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El delito acecha en la autopista


El delito acecha en la autopista

Por  Eduardo Correa
      
        Mi esposa y yo veníamos de Valle de la Pascua con rumbo a Acarigua, después de pasar los días navideños. En San Carlos tomamos la autopista y luego de una pequeña curva el automóvil presentó una falla y en segundos se apagó el motor. Logramos aparcar a orillas de un puente y no se avistaba caserío alguno ni personas ni nada, salvo los vehículos que circulaban a grandes velocidades por la amplia autopista, tan raudos que daban vértigo. Luego del imprevisto, chequeamos el carro y de modo minucioso ajustamos la batería, cables y bujías y tratamos de encenderlo de nuevo, pero no dio resultado luego de repetidas acciones. Llamamos al 911, nos dieron un número y pedimos una grúa. El interlocutor dijo que no podía acudir sino al cabo de una hora. Era un tiempo que nos pareció eterno, dada la situación que vivíamos y temiendo por nuestra seguridad. Del otro lado de la autopista vimos un movimiento extraño: Dos personas en una motocicleta y el conductor de un viejo vehículo se cruzaban palabras, señas y nos veían para luego ocultarse en los matorrales. En muy pocos minutos, y por el lado nuestro, caminaban resueltamente hacia nosotros tres personas con sus miradas fijas amenazantes. Portaban unos koalas con las manos sobre ellos y comprendimos que venían por nosotros. La angustia y el temor nos embargaron. Nos metimos al vehículo y pasamos el seguro como única medida de defensa y seguridad. Ya en el interior, vimos atrás y  la amenaza hecha persona estaba muy cerca. Volví a pedir a Dios, al igual que al principio, solo que con más énfasis: “Señor mío y Dios Mío, ayúdanos, solo Tú puedes hacerlo. Sácanos de aquí, Señor Jesús”. Pasaron unos segundos que fueron interminables. Vi hacia atrás de nuevo con el rostro demudado creyendo que inevitablemente comenzarían a golpear el vehículo y hacernos salir. Hubo un silencio. Miré de reojo hacia el peligro y no vi nada, voltee completamente, ¡Y ya no estaban los agentes del mal¡ ¡De modo misterioso se habían desaparecido¡ ¡ni rastros de la amenaza¡ ¡Era real¡. Alegremente sorprendidos nos vimos los rostros mi mujer y yo, y preguntándonos mentalmente qué había pasado. Inesperadamente el peligro se esfumó. De seguidas, recuperamos la calma, cerramos el carro y nos dispusimos a caminar rápidamente al puesto de control que quedaba algo retirado. Curiosamente revisé la orilla de la autopista y no vi rastro alguno, ni trochas ni caminos, solo monte alto y tupido, ¿Por dónde se fueron?  De pronto se apareció una grúa y nos auxilió. Venía con sus luces multicolores encendidas en el techo y fueron las luces más hermosas que veíamos. El hombre nos dijo: “Tuvieron suerte, amigos, en esta zona roban y matan gente a cada rato. Yo mismo fui víctima la otra vez, me dieron un tiro”. 
    
      Alcancé a exteriorizar: ¿Cómo llegaste aquí? “Iba a San Carlos cuando los vi accidentados y me preocupó ver tres hombres que caminaban hacia ustedes con malas intenciones, por eso toqué la alarma y rápidamente di la vuelta en la alcabala e informé al guardia, quien me dijo que se movilizaría de inmediato, pero no vino”. Manuel se llamaba aquel buen hombre que llegó cuando menos lo esperábamos. Era cordial y dispuesto. Agregó: “Aquí suceden muchas cosas terribles. Hace poco asaltaron un bus y un auto espichados con los “miguelitos”, ustedes saben, las puyas esas que lanzan para romper los cauchos”.      

     
      Ya en el camino dije a Manuel: “Y no fue “suerte”, hermano, ese vocablo no existe en el lenguaje de Dios. Existe un efecto causal venido de lo Alto y tú fuiste el instrumento. Había una razón, un motivo, una plegaria y Jesús intervino”. Manuel me vio fijo y dijo: “Sí, es cuestión de fe”. Yo miré hacia el Cielo y dije sonriente en tono de oración y desde el alma: “Gracias, mi Señor Jesús, gracias”. Proseguimos sanos y salvos.                

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