Carta
a mi hija María del Valle:
Acarigua, 22 de septiembre de 2010
¿Cómo
olvidar aquel hermoso día cuando viniste al mundo, a mi mundo, a mi entorno?
Todo aquel gran espacio me pareció muy pequeño a tu llegada. Estabas ahí,
bella, chiquitita, con tus ojitos que parecían mirarme y que creí percibir –solo para mí- una tenue y sutil
sonrisa que provenía de tu boquita bien dibujada por el cielo. Yo me sentí tan
feliz que elevé mi mirada al Altísimo agradeciéndole ese gesto admirable de
darme a esa criatura que pensaba era toda
mía.
Aquel
22 de septiembre permanecerá en mi memoria y en mi corazón por siempre porque
tu ansiada llegada borró de raíz cualquier sinsabor o tristeza que pudo haberme
afectado en cualquier tiempo. El momento cumbre fue cuando te tuve en mis
brazos por primera vez. Por poco me desvanezco de las maravillas que embargaron
mi cuerpo y mi mente al sentir tu cuerpecito, tierno y febril, junto al mío.
Ahora, después de este espléndido periodo,
¿cómo pagarle a Dios que me haya permitido verte crecer y seas esta vez
la sorprendente y bella mujer que me regocija a cada instante? Yo te amo y tú lo sabes. Siempre he tenido
una palabra de aliento y de amor para ti, y si alguna vez no la escuchares,
debes estar segura que te la envío en cada latido de mi corazón y tu figura
permanentemente ha estado en mi memoria e impregnada del oxigeno que a diario exhalo.
Te
parecerá que exagero. O acaso que estoy loco. Bueno, ¿no es una especie de
demencia ser efusivo de manera tan frenética? Puede que si, hija mía. Pero
siempre mantendré –con mucho esfuerzo, claro- mi serenidad y la razón para no
perturbar tu propio espacio y permitirte que seas tú. Soy el pastor pendiente
de su oveja, pero que no la apretuja ni la pastorea en exceso y que jamás el
necesario “mandador” de la palabra estará por encima de la orientación llena de
amor y de paciencia. No ha pasado mucho tiempo desde aquel día bello en que
llegaste a mi vida para acrecentarla de fe y de esperanza.
Eres como un majestuoso árbol que
ahora da sombra y cobija a sus retoños que procreó e “invadió” con una nueva
felicidad a mi vida. Oh, Dios, gracias por tan hermosos y preciados regalos de
existencia y por los que puedas darme -para mi felicidad- en los años por
venir.
Estoy inmensamente satisfecho contigo, hija mía...!feliz
cumpleaños mi amor y que
Dios, El Todopoderoso, vele por tu hermosa existencia y la de tus singulares
retoños, María del Río y Ángel Eduardo . Sean felices, vosotros lo merecen. Y tal como siempre, haz
el bien.
Tu padre que suspira
por ti a cada instante.
Eduardo Correa
Comentarios
Publicar un comentario