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Dios salvó mi vida 3



Cuando volví en mi, Simón seguía a mi lado. Y me espetó lo siguiente:

          "Te voy a decir algo. Yo no sé a qué te dedicas tu, pero aqui en este hospital las cosas no son como la gente las cree. Aqui hay muchas cosas incomprensibles.  Existe una especie de mafia médica que sólo se rige por sus propios códigos. Si tú tienes algún contacto político importante, haz uso de él. Estás en un estado crítico y si no se mueven rápido te puedes morir".

      Aquellas palabras me impactaron por lo que tenían que ver conmigo directamente, y por lo otro también, aún cuando ya uno conoce suficientemente como ocurren muchas cosas en este país, y más específicamente en muchos entes públicos. Lo que me llamó poderosamente la atención era que esas palabras venían de un hombre serio, de un profesional a carta cabal, que dada su cercanía afectiva conmigo, no dudó en decirme su verdad. Le contesté que sí conocía algunas personas y que precisamente conmigo andaba la alcaldesa del municipio Páez, del estado Portuguesa, que era mi amiga y compañera de trabajo. Entonces respondió:

          -"Voy a hablar con ella ahora mismo".
    
     Al conocer Zenaida de la situación relatada por Simón, de seguidas empezó a hacer llamadas a sus copartidarios del gobierno. Hizo una llamada a la gobernadora del estado Portuguesa, Antonia Muñoz, quien se puso en contacto rápidamente con la directora del hospital de Barquisimeto, sugiriéndole que actuara en aras de lo nuestro y con los recursos a su alcance. La gobernadora Muñoz, después de llamar y un tanto pensativa, le diría a la alcaldesa:

          -"Zenaida, tenemos que cuidarnos, fíjate lo que le pasó a Correa".

     Nos dijeron que la directora del hospital llamó a sus médicos especialistas y los convocó para el día siguiente. Al saber de esa noticia todos mis partidarios y afectos se animaron mucho y aumentaron sus esperanzas. Atrás quedaba la agria entrevista que sostuvieron José Fernández y Mario Mora con la jefa del hospital, donde le hacían ver la necesidad de mi operación. Ella respondía:

          -"Lo que pasa es que el señor está infartado y debe permanecer donde está. Tenemos que esperar".

     José le replicaba: -"El no está infartado, su problema es otro".

     En la nochecita, Zenaida se acercó, una vez más, a mi lecho de enfermo y poniendo su mano en mi hombro, me expresó:

