conducían a la curación del paciente
sino que precipitaban su muerte. Goya mismo fue una víctima de ellos. Padecía
cierta sordera y cuando buscó curarse más bien lo dejaron completamente sordo y
de allí que nunca pudo reconciliarse con ellos.
O en todo caso, vaya usted a saber qué es
lo que impulsa a algunas mentes malvadas a jugar con vidas humanas. Pero,
volviendo a nuestra realidad, haya sido cualquiera el motivo que tuvieron estos
"profesionales de la medicina" para faltar a sus compromisos,
reflejaba clara y rotundamente la
pérdida de valores y de ética -que sin duda alguna raya en lo deshumano- de los
médicos, que gracias a Dios no son todos, pero sí un número muy importante.
Porque hay que ver lo perverso que es tratar de ese modo con la vida de las
personas. Era algo así como si dispusieran, soterrada y criminalmente, de una
especie de licencia “para matar”. ¿Acaso la tenían? ¿O se inspiraban en aquella
vieja película que presentaba a un agente –código 007- que disponía de una
licencia para quitar vidas así no más?
¿La ficción de aquel exagerado film se hacía realidad aunque de extraña forma?
Caramba, faltaba poco para que aplicaran “la ley” del viejo oeste
norteamericano, donde algunos pistoleros marcaban con una rayita en sus armas
los muertos que iban dejando a su paso por aquellos pueblos sin ley, aunque en
el caso que nos ocupa tendrían que llevar, los matasanos de esta historia, las macabras
marcas en su conciencia. Simón lo resumiría así:
-"Lo
que pasa también es que ellos -algunos médicos del hospital- no se arriesgan
con un enfermo en las condiciones de Eduardo, es decir, con pocas
probabilidades de sobrevivir; estamos hablando de un tres por ciento, fíjense
ustedes que tiene un 97 % de que se nos vaya. Por eso debemos actuar
rápido".
Por
supuesto que Simón no compartía las actitudes malévolas de aquellos hombres de
bata blanca, y al contrario las rechazaba como persona y como profesional de la
medicina. Y menos mal que estos desafortunados contratiempos no arredraban el
ánimo de mis amigos y de mi familia. De nuevo se dejó escuchar la voz firme y
alentadora de Zenaida Linárez Acosta, ante un comentario que en realidad era
una recomendación que hiciera Simón.
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