Cuando el perdón llega del Cielo
Por Eduardo Correa
Hace unos años en
Estados Unidos de Norteamérica ocurrió un asesinato de los más crueles. Tratóse de una familia conformada por tres personas –padre, madre e hija- y fue su vástago la víctima de aquel vejamen monstruoso. Un día
cualquiera la muchacha salió de compras al centro de la ciudad en horas tempranas de la tarde. Luego de
abrazar a sus padres se fue presurosa y alegre en busca de algunas cosas que le
hacían falta en el hogar. Era muy joven y agraciada y muchos pensaban que la
vida le sonreía, dados sus atributos físicos y el hogar medianamente
acomodado que le había tocado por ventura.
Estudiaba la Preparatoria, como suele
decirse en el norte. Ese día hizo sus compras con toda normalidad y al regreso, relativamente cerca de su casa,
fue atacada por un sujeto que se la llevó a la fuerza. Como no volvía al hogar después de varias horas, más allá
de lo previsto, sus padres reportaron la anormalidad a las autoridades del
lugar. Y es que era poco frecuente que
la joven tardase o se retrasara sin que cualquier contratiempo, por
insignificante que fuera, no lo
notificara a sus padres. Durante el resto del día y de toda la noche no hubo
noticias de la moza. Fue en la mañana cuando aquella familia recibió el fuerte
y terrible impacto al tener la información por intermedio de la policía local.
Había sido encontrada en las afueras de la ciudad, entre la basura, muerta.
Yacía degollada y sus miembros separados del cuerpo.
Lógicamente,
producto de la noticia, sus padres
sintieron desfallecerse. Sus esperanzas y sus alegrías yertas. Ya no la verían
sonreír ni compartir sus vidas juntas.
Los sueños se desvanecieron y sacudidos por el fuerte dolor experimentaron que
el mundo se les quebraba en mil pedazos. Todas sus Ilusiones rotas. Las
autoridades comenzaron sus averiguaciones y al cabo de varios días dieron con
el asesino, el cual después de llevado a juicio fue condenado a cadena perpetua
y confinado en una cárcel de máxima seguridad. El tiempo pasaba, y de repente en una mañana
la madre ofendida y herida le comunicó a su esposo que había tomado la
determinación de perdonar al asesino. El hombre no salía de su asombro al escuchar
aquello. Pero aún con el disgusto de su compañero, solicitó al penal su
disposición de comunicarle personalmente al criminal su decisión de perdonarlo.
Le fue concedida la visita y cuando le
comunicaron al homicida el asunto, este se negó a recibirla de manera rotunda.
Ella siguió insistiendo hasta vencer las “rejas morales” del criminal, quien optó
por finalmente por recibirla y hablaron durante unos minutos. Luego hubo dos
visitas más.
Después de aquello la madre de la muchacha asesinada se
dedicó a realizar reuniones, primero con sus vecinos, y luego recorrió varias
entidades federales llevando a la gente el mensaje de la necesidad del perdón
entre los humanos, sea cual fuere la afrenta recibida. Al inicio, las primeras
asambleas fracasaron porque los asistentes no le perdonaban a ella que hubiera
asumido tal actitud con el asesino de su amada hija, y llegaron al extremo de lanzarle toda clase de
objetos en clara alusión al rechazo de aquella impensable remisión que ella
había concedido. Poco después las conferencias se harían normales y recorrería
medio país explicando las razones de su proceder.
Es muy probable que esta breve
historia resulte conmovedora, además de impactante por la resolución de esta
madre, que después de vivir tan terribles momentos y de sentirse perdida y
llena de dolor y odio, supo superarlo. Y de qué manera lo hizo esa mujer.
Fueron muchísimas las personas
sorprendidas por la actitud de aquella señora, que después de abatida por el infortunio y de
haber sufrido aquella caída estrepitosa en su ánimo, su moral y su
espiritualidad, encontró las fuerzas suficientes para sacarse el dolor y la
amargura. Y no le importaron los reproches y las actitudes de reprobación que
tuvo que soportar al principio.
De allí que se hagan pertinentes algunas interrogantes finales, ¿Podrán
las almas acoger el perdón como norma de
vida –sin importar el tamaño de la
ofensa- que por herencia milenaria nos
legara nuestro Señor? ¿Acaso no fue su inconmensurable bondad y misericordia
–la del Supremo- lo que hizo posible que
fueran redimidos nuestros pecados
permitiendo el sacrificio de su Hijo Unigénito?
Se sabe que no será nada fácil
que asumamos el camino de la indulgencia en los tiempos que vivimos, donde
predominan los bienes materiales por encima de los espirituales y la senda luce
adornada de odio, miserias y rivalidades,
y la sed de venganza y el revanchismo ante las ofensas, por pequeñas que estas puedan ser, parece
imponerse de manera irremediable en nuestra conducta cotidiana. No obstante, el
camino del perdón está allí para quien
quiera tomarlo y empezar una vida distinta y podamos comportarnos como
verdaderos hermanos que comparten un mismo derrotero. Estamos a tiempo y el
amor es la medida.
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