     -"Eduardo, sé muy bien que estás profundamente adolorido y preocupado. Pero trata de tranquilizarte porque ya verás que todo lo vamos a resolver. Dios proveerá".
     A la mañana siguiente la espera era ansiosa. Mi estado era realmente crítico y mientras pasaba el tiempo los riesgos eran mayores. Llegaron algunos médicos y se acercaron a mi cama. Hablaban entre ellos. A eso del mediodía  volvió el escepticismo entre nosotros.
     Los galenos que habían llegado –una especie de consejo médico- sostuvieron que no podían hacer nada después de haberme examinado  y además hizo mutis por el foro el jefe de todos ellos, y sin la orden de operar o de actuar de aquel personaje no podían mover un dedo. Era una especie de sentencia:
            “No podemos hacer nada, lo lamentamos”.
     ¿En verdad lo sentían? Debe dejarse escrito que este hospital estaba dotado de equipos médicos modernísimos o de última generación y de hecho era probable que hubiesen podido atacar  mi enfermedad. Pero no se mostró –en absoluto- ningún interés en ello. ¿Acaso existía alguna exclusividad en el uso de esos recursos técnicos y científicos en ese centro hospitalario público? ¿No todos los pacientes podían contar con ellos? Y esta era otra pegunta directa que se hacía: ¿Por qué no acudió ese jefe médico a la importante cita si había sido convocado previamente por la directora del centro hospitalario?
      La ausencia irresponsable de aquel médico jefe, Webber dijeron que se llamaba y que al parecer era especialista en aorta, dejó en el
aire algunas conjeturas que fueron comentadas allí mismo.  Se decía que algunos querían practicar la intervención en alguna clínica privada donde unos cuantos de esos doctores trabajaban o tenían acciones. Imagínense ustedes la magnitud y la gravedad de aquellas especulaciones. Asimismo, se rumoraba que habían tenido miedo de enfrentarse a la enfermedad por lo complicado y difícil de la misma.
      En este sentido se agregaba,  muy extraña y sospechosamente,  que  en la reciente evaluación realizada por el grupo de galenos que nos visitó esa mañana, unos sostenían que el mal que padecía había avanzado de tal manera que ya no era posible ponerle remedio y que si se intentaba alguna acción el resultado sería irremediablemente la muerte. Y en el ambiente quedó flotando un  decir de algunos médicos y que tiene que ver con “cierta estadística” o “una especie de marca” que están relacionadas con los pacientes en estado de gravedad que ingresan a los nosocomios.
      Es decir, cuando se recibe a un enfermo y una vez evaluado se determina, según esa óptica médica, que su condición o patología es irreversible, “se le deja morir” y entonces el facultativo “no se anotaría esa baja”. Si eso era así, no podría haber algo más cruel y monstruoso que esa  alevosa práctica. O debería anotársele entre las más desalmadas del mundo.
     Y de algún modo,  al enterarnos de ese tipo de cosas nos llegó a la  mente lo que una vez sostuvo el eximio escritor e intelectual español, don Miguel de Unamuno. El prolífico autor escribió sobre un aspecto en que se debatía el médico y era que “estos se movían en este dilema: o dejan morir al enfermo por miedo a matarle, o le matan por miedo de que se les muera”. Asimismo, recordaba al genial pintor, Goya, que en sus sátiras dibujadas incluía al médico y lo representaba con un borrico, bajo el lema: “De que mal morirá” y criticaba que aquellos hombres de la medicina estaban anclados en el pasado con sus conocimientos tradicionales, que en la mayor parte de los casos, no sólo no conducían a la curación del paciente sino que precipitaban su muerte. Goya mismo fue una víctima de ellos. Padecía cierta sordera y cuando buscó curarse más bien lo dejaron completamente sordo y de allí que nunca pudo reconciliarse con ellos.
      O en todo caso, vaya usted a saber qué es lo que impulsa a algunas mentes malvadas a jugar con vidas humanas.   Pero, volviendo a nuestra realidad, haya sido cualquiera el motivo que tuvieron estos "profesionales de la medicina" para faltar a sus compromisos, reflejaba  clara y rotundamente la pérdida de valores y de ética -que sin duda alguna raya en lo deshumano- de los médicos, que gracias a Dios no son todos, pero sí un número muy importante. Porque hay que ver lo perverso que es tratar de ese modo con la vida de las personas. Era algo así como si dispusieran, soterrada y criminalmente, de una especie de licencia “para matar”. ¿Acaso la tenían? ¿O se inspiraban en aquella vieja película que presentaba a un agente –código 007- que disponía de una licencia para quitar vidas así  no más? ¿La ficción de aquel exagerado film se hacía realidad aunque de extraña forma? Caramba, faltaba poco para que aplicaran “la ley” del viejo oeste norteamericano, donde algunos pistoleros marcaban con una rayita en sus armas los muertos que iban dejando a su paso por aquellos pueblos sin ley, aunque en el caso que nos ocupa tendrían que llevar, los matasanos de esta historia, las macabras marcas en su conciencia. Simón lo resumiría así:
      -"Lo que pasa también es que ellos -algunos médicos del hospital- no se arriesgan con un enfermo en las condiciones de Eduardo, es decir, con pocas probabilidades de sobrevivir; estamos hablando de un tres por ciento, fíjense ustedes que tiene un 97 % de que se nos vaya. Por eso debemos actuar rápido".
     Por supuesto que Simón no compartía las actitudes malévolas de aquellos hombres de bata blanca, y al contrario las rechazaba como persona y como profesional de la medicina. Y menos mal que estos desafortunados contratiempos no arredraban el ánimo de mis amigos y de mi familia. De nuevo se dejó escuchar la voz firme y alentadora de Zenaida Linárez Acosta, ante un comentario que en realidad era una recomendación que hiciera Simón.

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