“No
serviré más a mis ingratos compatriotas”
Por Eduardo Correa
En
aquel austero lugar, que era una habitación de la Quinta de San Pedro Alejandrino, solo se dejaban oír los lloros de José Palacios, su fiel
mayordomo. Claro que estaban también sus más leales y últimos amigos,
fortísimos soldados que en aquella circunstancia tan amarga hacían esfuerzos
supremos para no llorar. Era la una de la tarde del 17 de diciembre de 1830.
HAGAMOS
UN POCO DE HISTORIA: De las 172. 800 horas, de los 7.200 días, de los 240 meses
que dedicó Simón Bolívar a la libertad de su patria, y el resto de Suramérica,
los tiempos más duros y difíciles para él fueron los vividos a finales de 1830.
Y era que moría muy dolido y perseguido. Ya lo planteaba el Libertador en carta
dirigida a su amigo Gabriel Camacho que vivía en Venezuela: “…Mucho he servido
a mi país, mucho me deben todos sus hijos y mucho más todavía el jefe de su
gobierno; por consiguiente, sería la más solemne y escandalosa maldad que se me
hubiese de perseguir como un enemigo público”. En esa misma carta protestaba
igualmente Bolívar la intención de aquel gobierno venezolano de entonces de
quitarle las minas de Aroa que había heredado de sus padres y que constituían
sus últimos recursos para realizar su pretendido viaje a Europa en un intento
desesperado por alejarse de un medio que ahora le era hostil. Además sostenía el caraqueño ejemplar
en esa misiva: “…También estoy decidido a
no volver más, ni a servir otra vez a mis ingratos compatriotas”. Tal era el
desencanto y la tristeza de aquel hombre que había ocupado veinte años de su
vida al servicio de su gente y de su pueblo. El dolor era irreversible.
Y aun quedaba mucho más. Las ambiciones desmedidas, el apetito desmesurado de poder descargaban sus golpes más duros sobre aquella humanidad enferma, casi destruida por la tuberculosis y la tremenda fatiga que no le dejaba y que era consecuencia de haber trabajado sin descanso por el bien de sus semejantes. Pero es bueno y oportuno referir que el acoso y la persecución implacable que se desató contra Bolívar y que lo condujo a la muerte, como el mismo lo aseveró, provenía básicamente de los sectores político-militantes, de los dirigentes de los partidos del statu quo, de una minoría ahora todopoderosa que afilaba sus garras para repartirse esos pueblos liberados, para tenerlos como sus feudos y como sus botines de guerra. Y debe acotarse que muchos de aquellos que le perseguían de manera desalmada y contumaz, habían gozado de sus favores y predilección en las horas duras de la lucha por la liberación y que fue una constante de su desprendida personalidad, pero que ahora buena parte de esa fauna política le adversaba y le desconocía.
Y aun quedaba mucho más. Las ambiciones desmedidas, el apetito desmesurado de poder descargaban sus golpes más duros sobre aquella humanidad enferma, casi destruida por la tuberculosis y la tremenda fatiga que no le dejaba y que era consecuencia de haber trabajado sin descanso por el bien de sus semejantes. Pero es bueno y oportuno referir que el acoso y la persecución implacable que se desató contra Bolívar y que lo condujo a la muerte, como el mismo lo aseveró, provenía básicamente de los sectores político-militantes, de los dirigentes de los partidos del statu quo, de una minoría ahora todopoderosa que afilaba sus garras para repartirse esos pueblos liberados, para tenerlos como sus feudos y como sus botines de guerra. Y debe acotarse que muchos de aquellos que le perseguían de manera desalmada y contumaz, habían gozado de sus favores y predilección en las horas duras de la lucha por la liberación y que fue una constante de su desprendida personalidad, pero que ahora buena parte de esa fauna política le adversaba y le desconocía.
Y era
que el Libertador se convertía en un obstáculo en esa hambre insaciable, enfermiza y loca por las nuevas posiciones.
Como también fue una barrera en esos bajos propósitos el noble Antonio José de
Sucre, a quien habían injuriado y matado los mismos intereses bastardos. Y así
como esa minoría desadaptada e injusta arriaba sus mezquinas banderas contra el sol de América, en los
pueblos liberados por él se organizaban manifestaciones populares de
respaldo a su obra y su nombre. En
Venezuela, desde varios puntos se dejaban escuchar las entusiastas adhesiones.
De la misma Colombia surgían los seguidores agradecidos y decididos a
respaldarle invocando su historia y su gesta gloriosa. Desde Ecuador le pedían
que fuera a vivir con ellos para que no le alcanzaran los disparos de la
maledicencia, el egoísmo y la traición. “…No sé todavía a donde me iré”, decía
Bolívar con su corazón atribulado y lleno de desilusiones. Más, sin embargo, la
muerte era inminente. Y en San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, Colombia,
como se sabe, le sobrevino el final. Acogido por el acaudalado español Joaquín
de Mier y asistido por el médico francés Prospero Reverend, Bolívar se marchó a
la eternidad. Tenía 47 años de edad. Días antes había dicho en su última
proclama: “…He trabajado con desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad…Mis
enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi
reputación y mi amor a la libertad… He sido víctima de mis perseguidores que me
han conducido a las puertas del sepulcro… Yo los perdono”. Y aun retumban las
palabras del mestizo peruano Choquehuanca, a quien conoció en sus mejores
albores: “Con los siglos crecerá tu gloria”.
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